martes, 5 de febrero de 2019

Desde esta ventana

¿Será cierto que todo tiempo pasado fue mejor? Time present and time past / are both perhaps present in time future, / and time future contained in time past, aventura T.S. Eliot, capaz que haciendo eco del Eclesiastés: “Aquello que fue ya es y lo que ha de ser fue ya”. El pasado no existe, solía enunciar Guillermo Tovar. Si siempre hemos vivido en el presente, cómo explicar esta fascinación nuestra por el pasado, tan característica entre no escasos cronistas? En ello meditamos al atestiguar desde nuestra ventana este pedacito de Centro que nos ha tocado vivir cotidianamente. El mejor de los mundos posibles. Queda claro que el pasado no se ha marchado en absoluto, ahí siguen los comerciantes de las novelas costumbristas, aún oímos sus pregones, sólo que con otro lenguaje y en ocasiones ni eso:

–Memorias USB a 10 pesos.

–No se moje, no se moje, lleve su impermeable.

–Son naranjas, son naranjitas, son naranjas.

De vez en cuando las habituales y abúlicas campanadas de Santo Domingo. La alarma de algún comercio se dispara a cada rato. Miramos hacia el flanco poniente de Chile, el tramo de Cuba a Belisario, desde la tercera planta del hermoso edificio neocolonial del arquitecto Salvador Vértiz Hornedo, terminado en 1941. ¿Terminado? Hace meses que retumban en sus muros mazazos y taladros. Remodelaciones innecesarias, por lo general de mal gusto, para atraer a usuarios de Airbnb. El aire huele a plátano frito los sábados, y casi a diario suenan bajos agresivos provenientes de alguna limusina Hummer color blanco reguetonero que se alquila por miles de pesos la hora. Por fortuna no prosperan los antros, el narcomenudeo funciona mejor cuanto más cerca del Eje Central. Ya pocas fondas operan en estos linderos de la Lagunilla, por el derecho de piso que cobra La Unión Tepito, en últimas fechas incluso entre los negocios modestos. Dicho cártel y la familia Barrios son los que parten, reparten y se quedan con la mejor parte del queso en la zona, todo el mundo lo sabe. La alcaldía mejor que nadie. Escasean los turistas, por consiguiente casi no advertimos policías. El cielo rara vez luce añil o cobalto. ¿Qué más? Microbuses con ronquera, de esos que Mancera prometió retirar hará cosa de un lustro; encantadoras tiendas de vestidos para novias y quinceañeras (las banquetas enjabonadas al comienzo de la jornada); si nos asomamos bien, un árbol más o menos frondoso afuera de la mansión barroca que perteneció al marquesado de San Miguel de Aguayo y Santa Olalla, a pesar de la placa equivocadamente colocada en la casa de enfrente… Pero ¿a quién puede importarle nada de esto? Tal vez a algún lector en el futuro, esa perpetua ahoridad pasada. Para él escribimos especialmente. ¿Qué redacta en su mente al leer los detalles? Impartimos hace unos días un taller de crónica urbana en Culiacán, capital de tonos albos, calmos ríos. Allí tratamos con varios cronistas entusiastas: el municipal, un par que trabaja en el Archivo del Estado, tres antiguos alcaldes, el que canta en los camiones, una joven estudiante de Letras, etcétera. Con ellos reflexionamos sobre las implicaciones de la crónica y de lo urbano. ¿En qué consiste exactamente el paso del tiempo?, ¿por qué el hombre ha decidido habitar en comunidad? Hablamos de Caín, referimos los versos de Eliot, nos damos cuenta, en fin, de que la tiranía sería la razón de ser de las ciudades. Unamuno lo resume eficientemente en su breve ensayo “La ciudad de Henoc” de 1933: “El hombre de masa, de clase, de sociedad si se quiere, apetece ser sometido”. ¿Se dedica el cronista urbano, o el periodista en general, a aducir tales relaciones de poder, explícita o implícitamente, o tan sólo a describir? Abajo en la calle continúan las transacciones, las prisas, los humores. Nosotros nos alejamos de la ventana, ucrónicos, en silencio, para atender mensajes en WhatsApp. Otra alarma se activa a la distancia.

Martes 5 de febrero de 2019



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