Desde el estreno de su segundo largometraje, el neonoir Amnesia (2000), Christopher Nolan se ha ubicado como uno de los escasos cineastas en activo capaces de combinar algo parecido a una política de autor con las demandas de la industria del entretenimiento. Desde esa posición, que le permite innovar en las estructuras narrativas al tiempo que rompe récords en taquilla, ha encontrado un espacio para producir filmes siempre singulares, algunos extraordinarios –El gran truco (2007), El origen (2010)–, otros lastrados ya sea por un montaje arrítmico –El Caballero de la Noche asciende (2012)– o por la propensión al didactismo –Interestelar (2014). Luego del éxito comercial de la trilogía de Batman, Nolan se ganó la posibilidad de filmar, virtualmente, cualquier proyecto. Aunque su género habitual es el thriller –y en ocasiones la ciencia ficción–, decidió medirse con el cine bélico.
Dunkerque (2017) es una nueva exploración de la temporalidad como fenómeno heterogéneo, y de las capacidades del cine para representarlo. El trabajo de Nolan podría ser definido, entonces, como bergsoniano; los suyos son relatos sobre la duración, es decir, sobre el tiempo como experiencia subjetiva: en Amnesia el recurso es la pérdida de la memoria de corto plazo; en El origen, el sueño dentro del sueño; en Interestelar, la teoría de la relatividad. La estructura de Dunkerque plantea una nueva variante: en “El muelle” los acontecimientos tienen lugar en una semana; en “El mar”, en un día; en “El cielo”, en una hora. La larga espera en la playa, el suspenso de los barcos civiles que atraviesan el Canal de la Mancha, la trepidante guerra aérea: tres temporalidades son entretejidas con maestría, gracias al montaje de Lee Smith, el más depurado en la filmografía de Nolan.
La Operación Dínamo, el “milagro de Dunkerque”, es uno de los acontecimientos más enigmáticos de la Segunda Guerra Mundial. Por órdenes de Hitler, cuyas motivaciones aún se debaten, el ejército alemán perdió la oportunidad, entre mayo y junio de 1940, de causar una sangría histórica a los ejércitos británico y francés, que se hallaban acorralados. Cinco años después, el Ejército Rojo entraría en Berlín. La evacuación sin precedentes de Dunkerque fue la consecuencia de un desastre militar, pero los británicos lo conmemoran como algo muy distinto a una derrota. Nada de ello sabremos por la película: salvo por la secuencia final, el didactismo ha sido desterrado. Apenas hay diálogos, las imágenes en movimiento producen una experiencia sensorial, apelan al sistema nervioso antes que al intelecto. Nolan ha hecho una película bélica sin épica, pero sin renunciar a la acción, consiguiendo secuencias que se fijan en la retina. Sus gloriosos 70 mm –en manos del notable fotógrafo Hoyte van Hoytema–, la obcecación por devolver al cine su especificidad, recuerdan las palabras de Robert Angier a su rival, Alfred Borden, al final de El gran truco: “El público conoce la verdad: el mundo es simple. Es miserable, sólido en su totalidad. Pero si puedes engañarlos, aunque sea por un segundo, puedes asombrarlos, y entonces… entonces llegas a ver algo realmente especial… ¿De verdad no lo entiendes? Era… era la expresión en sus rostros”.
Pero lo que resulta efectivo desde el punto de vista de la narración –la borradura del contexto histórico a favor de la subjetividad de las historias individuales, que terminan componiendo un relato colectivo–, se vuelve problemático desde la perspectiva política. El enemigo alemán está más allá, como amenaza invisible, sin rostro. El aliado francés apenas existe: sólo conoceremos a uno de los más de cien mil soldados galos que esperan ser salvados. Se trata, aquí, de un drama enteramente británico, donde la población civil y el ejército forman una masa compacta y solidaria, pues lo que está en riesgo es la seguridad de la Isla. En tiempos de Brexit, Dunkerque es una extraña celebración de la insularidad, de la autosuficiencia, de la lengua única. El final de la película no hace más que orientar esa lectura: un soldado, de vuelta en casa, lee en el periódico uno de los célebres discursos de Churchill, y mientras lo hace la música de Hans Zimmer, que hasta el momento había seguido el pulso de los acontecimientos, incurre en el repertorio tardorromántico para ofrecer sus notas más “conmovedoras” (es decir: patéticas). Dunkerque, sí, es un prodigio audiovisual. Al servicio de un sospechoso patriotismo.
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