Si bien el término instalación comenzó a utilizarse a partir de los años setenta, la voluntad de crear ambientes, de explorar la relación del cuerpo del espectador con el espacio formado por la obra, tiene claros antecedentes en las vanguardias históricas: tanto los constructivistas como los dadaístas apuntaron en esa dirección. El Lissitzky, por ejemplo, montó la Sala Proun en la Gran Exposición de Arte de Berlín de 1923, en un intento de trascender lo pictórico y lo escultórico para alcanzar lo arquitectónico. Kurt Schwitters, su amigo dadaísta, comenzó a componer el mítico Merzbau ese mismo año, radicalizando el interés en la tactilidad en una gruta que lo obsesionó hasta el final de sus días. El desarrollo hacia la instalación propiamente dicha, sin embargo, se produjo en un ámbito al que hoy llamamos “crítica institucional”, del que Lissitzky y Schwitters fueron claros precursores. Al constituirse como curadores y museógrafos los artistas buscaban poner en crisis los métodos expositivos tradicionales, expulsando a los intermediarios entre las obras y el público. Ese impulso se extendió en las propuestas de Marcel Duchamp para la Exposition Internationale du Surréalisme (Galería de Bellas Artes, París, 1938) y First Papers of Surrealism (Mansión Whitelaw Reid, Nueva York, 1942): en la primera suspendió del techo mil doscientos sacos de carbón y obligó a los espectadores a ver las obras con una linterna; en la segunda obstruyó la circulación creando una telaraña con dieciséis millas de cuerda. Otra exposición surrealista neoyorquina, también de 1942, experimentó con el espacio de la galería: Frederick Kiesler convirtió la Art of this Century en una obra en sí, con los muros arqueados y las piezas colgadas. (Una reproducción a escala de ese diseño pudo verse recientemente en el Martin Gropius Bau de Berlín, en la exposición Friedrich Kiesler: Architekt, Künstler, Visionär.)
El camino estaba allanado para que Allan Kaprow desarrollara en la década siguiente lo que llamó “ambientes”, algunos de los cuales están documentados –se trató de piezas efímeras– en una de las primeras salas de la berlinesa Hamburger Bahnhof, como parte de la exhibición Moving is in Every Direction, abierta hasta septiembre. Las curadoras Anna-Catharina Gebbers y Gabriele Knapstein proponen un recorrido amplio por la historia de la instalación a partir de los años sesenta, poniendo el énfasis en los aspectos narrativos de esta práctica artística. De ahí el título, tomado de una conferencia de Gertrude Stein: «there is at present not a sense of anything being successively happening, moving is in every direction / beginning & ending is not really exciting». Lo que la escritora postulaba en 1935 era la apertura del signo a través de relatos cuyo sentido no estuviera determinado de antemano, pues abandonaban el desarrollo cronológico lineal para orientarse «en todas direcciones». Para el visitante de la exhibición la experiencia tiende a centrarse en la relación del cuerpo con el espacio producido por las obras. Caminar por estas instalaciones es, en la mayor parte de los casos –sin importar que se trate de ambientes aparentemente domésticos–, un ejercicio de extrañamiento, y el paso secuencial de una sala a otra en la segunda parte de la exposición hace pensar en El lugar (1982), la novela de Mario Levrero en la que un hombre despierta en una habitación desconocida, conectada a otras habitaciones desconocidas, a veces ocupadas, a veces vacías, donde se hablan lenguas que ignora, donde se vive y se muere sin que se vislumbre la salida. Que uno pueda referirla así muestra la potencia de Moving is in Every Direction, una concatenación de experiencias narrativas en las que el espectador reflexiona constantemente sobre su situación (así se trate de la imperiosa necesidad de tomarse una selfie en los espejos enfrentados de Ciencia ficción / Siéntete satisfecho con el aquí y el ahora, la pieza de 2001 realizada por Isa Genzken y Wolfgang Tillmans).
Gebbers y Knapstein pierden de vista, sin embargo, la necesidad de ofrecer una historización más minuciosa de las obras –un trabajo que seguramente se hará en el catálogo, aún inédito. Las de los años sesenta y setenta, concretamente, resultan difíciles de dimensionar si se ignoran sus circunstancias, en tanto su formalización procede de un ejercicio de crítica institucional de influencia foucaultiana. Piénsese en el trabajo de Marcel Broodthaers, que amplió las posibilidades del readymade duchampiano a través de un desplazamiento de la figura del autor, convertido en curador dentro sus ficciones museísticas. Su primer trabajo espacial de ciertas dimensiones, Un jardín de invierno (1974), incluido en la muestra, es un claro desarrollo de lo que había explorado un par de años antes en su proyecto Museo de Arte Moderno, Departamento de Águilas, Sección de Figuras; la pieza se orienta hacia la historia natural a través de grabados, plantas y mobiliario, que insinúan el pillaje colonial. De este tipo de ejercicios provienen las reflexiones de Boris Groys en “Política de la instalación” (2009): «Hoy ya no hay ninguna diferencia “ontológica” entre producir arte y mostrarlo. En el contexto del arte contemporáneo, hacer arte es mostrar un objeto como arte». Y sin embargo el curador y el instalador aún hacen un trabajo distinto: donde el primero ofrece una forma efectiva de mediación entre obras y espectadores, el segundo practica la desfuncionalización del espacio para convertirlo en un territorio expresivo y simbólico.
Kaprow había anticipado en los sesenta que los creadores dejarían de ser pintores o escultores para convertirse meramente en “artistas”, haciendo uso de cualquier técnica que resultara de utilidad para sus proyectos. El tiempo confirmaría su aserto, como muestran algunos ejemplos incluidos en Moving is in Every Direction, especialmente los de Edward Kienholz, Wolf Vostell, Ilya Kabakov o Joseph Beuys. Este último, figura central para el desarrollo del arte de la instalación, está representado con cuatro trabajos de los setenta y los ochenta (pertenecientes a la colección del museo), que se inscriben en su concepción de la “escultura social”. Destacan especialmente El final del siglo xx (1983), las piezas de granito taponadas con grasa que presentó en Documenta 7, y Sebo (1977), los inquietantes monolitos que expuso en el Skulptur Projekte Münster. Esas manifestaciones de índole matérico son contrapunteadas con trabajos que testimonian la incorporación de todo tipo de recursos a la práctica instalacionista, desembocando en propuestas sonoras –Instrumentos musicales dañados por la guerra (2015), de Susan Philipsz; Ton-Röhre (1973), de Bernhard Leitner– o de video –la más evocativa: Rehechura del fin de semana (1998), de Pipilotti Rist.
Al final, Bruce Nauman sintetiza el sentido del extrañamiento del arte de la instalación: en Habitación con mi alma dejada de lado, habitación a la que no le importa (1984), montada aquí de manera definitiva, tres corredores intersectados vertical y horizontalmente producen una arquitectura inhóspita, un perturbador espacio de origen onírico. Es una experiencia radical, la constatación misma de lo inhabitable, del espacio que nunca se vuelve familiar. Hay algo de pesadilla en todo hecho estético verdadero.
Publicada en la edición 122 de La Tempestad
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