Hasta mediados de los ochenta la carrera de Talk Talk estaba destinada a gravitar alrededor de la estética del synthpop. Con su primer álbum, The Party’s Over (1982), tuvieron dos sencillos relativamente exitosos: “Today” y “Talk Talk”, y su siguiente disco, It’s My Life (1984), contiene sus canciones más célebres, la que titula el álbum y “Such a Shame”. Hasta la fecha, la agrupación liderada por Mark Hollis es recordada mayormente por estos temas. Los discos fueron producidos por Colin Thurston quien, además de haber trabajado con David Bowie e Iggy Pop a finales de los setenta (en álbumes importantísimos como Heroes y Lust for Life), configuró en gran parte el sonido del pop británico de la época. Produjo, entre otros, Reproduction (1979) de The Human League, el disco debut homónimo de Duran Duran (1981) o The Fury (1985) de Gary Numan. Es decir, trabajos de excelente manufactura pero que difícilmente superaban, o siquiera pretendían distanciarse, de los códigos de la canción pop. Contenían una estética particular que, sin embargo, solía agotarse en sus propios gestos. Se trataba, además, de una música que aunque no era frívola era exitosa, radiable, con un lugar establecido en la industria musical.
En este contexto, la publicación de The Colour of Spring en 1986 supone un primer asomo hacia lo que en este dossier se ha denominado “abismo”: una apuesta súbita, desde un lugar de seguridad, por un territorio de dimensiones (musicales) ignotas. Ya desde el inicio, con el corte “Happiness is Easy”, se percibe el primer giro que distanciaría a Hollis de los terrenos del synthpop: la mayoría de los instrumentos son acústicos, lo que aquí no es poca cosa, pues significa una mutación casi completa de su lógica sonora (las características, hasta cierto punto limitadas, de los sintetizadores definían el timbre e incluso el ritmo del género; más adelante, Hollis aduciría su uso a las precarias condiciones económicas de los inicios de su carrera). Antes del minuto se muestran ya todas las barajas, se despeja la incógnita sólo para adentrarse en un misterio mayor: el ritmo admite síncopas, la textura de las cuerdas del contrabajo o la guitarra acústica son explícitas, hay incluso un coro infantil, siniestro, que recuerda, por supuesto, a “Another Brick In The Wall” de Pink Floyd, pero que aquí suena inoperante, improvisado, casi desganado. “April 5th” o “Chameleon Day” se adentran en atmósferas intimistas y prefiguran la distensión temporal en la que la agrupación profundizaría en los siguientes años, así como la transición hacia el corte final “Time It’s Time” prefigura el encadenamiento conceptual de las canciones en sus últimos álbumes. Sin embargo, con The Colour of Spring (influido por el trabajo del grupo alemán Can, principalmente por su álbum Tago Mago de 1971) ocurrió algo inesperado y de consecuencias paradójicas: fue un gran éxito comercial, principalmente por el sencillo “Life’s What You Make It”. Las ganancias que generó el álbum entusiasmaron tanto a emi que otorgaron a Hollis completa libertad financiera para explorar los caminos artísticos que decidiera. Ese fue el principal error del sello discográfico. Y la principal fortuna para el resto del mundo.
Hollis, que además de Can había confesado la influencia de músicos tan disímiles como Miles Davis, Béla Bartók, Otis Redding o Burt Bacharach, casi como una provocación para las coordenadas del pop en boga, estaba por adentrarse en un túnel. Se distanciaría de la inanición de la industria, como ha resumido Alan McGee, a través de la “locura”. Hollis, detalla el columnista de The Guardian, procedería a grabar su obra maestra, Spirit of Eden (1988), mayormente a partir de sesiones improvisadas. Su conclusión tomaría más de un año. Los músicos invitados, más de catorce, además de Lee Harris en la batería y Paul Webb en el bajo, eran adentrados en una iglesia abandonada con un ambiente preparado por Harris para desorientar sus nociones espaciotemporales. A veces luces tenues, a veces luces estroboscópicas, a veces total oscuridad, como resumiría el ingeniero de audio Phil Brown. Las sesiones se alargaban por horas. Y si la anécdota suena a mera extravagancia de músico pop, luego mitificada por la crítica y la audiencia, el resultado sonoro confirmaría que la desorientación buscada tenía alcances más amplios. No sólo de método, sino estéticos.
Las canciones de Spirit of Eden se dilatan hasta el punto de la tensión, y mediante recursos como el feedback de las guitarras, cada tanto, se rompen o, en ocasiones, construyen una estructura más cercana al rock, pero sin sus corsés. La voz de barítono de Hollis se escucha por momentos sosegada, por momentos inquietante. Igualmente el entorno: es oscuro, pero de una especie de oscuridad plácida, envolvente. Los cortes (seis en total, que se alargan por más de 40 minutos) son meras marcas, puntos de referencia para un paisaje que lucha por difuminarlos. Por supuesto, Hollis decidió no publicar ningún sencillo, aunque emi lanzó “I Believe In You” sin su consentimiento, lo que sería el inicio de un conflicto sin solución. El intento de promoción, de cualquier forma, resultó inútil: la canción, de más de seis minutos, no era en absoluto accesible. Además, Talk Talk decidió no dar conciertos porque, de acuerdo con el cantante, hubiera resultado imposible recrear las condiciones de creación del álbum, lo que también evidenciaba las largas horas de postproducción a las que fue sometido, como si se tratara de una sesión de ensamblaje. Un crítico de la época afirmaría: “es el tipo de disco que alienta a la gente de mercadotencia a suicidarse”, pero no hay que confundirse: para 1988 ya se habían editados obras mucho más arriesgadas. La cuestión aquí residía en que Spirit of Eden representaba un salto (a las alturas, desde una perspectiva artística; al vacío, desde una perspectiva comercial) y no una inmersión o una construcción gradual. Una agrupación que bien podía continuar equilibrando, desde una zona confortable, ciertos gestos experimentales en un entorno pop, decide recomenzar desde las penumbras. No es un caso único, evidentemente. Tan sólo en su órbita podemos citar, veinte años antes, nada menos que a The Beatles, o veinte años después a Radiohead (Thom Yorke confesó su afición por Talk Talk durante la concepción de Kid A). Pero ambos casos, curiosamente, terminaron por generar un culto aún mayor por las agrupaciones –y por aumentar sus cuentas bancarias. Coincidentemente, The Beatles dejarían de dar conciertos al tiempo que comenzaron su etapa más experimental por las mismas razones: las obras se concebían enteramente en el estudio, con capas y capas de postproducción. (Por otra parte, y haciendo un apunte al paso, el caso de Hollis me recuerda al de Federico Moura, cantante de Virus, interrumpido por su temprana muerte en… 1988. ¿A qué abismos se habría asomado el músico argentino? Sólo se puede especular.) Seguramente el caso más similar, aunque no tan súbito, sea el de Scott Walker, del que ya se ha hablado en esta revista.
Una de las cuestiones más interesantes que generó Spirit of Eden fue la respuesta de su sello discográfico: impedidos de escuchar un sólo pasaje del álbum hasta su mezcla final, emi terminaría por demandar a la agrupación por ser “deliberadamente oscura y poco comercial”. La demanda sería descartada por la corte, pero sentaría un precedente por el que algunas compañías incluirían una cláusula para exigir a los artistas que sus grabaciones fueran de “naturaleza comercialmente satisfactoria” (?). De esa magnitud fue el quiebre. Talk Talk terminaría por firmar con Polydor, donde publicaría su último disco, Laughing Stock (1991), y donde Mark Hollis editaría su homónimo álbum solista, en 1998, su obra final. Ambos transitarían por las mismas sendas abiertas por Spirit of Eden porque, simplemente, ya no había vuelta atrás. A partir de entonces Hollis guardaría un silencio que dura hasta la fecha: a partir de los 43 años, en lo que pudo representar el pico de su carrera, el británico decidió no componer más o, por lo menos, no publicar más sus composiciones. “A New Jerusalem” es, hasta la fecha, su último tema conocido. ¿Por qué? ¿A qué podemos atribuir tanto su salto abrupto como su silencio extendido?
Aunque Hollis ha aducido cuestiones familiares o discreción pública, pueden ensayarse respuestas de mayor hondura. Primero habría que problematizar aquella imagen de la repentina “locura” del autor. Es efectista y, por lo tanto, no alcanza a dar cuenta de la probable complejidad del proceso. Hollis, más que desde un arrebato de insensatez, parece trabajar desde una fría mirada estratégica. Cada uno de los tres primeros discos representa un paso (o varios) para tantear el terreno. Cuando Hollis reconoce que se encuentra en una zona estable del risco, juega su carta definitiva. No se puede saltar tan alto desde un terreno pantanoso. Es una apuesta que podría parecer irracional, pero que está precedida por un método intuitivo de gran inteligencia: valerse de los recursos de la industria, parasitarla, para entregar una obra de profundidad artística.
Por supuesto, no creemos que fuera un plan trazado de antemano por Talk Talk sino, a partir del curso de los acontecimientos, el descubrimiento de una oportunidad. Hollis tuvo, como decía Lyotard en un contexto político, olfato de pirómano para distinguir las chispas que surgían dispersas, y apenas visibles, aquí y allá. Si nos deshacemos de la figura del “loco” podemos, además, revalorizar su obra temprana, como si la larga sombra posterior fuera retroactiva y oscureciera su camino entero. Las semillas del fruto ya estaban malditas. El largo y romántico silencio que mantiene Hollis (¿no le inquietará, aunque sea un poco, reclamar su lugar fundacional después del surgimiento de bandas como Godspeed You! Black Emperor, Tortoise o Sigur Rós?) sólo agrega sombras, negro sobre negro, a su hermoso óleo de penumbras.
Publicado en La Tempestad 116 (noviembre de 2016)
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