Como si la cuestión fuera discutir el desempeño de ciertos alumnos, digamos que Mario Levrero fue un estudiante aventajado de Kafka. No se trata, por supuesto, de una opinión o crítica novedosa ni rompedora: cada vez que resuena lo hace en esa cámara específica, en la que se discuten ciertas obras como si se escribieran a la sombra de, en la misma escuela de, siguiendo una estela o senda particular. Así se lee, trazando constelaciones o aires de familia. Y sí, ¿en qué podrían aproximarse un autor uruguayo de la segunda mitad del siglo XX y el clásico checo? Distintos críticos levantan la mano para hablar no sólo del absurdo sino de esa estrategia kafkiana que tiene eco en la obra de Levrero, el narrar como si se contaran chistes demasiado largos, en los que el momento del remate final sencillamente no llega; también se ha subrayado la cercanía del humor sexual en ambos casos, así como la capacidad para darle vida a espacios oníricos y a menudo opresivos. Hay novelas de Levrero donde la ansiedad de esa influencia, reconocida además, debió ser particularmente fuerte (la trilogía conformada por La ciudad, París y El lugar). Todo esto viene a cuento porque una edición mexicana reciente, que compila algunos relatos de Levrero, funciona como un botón de muestra que podría dar nuevas pistas sobre la naturaleza de esta cercanía. Se trata de Noveno piso, publicado por Impronta a finales de 2017 (mencionamos el libro en este mismo espacio hace unos meses).
Concentremos nuestra atención en “Noveno piso”, el relato original de 1972 que le da título a la colección (se incluyen siete relatos más: “Apuntes bonaerenses”, con un registro que evoca al diario íntimo; dos inquietantes cuentos de dobles “Emi” y “El portero y el otro”; “El crucificado”, que kafkianamente presenta una parábola sin referente principal, resistente a la interpretación; el ensayístico “Los laberintos”; “El bicho negro”, en las cercanías del cuento fantástico; y “Precaución”, un ejercicio en el arte de hacer y deshacer nudos). “Noveno piso”, que se publicó originalmente en el volumen de cuentos Espacios libres (1987), como otros relatos incluidos en esta selección (hecha por Nicolás Varlotta, hijo del autor), es un cuento fantástico, de la misma manera en que muchas narraciones de Kafka lo son. En ellos el narrador o algunos personajes se sienten extrañados por las atmósferas que les rodean, pero no dudan de ellas. Y si en la obra de Kafka la extrañeza se da ante las fuerzas misteriosas (¿teológicas?, ¿justas?) que operan sobre el destino de sus personajes, la estrategia de Levrero se cimenta sobre los entornos que describe. Da igual que sean urbanos o con toques campiranos (es decir, como si se desarrollaran en pequeños poblados), los espacios de Levrero se distinguen por desaparecer, como ha apuntado Martín Kohan en su ensayo “La idea misma de ciudad” (se puede leer en La máquina de pensar en Mario, 2013). No desaparece la ciudad porque entre en escena lo natural ni porque se haya extinguido por alguna catástrofe, sino porque lo urbano opera con otra lógica: como si quienes allí se desenvuelven ignoraran que era una ciudad de utilería.
Explica Kohan: “Los personajes de Levrero se comportan como si hubiese ciudad, como si existiese una ciudad en pleno; la precisan, la presuponen, la dan por descontada. Y no hacen otra cosa, al actuar de esa forma, que subrayar su falta. […] ¿En qué tiempo pasa eso? En el tiempo en que se funden el pasado y el futuro: en el tiempo de los sueños”. El personaje que narra en “Noveno piso” podría haber tenido en sus manos una anécdota completamente ordinaria (ha subido al ascensor, que se ha averiado, y ha llegado tarde a su cita) pero en la ciudad levreriana ese ascensor se comporta de otra manera: no sólo se avería sino que el pozo por el que transita se extiende durante grandes distancias incluso temporales. ¿Qué clase de edificio puede contener un elevador de ese tipo? Como sea, se dan muestras singulares de su naturaleza (por las escaleras que rodean al ducto del ascensor desciende una comunidad precaria de ancianos; el tiempo se ha vuelto elástico). ¿Es cierto, como dice Kohan, que “Levrero toma de Kafka esa clase de atmósfera literaria, y la cubre, como él, con la sombra pareja de las pesadillas estables”? Sí, hay un innegable aire de familia, pero conforme uno se adentra en las extrañas habitaciones, las puertas que se abren y cierran en esas urbes imaginadas, se familiariza cada vez más con un espacio que le es singular a Levrero. Esas ciudades extrañas (que no son utópicas, sólo raras) revelan que en efecto el uruguayo fue parte de una estirpe literaria, la que concede que la imaginación puede ejercitarse, como el que se obstina en soñar con los mismos escenarios, una y otra vez.
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