Un cuestionario de seis preguntas, las respuestas de diversas voces: la idea es producir una imagen de la escena de las artes visuales en México, de sus fortalezas y tareas pendientes. Es momento de hacer una pausa para reflexionar desde las distintas trincheras que han hecho de la Ciudad de México uno de los principales territorios de la creación contemporánea. Se trata de esbozar un mapa atendiendo a la historia, para saber en dónde estamos parados.
Con obra en las colecciones de la Tate Modern, el Museo Hammer, el LACMA, Jumex o el MUAC, en 2009 Yoshua Okón inauguró junto a otros artistas el espacio educativo SOMA (Ciudad de México), cuya labor es «construir una plataforma para investigar colectivamente lo que el arte puede ser y cómo puede funcionar en diferentes contextos». Fundador del espacio La Panadería (1994-2002), su exhibición más reciente, Miasma, tuvo lugar este año en la capitalina Parque Galería.
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Buena parte del arte producido en los noventa (sobre todo el exhibido en sedes como Temístocles 44 o La Panadería) puede incluirse en el capítulo de las búsquedas posmodernas mexicanas. A más de dos décadas de aquel momento casi mítico, ¿existen discursos equiparables en su carácter renovador, en la actualidad?
Es cierto que el período de los noventa fue en México una época de transformaciones estructurales dentro del mundo de la cultura y más allá. Pero, independientemente del período histórico o de las clasificaciones, nuestro entorno está en constante transformación, y depende de que el artista responda de manera directa a él que el arte tenga un carácter renovador. Es decir, no me parece que la producción artística actual sea necesariamente más o menos renovadora que la de entonces. Habría que ver casos específicos.
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La entrada del nuevo milenio estuvo marcada por la inserción del arte mexicano contemporáneo en la globalidad, acentuada por el surgimiento del mercado correspondiente (pensemos en la apertura de Kurimanzutto en 1999). El país cuenta hoy con decenas de galerías de arte contemporáneo (con presencia nacional e internacional) y tres ferias anuales (Zsona Maco, Salón Acme y Material Art Fair). La consolidación de este mercado ¿se refleja en la producción y la circulación del arte en México? ¿Qué tipo de balance existe entre ambas fuerzas? En el mismo sentido: ¿a qué acuerdos han llegado el capital privado y los museos y espacios públicos?
La explosión del mercado ha estimulado el crecimiento de la escena artística, pero es un arma de doble filo. Por una parte ha permitido que más artistas puedan vivir de su producción, lo cual es positivo; por otra, que el arte contemporáneo se haya puesto de moda ha provocado que su sistema de circulación esté más ligado a la cultura del consumo que a la experiencia estética. Existe además el problema de que buena parte del mercado responde literalmente a la lógica de la especulación financiera y no a una lógica cultural o social. Por ello el hecho de que haya más arte no necesariamente se traduce en algo positivo. Considero entonces que el balance del impacto de la explosión del mercado, si bien no es del todo negativo, se inclina a serlo.
En cuanto a la segunda parte de la pregunta, la complejidad de la escena cultural actual de la Ciudad de México tiene justamente que ver con la diversidad de modelos públicos, privados e independientes, con y sin fines de lucro, que coexisten: museos y espacios estatales, patronatos, museos privados, espacios autónomos sin fines de lucro, galerías comerciales, fundaciones, etc. Todo este tipo de instituciones tienen fortalezas y debilidades, y creo que lo mejor a lo que podemos aspirar es a un ecosistema en el que se complementen. Sin embargo, por falta de acuerdos, de un sistema que asegure un equilibrio entre las fuerzas, este entorno es muy frágil, precario, y frecuentemente se ve amenazado o es desbalanceado. Se me ocurre el caso del anterior patronato del Museo Tamayo, cuando sin entender su papel o el sentido de la filantropía, los miembros empezaron a actuar como si el museo público fuera de su propiedad. Al grado de que, entre algunos otros, Ninfa Salinas, como si estuviera en TV Azteca, censuró un par de exhibiciones porque le pareció que atentaban contra sus intereses. Otro buen ejemplo de la precariedad del sistema artístico es el desmantelamiento en curso del aparato cultural del país, a cargo de políticos tecnócratas que asumen erróneamente que porque existe la iniciativa privada las instituciones públicas ya no son necesarias.
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Hoy es posible encontrar distintas memorias o relatos (el curatorial, el artístico, el social, el institucional o el mercantil, por ejemplo) sobre el desarrollo del arte contemporáneo mexicano a partir de 1989. Sin embargo, el trabajo crítico se antoja insuficiente. Se extinguieron Curare y Poliester, desaparecieron ciertas columnas periódicas y las reseñas en revistas suelen ser inconsistentes. La aparente “muerte de la crítica de arte en México” ¿se debe a los espacios para la discusión estética (las publicaciones), a sus agentes (los críticos e historiadores) o a otros factores?
La verdadera crisis de la crítica se dio en México durante las décadas del noventa y el dos mil. Desde hace unos años ha aumentado significativamente en volumen, aunque suele escribirse de manera inconsistente y sigue habiendo un gran hueco en la que se dedica al panorama del arte contemporáneo. No sabría decir cual es la razón principal, pero se me ocurre que tiene que ver con el hecho de que la crítica no es redituable económicamente; no encaja en la mayor parte de los sistemas de distribución del arte, en los que el énfasis está puesto en el espectáculo y no en el discurso. Es decir, esta crisis, que no es particular de México, esta ligada a la actual predominancia del mercado.
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Luego de la generación de los grupos (No Grupo, Proceso Pentágono, Suma o Peyote y la Compañía, en los setenta) y de los colectivos surgidos en los noventa (el Taller de los Viernes, SEMEFO, Temístocles 44 o La Panadería), actualmente encontramos más iniciativas independientes de las instituciones, pero ligadas al mercado, y algunos proyectos que conservan el espíritu autónomo de fin de siglo, como Cráter Invertido y Biquini Wax en la CDMX, o Proyectos Impala en Ciudad Juárez. En paralelo, la infraestructura cultural parece adaptarse a las exigencias del turismo. ¿De qué manera se complementan los foros del estado, las sedes privadas y los proyectos autónomos o independientes?
Creo haber respondido en el punto dos. El relativo auge cultural que vivimos responde, precisamente, a la diversidad de instituciones y aproximaciones que existen. No creo que las iniciativas independientes existan predominantemente siguiendo una lógica de mercado. Ése era el caso en la década anterior, pero muchos de los artistas que están detrás de los espacios independientes actuales, sin fines de lucro, son conscientes de la incapacidad del mercado para resolver todas nuestras necesidades culturales, y operan con un paradigma distinto, desde otro lugar.
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En “Genealogía de una exposición” (Olivier Debroise y Cuauhtémoc Medina), uno de los textos introductorios del catálogo La era de la discrepancia (2007), se lee:
Como muchos de los artistas en los primeros años noventa, queríamos marcar la mayor distancia posible frente al caudillismo cultural local, y empleábamos referencias de una historia del arte internacional para comprender la creación del momento: Marcel Duchamp y Joseph Beuys, Yves Klein, Robert Smithson o Robert Morris y, muy ocasionalmente, artistas latinoamericanos como Lygia Clark o Hélio Oiticica. Nunca, en ese momento por lo menos, se aludía a los territorios abiertos desde principios de los años sesenta por Mathias Goeritz, Felipe Ehrenberg, Helen Escobedo, Alejandro Jodorowsky, Marcos Kurtycz o Ulises Carrión, aun cuando varios de estos artistas seguían produciendo, o eran maestros en escuelas de arte o talleres independientes. El vacío en la historia cultural reciente, del que éramos en cierta medida víctimas y cómplices, era un rasgo característico de la situación. Por un lado, señalaba un quiebre en la filiación de los participantes del nuevo circuito cultural. Por otro lado, se manifestaba ahí la ausencia de referentes públicos sobre el proceso artístico local, la ausencia de colecciones y/o publicaciones panorámicas, que dieran sentido a una narrativa.
¿Es posible distinguir una evolución en las referencias estéticas de los discursos curatoriales actuales? En otras palabras, ¿cuáles son las distancias y las aproximaciones, y de qué tipo, entre las referencias locales y las internacionales en los ejercicios curatoriales contemporáneos? (Pensemos en las participaciones mexicanas en la Bienal de Venecia, en las exposiciones blockbuster, en los espacios (públicos o privados) que privilegian la experimentación, o en las muestras que elaboran una versión de ciertos segmentos de la historia del arte mexicano, dentro y fuera de México).
Creo que desde entonces, durante la última década, se ha hecho mucho trabajo, incluida La era de la discrepancia, entre otras investigaciones, para reconectar con la tradición del arte contemporáneo local. Algunos escritores, por ejemplo María Minera, siguen insistiendo, erróneamente, en que el arte contemporáneo de México comienza en los noventa, específicamente con Gabriel Orozco. Pero son los menos. A pesar de la escasa documentación, conocemos más a fondo lo que pasó en el período que precedió a los noventa. Existe más consciencia, tanto de artistas como de curadores, del hecho de que el arte contemporáneo en México tiene sus inicios por lo menos en los años sesenta.
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¿Cómo describirías el panorama editorial reciente del país? Más allá de los catálogos de exposiciones, ¿encuentras libros escritos por autores mexicanos que se sumen a la discusión acerca de la contemporaneidad de las artes?
Comparados con la enorme producción de arte, me parece que hacen falta más libros de discusión crítica.
Publicado en La Tempestad 121, abril de 2017
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