jueves, 15 de junio de 2017

La pampa imposible

A las 19:30 horas, David Miklos presentará su nueva novela, La pampa imposible (Literatura Random House), junto a Gabriela Warkentin y Gastón García Marinozzi, en el Centro Horizontal de la Ciudad de México. Con ese motivo difundimos el fragmento inicial del libro, que confirma a su autor como uno de los más sobresalientes narradores mexicanos en activo.

 

 

Despegue

 

 

Lunes por la mañana, en la cocina, mi mujer y yo.

 

Ella me dice que la piel, la cáscara de las almendras, es veneno, que es mejor pelarlas.

 

La palabra veneno me parece exagerada, pero no se lo digo, callo, contemplo el laborioso trabajo que mi mujer realiza, pela las almendras, una por una, luego de su reposo nocturno en agua.

 

Miro de reojo la primera plana de un periódico en línea, anuncian la desaparición de un avión en el mar, en otro hemisferio, a más de medio día de husos horarios de distancia.

 

¿Qué te pasa?, me pregunta mi mujer, descubre mi cambio de semblante, mis ojos de pronto velados por el recuerdo de Laura, mi vecina de la infancia, muerta en un accidente aéreo junto con toda su familia, mamá, papá, un par de hermanos varones.

 

Nada, le digo a mi mujer, desapareció un avión en medio de la nada.

 

Ya encontrarán la caja negra, me dice ella y sumerge las almendras en agua tibia, siempre terminan por encontrar la caja negra.

 

Mi mujer mira ahora lo mismo que yo miro, una fotografía del avión en la pantalla de la computadora portátil, un avión inmenso con el logotipo de una aerolínea oriental impreso en la cola.

 

Dudo que conozcamos a alguien que viajara a bordo, dice mi mujer, aunque uno nunca sabe.

 

Tal vez haya sobrevivientes, le digo, quizás el avión haya aterrizado de emergencia en algún sitio.

 

No lo creo, dice mi mujer, pela otra almendra, tira la cáscara a la basura, la piel, y contempla la semilla casi blanca, casi prístina, me recuerda a la porcelana.

 

De verdad no lo creo, repite ella, insiste, y no digo más.

 

Recuerdo.

 

Laura es apenas mayor que yo y que mis amigos de la cuadra, una calle cerrada, en realidad, que desemboca en un parque.

 

Laura vive del otro lado del parque, en una calle llamada Secreto, la nuestra se llama Rayo.

 

Mis amigos y yo jugamos a que somos exploradores, vamos al parque, inventamos cualquier aventura y dejamos que los vecinos que quieran se sumen a ella.

 

Laura nada más nos mira, no participa, es cada vez menos niña, cada vez más un enigma para mí y para mis amigos, que aún tenemos voz de pito y nos excitamos por las razones y las mujeres equivocadas, impresas en papel barato o en el fino cuché de la colección de pornografía del papá de Uriel, el mayor de todos nosotros.

 

Las niñas de mi edad no me provocan nada, acaso tedio, pero siempre que veo a Laura siento una especie de punzada, como si me tragara una espina que de pronto encalla en algún lugar impreciso de mi tracto digestivo, de mi entraña, y hace que se me estreche el ano y me pulse el pene, un raro acto reflejo.

 

Luego sé que Laura le provoca lo mismo a Fabricio, que es un poco mayor que yo, aunque menor que Uriel, nuestro amigo cleptómano cuyo hurto más notable es el de la funda interior de un disco de mi cantante favorita, una mujer a la que veo por primera vez en una película en la estancia, poco antes de que mis padres se separen y de que mamá y yo nos quedemos solos en la casa de Montebello, en la calle cerrada de Rayo, y papá esté de vuelta en la pampa real, su terruño, de donde nunca volverá.

 

Muchos años antes, en otro tiempo.

 

A papá le gusta decir que es de ninguna parte, mate recién cebado en mano y cigarrillo sin filtro liado por él mismo en la otra, cuando alguien que no lo conoce y que ha sido traído a la estancia por alguno de sus amigos le hace notar lo raro de su acento y le pregunta por su origen.

 

Nací en un país en el que en realidad nunca he estado, crecí en un lugar al que no pienso volver y vivo en una ciudad de la que siempre quiero huir, responde papá, toma mate, le da una calada a su cigarrillo y expulsa el humo, brevemente ensoñado, con la vista perdida en el muro, en la oscuridad o en esa ninguna parte que es su patria verdadera.

 

El desconocido no hace más preguntas y, cuando mi padre vuelve en sí, busca el muslo de mamá, sobre la mezclilla entallada, aprieta su carne y le pregunta ¿Y tú, querida, de dónde eres?

 

Mamá acaricia los nudillos de papá y dice, con la vista fija en nosotros, Yo soy de aquí, pero mamá no se refiere al país que ambos hicieron suyo, pampa real aparte, sino al verano y a la estancia y a la casa en la que ocurre su tiempo más preciado, el tiempo en el que todo parece ser posible, el tiempo del sí.



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