miércoles, 21 de febrero de 2018

Amparo Dávila: la paradoja de lo cotidiano

…la verdad es más extraña que la ficción

porque no está obligada a obedecer a lo posible

Rubem Fonseca en Mandrake y la Biblia y el bastón

 

Amparo Dávila (Zacatecas, 1928) escribe desde la duermevela, en el brumoso territorio donde el mundo onírico y el real se encuentran. Su elección no es casual, ahí fermentan los peores monstruos. Sin rostro, vagas y vaporosas, las criaturas de Dávila adquieren la exacta medida de los miedos internos, personalísimos, de cada lector. Así, los textos de la escritora son apenas el pálido referente contextual de un conflicto ajeno a su control. No nos horrorizan sus engendros, nos perturba el reflejo de cada cuento: siempre devuelve nuestra imagen.

¿Quién podría delinear los ojos, tan amarillos como horribles, de la criatura que aterroriza a la protagonista de “El huésped”? ¿Quién describir la complexión de los deliciosos animalillos de “Alta cocina”, de los que sólo conocemos su grito dolorido? Para ambas preguntas, el lector tendrá una imagen precisa; sin embargo, ninguna o muy pocas serán conciliables con la de otros. Mis pesadillas, finalmente, son sólo mías.

Los finales abiertos, característicos de Dávila y la literatura fantástica, exigen del lector algo más que un tratamiento pasivo; lo hacen partícipe activo del fenómeno evocativo de la literatura. Su escritura no contempla la indiferencia como escenario de recepción posible. La sorpresa y el desconcierto, condimentos fundacionales del cuento, son componentes orgánicos del proyecto de Dávila, en oposición al efectismo cosmético, propio de la afectación.

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La carrera literaria de Dávila ha transitado por caminos azarosos. El arduo transir de su obra está signado por la paradoja, la condición inmanente de su tejido narrativo. Entre las muchas razones para afirmarlo, una particularmente sensible devela su estatura como creadora. Amparo Dávila apostó por su obra. No es cosa menor, sobre todo en un ambiente donde las circunstancias extraliterarias suelen determinar la suerte de las obras, incluso su recepción. Pero si el contexto literario de la época fue reticente a la literatura de Dávila –algo similar ocurrió con Francisco Tario–, desde otras latitudes probadas sensibilidades artísticas aquilataron con justicia su apuesta.

“Creo que lo más me gusta en tus relatos es lo que podríamos llamar su razón de ser, el impulso que te llevó a escribirlos; en otras palabras, eso que el lector común llama ‘la idea’, o ‘el argumento’, pero que los veteranos en estas cosas sabemos que viene de más atrás y que precede al tema. Cada uno de los relatos se basa en una situación de una tremenda fuerza; no es que la idea haya sido desarrollada con una técnica destinada a darle esa fuerza, sino que la raíz del cuento en sí me parece tremendamente fuerte, inevitable. Quizá la excepción sea ‘Arthur Smith’, que es más literario por decirlo de algún modo (y muy brillante, dicho sea de paso); pero todos los otros son como explosiones, como algo que estaba acumulándose y que de golpe se abre paso”, escribió Julio Cortázar en una carta fechada el 23 de febrero de 1965, en París, y dirigida a Dávila tres días después de su cumpleaños 37. Los elogiosos comentarios de Cortázar forman parte de la extensa relación epistolar que establecieron Dávila y el argentino. Cartas en las que el autor de Rayuela comenta y celebra, a veces críticamente, los libros de la autora. Parte de ese intercambio quedó consignado en la edición conmemorativa de Árboles petrificados, publicado en 2016 por la editorial Nitro / Press.

La camaradería entre ambos creadores podría justificarse más allá de las simpatías personales. Dávila y Cortázar comparten un mismo registro estilístico y escritural. Los dos escritores conculcan cualquier asomo de rebuscamiento retórico. Apenas lo indispensable asoma en su técnica narrativa. La depuración y sobriedad de sus estilos abona en la precisión de sus narraciones. Sin artificios, la sorpresa acontece más naturalmente.

Ambos parecen compartir, también, la función del cuento delineada por Cortázar: “La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”. Exactamente así. Amparo Dávila noquea. Y no hay conteo de protección.

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Cortázar pareció sospechar la arriesgada apuesta de Dávila. El 29 de abril de 1961 escribió: “En nuestros países es bastante frecuente que los escritores abandonen casi en seguida la partida, después de uno o dos libros. En la Argentina, por lo menos, es un caso corriente y lamentable. A usted la veo dispuesta a seguir adelante, y me alegro de verdad, porque ha elegido un género difícil y peligroso, en el que vale la pena luchar durante años hasta conseguir lo que se quiere (cursivas del autor). Y usted ya ha conseguido mucho”. Nunca mejor dicho. Ahora Dávila es un referente histórico en las letras mexicanas. Ninguna antología literaria que se ocupe de documentar el paso del siglo XX la dejaría fuera. Su revalorización es parcialmente reciente. ¿A qué responde, pues, esta nueva y entusiasta recepción? Aventuro una respuesta.

La literatura de Dávila, poblada de imprecisas presencias –fantasmas o engendros apenas delineados– no apela al recurso facilón del terror artificioso. Si tal hubiera sido su ambición, sus cuentos acaso constituirían un tímido pie de página en la historia de la literatura fantástica. Es más, en tiempos como estos, en los que somos objeto de un sostenido bombardeo de imágenes e impulsos, la efectividad del terror exige artilugios cada vez más elaborados. Los sustos de ayer son apenas un ingenuo esfuerzo para los experimentados auditorios de hoy. Dávila, en cambio, sorprende por la catadura de sus protagonistas. No hay en ellos rasgos sobresalientes. Nada los distingue. La mayoría de los hombres y mujeres que pueblan sus cuentos se distribuyen en la cómoda grisura de la mediocridad. Ahí el mérito, hacer de lo habitual el escenario de sus más desconcertantes creaciones. Con ello Dávila reivindica para la cotidianidad la más inaudita de sus facultades. Aquí, en el mundo real se engendran las peores pesadillas.

 

Texto escrito por Rodrigo Coronel, a quien se le puede escribir en la siguiente dirección: coronelescribe@gmail.com.



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