Cien años se dice fácil, primero hay que cumplir noventa y nueve. Quedamos de vernos al día siguiente del festejo. “Larga y con un primer piso para los tumultos de quincena”, la describe Jorge Legorreta en su Guía del pleno disfrute. Hablamos, claro que sí, de una cantina. La más longeva de Azcapotzalco, ingente delegación, pronto alcaldía, con aproximadamente una veintena de pueblos originarios (el “aproximadamente” nos lava las manos, unos plantean menos, otros más); no exageramos si la llamamos ciudad, incluso previo al águila y el nopal.
Otra cantina, frente a la parroquia: La Luna, de rebañables tortas y chamorro. Nosotros preferimos el Dux por antigüita y estrecha, y el Limón, trago de la casa que no sabe a alcohol, pero se sabe que sí lleva. En la barra de azulejos saludamos a Julio, la camisa bien planchada, el sentido del humor en su sitio. Generoso nos invita esta tarde a comer en la taquería de su familia, Tres con Todo, cerca del busto de Yasir Arafat. Preciosa y limpia Clavería cuyos urbanismo y arquitectura nos hacen pensar en ciertas colonias de los treinta o cuarenta aledañas a la Calzada de Tlalpan, nomás que acá con menos tacos, o a saber, y más olor a naftalina que a hoteles de paso, o así parece, y nuestra conversación borbotee y borbotee en la sobremesa, redicha: La Noche Triste no pudo ocurrir en Popotla, sino en Los Remedios, por la distancia con el islote, ser territorio otomí y la Virgen tan importante, etcétera.
Luego Julio nos enseña más de su hormiguero. Tal vez Azcapotzalco signifique “en el hormiguero” por haber estado siempre lleno de gente: esto no lo dice él, tendiente, por delicadeza, a contemporizar. Caminamos enseguida hacia la pequeña iglesia quinientista de Huacalco en la Unidad Cuitláhuac. Ya seco a estas alturas el manantial que abasteció en el Virreinato a tlatelolcas. Lugar de nacimiento de la mamá de Itzcóatl, según, ubi sunt… Dan ganas de mudarse enfrente, a la Nueva Santa María, este fin de semana de ser posible, volverse chintololo de la noche a la mañana: los árboles a la luz del ocaso, acaso de esmog, el mosaico veneciano, los edificios de dos o tres plantas y tanta planta en los balcones, los niños en el parque (son muy afortunados), vamos paseando y soñamos caramelos.
A la próxima tenemos que ir a San Miguel Amantla, y ojalá que puedan venir a Tlilhuaca para el Día de Muertos. Es verano, tarda el sol en ocultarse, no así la noche en caer. Caemos al fin en el Minichelista, de plateresca oferta de tés, y aquí recordamos nuestro recorrido, tres tristes tigres, igual por San Lucas Atenco, con un mural del XVII en su capilla abierta y un manido perro dominico en la portada. Al usar el baño junto a la sacristía puede que alguien oyera el chorrito en la misa, tan diminuto es el templo. También visitamos Nextengo, el pueblo o barrio de enfrente, y aún antes San Simón y Judas, aunque sólo por afuera, afuera un expendio de petróleo, quién fuera carbonero en esta calle perezosa.
Once kilómetros a pie se dice fácil, primero hay que bajarse en Refinería. Andar por la avenida de majos chalés todavía, la cual conecta desde antaño con los amigos y enemigos tenayos. Hacerse un espacio en la barra, pedirse un Limón. Sentirse un gran dux, o un Manuel Gamio con 4G. Aguardar el hormigueo, que llega.
Miércoles 9 de agosto de 2017
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