La carrera de María José Ribot (1962), es decir La Ribot, se extiende por más de treinta años: desde su formación como bailarina clásica hasta sus feroces experimentos contemporáneos hay un largo trecho que se ha enriquecido con elementos de otros campos estéticos. Take a Seat, la exposición individual que presentará a partir del 25 de julio en el Centro Cultural de España de la Ciudad de México, así lo demuestra: se trata de una selección de siete trabajos que reúne videos, instalaciones y performances realizados entre 2001 y 2018. Hasta qué punto la visión coreográfica de la española se ha enriquecido con su trabajo en video puede percibirse en Llámame mariachi (2009), donde se incluye la película Mariachi 17, con un planteamiento tan simple como potente: filmar desde el punto de vista del cuerpo. El investigador y escritor José A. Sánchez ha puntualizado que, cuando cierto cine pretende borrar toda huella “manual” o corporal en su manufactura, piezas como ésta lo hacen evidente.
¿Cuál era la intención de esta forma de grabar? “Es una serie de planos secuencia, de 25 minutos, rodada por tres bailarinas. El cuerpo, aquí, se convierte en un operador sofisticado de la película. Las bailarinas somos las operadoras. Es una forma de mirar el mundo: el cuerpo como útil entero. Hay movimientos bruscos, se oye la respiración, todas aquellas cosas que pertenecen al mundo analógico, digamos. La mano está muy presente: tanto en la grabación como en el montaje. Todos los puntos de vista está hechos para que el cuerpo hable, como si el operador tuviera lenguaje propio de mirada. La sensación es la experiencia del cuerpo en movimiento, la experiencia de mirar el espacio desde el punto de vista de la bailarina”.
Hasta qué punto la obra de La Ribot, coreógrafa, bailarina y artista visual, está en constante mutación puede demostrarse acudiendo a piezas como Laughing Hole, esa especie de acción-instalación que presentó en 2006 como parte del ciclo Art Unlimited en la edición 37 de Art Basel. “Tres mujeres actúan vestidas con ropa parecida a uniformes de limpiadoras”, como puede leerse en el sitio web de la española, “con cientos de letreros de cartón que, boca abajo, cubren el suelo del espacio de actuación. Uno a uno van mostrando los letreros y los pegan con cinta a las paredes, llenando el espacio con frases inconexas” (aunque, a menudo, con resonancias políticas). Es obvio que mujeres y objetos se mueven, pero ¿sucede lo mismo con las palabras, con sus significados? Difícil decirlo. La Ribot, desde Ginebra, donde reside desde hace catorce años, intenta desgranar de a poco una respuesta: “En Laughing Hole, al ser una pieza duracional” (en algunas versiones ha alcanzado las seis horas), “el tiempo toma mucha importancia: cualquier frase se transforma; la mayoría de las veces esas frases están escritas en inglés, que es un idioma muy flexible, mutable, lo que lo vuelve más interesante. Creo que también muda en la cabeza de los intérpretes: el lenguaje tiene tantísimo poderío… Se tiene que hacer el ejercicio permanente de resignificación desde los dos lados, el del intérprete y el del espectador”.
Laughing Hole tiene además, como su nombre lo indica, un aliado potente: la risa. Con su fuerza corrosiva, la risa altera profundamente los mensajes políticos y los propios códigos de la danza. ¿De qué forma? Se han articulado varias respuestas: Jaime Conde-Salazar encuentra “una carcajada verdaderamente hedonista y una hilaridad crispada, más forzada que sentida”; Ramsay Burt, por su parte, cree que las intérpretes “no expresan ninguna motivación psicológica” sino simplemente “ejecutan una tarea”, al tiempo que interrumpen el discurso de la comunicación corporal. En cualquier caso, sobrevuela la idea de la risa como un agente extraño, que no corresponde al curso normal de la pieza, porque no se trata de una pieza estrictamente cómica. La Ribot lo resume así: “La risa es una cosa muy extraña, una acción y una emoción al mismo tiempo. Dependiendo de cómo la trates y cómo la mires, puede pertenecer a la parte más oscura de la humanidad o puede ser comunicativa y pertenecer a la parte más gregaria y, digamos, positiva del mundo. Es una locura. Justo en Laughing Hole, en donde las palabras están continuamente mutando por su subjetividad, al punto que podrían no tener significado hacia el exterior (palabras tan enormes como ‘guerra’ o abiertas como ‘caer’), al ser tocadas por la risa aseguras que se mantengan en continua mutación. La risa asegura el movimiento”.
En muchas de tus piezas es central la presencia de objetos, casi siempre de objetos que podríamos llamar “pobres”, desde su conformación material o su cotidianidad, no desde su posibilidad de abrevar significados. ¿Cómo decides qué objetos usar? ¿Qué deben sumar a tu visión artística?
Trabajo por necesidad. Tengo una idea o algo que me cuestiono o una imagen o un sueño o algo que excita mi mente, empiezo a trabajar sobre ello y en el proceso se crean una serie de necesidades: que todo esté en silencio, o escribir una palabra, o coger un objeto y darle vueltas, modificarlo o dejarlo así. En ese sentido, los objetos me parecen iguales que la música, los textos, los cuerpos o los colores. Los veo todos en el mismo nivel; dependiendo de la necesidad, van mutando.
Lo dices como si se tratara de un proceso estrictamente intuitivo.
Es que no sé que es no ser intuitivo. ¿Lo intelectual?
Supongo; digamos que establecer fundamentos racionales para la resolución formal de las obras.
Entonces soy puramente intuitiva, desde el día en que nací hasta hoy. No sé lo que es ser racional, nunca lo he entendido. Sobre todo, en el arte… A lo mejor se es racional en la vida, pero ¿en el arte? Me parece imposible. Me parece que el arte está totalmente relacionado al momento –y a mi vida en ese momento– y es imposible racionalizar eso.
En la obra de La Ribot, además de las palabras, hay otro elemento recurrente: los cuerpos desnudos. Pero a diferencia de lo que se defiende en otras piezas coreográficas o de performance, donde la desnudez también es constante, la española ha declarado que «un cuerpo desnudo no es una provocación», que es más bien un gesto de vulnerabilidad. ¿Cómo entender, entonces, lo que provoca? “En mi caso, es como si, para siquiera empezar a pensar las piezas, tuviera que comenzar por lo más neutro. Esto también se vincula a mi esfuerzo por entender la danza como un arte contemporáneo, ya no necesariamente vinculado a sus elementos clásicos, la narración o la continuidad del discurso, y más cercano a la proyección serial o el fragmento. Entonces en esa especie de núcleo, materializado en la serie Piezas distinguidas, estoy yo, desnuda, con los objetos de los que tenga necesidad, en un formato breve (breve no significa necesariamente corto: Laughing Hole, son seis horas de continuos estallidos de brevedad). Ese núcleo de la mujer desnuda me pareció muy importante, no pretendía para nada hablar desde lo performativo, me interesaban otras cosas: huir de la narrativa, huir de las colaboraciones, hacer las cosas con mis manos; por eso también era povera, porque era lo más cercano a mí: yo con mi cuerpo desnudito y tranquila, sin ninguna provocación, al revés, era casi como un nacimiento, una cosa muy inocente. Me parecía mucho más interesante la vulnerabilidad que la provocación, proponerme como algo abierto, cuestionable y hasta frágil, más que un cuerpo con poder, avasallante. Además, la idea de que todo ocurriera en un mismo plano horizontal me parecía muy coherente con esa posición de vulnerabilidad”.
¿Pueden encontrarse aquí resonancias políticas con el concepto de precarización? Ya no sólo por la falta de medios materiales, sino por la falta de grandes narrativas e incluso por la falta del control de los estímulos en el escenario.
Es un término interesante porque, en el caso de las primeras Piezas distinguidas (1993), hay que recordar que estamos hablando de principios de los noventa en España. Yo vivo la situación política de un país que había pasado por una efervescencia brutal en los ochenta, pensando que se iba a modernizar, y cae en una crisis muy gorda: económica, de valores, de funciones. En aquel entonces dirigía una compañía que se llamaba Bocanada, con otra coreógrafa, Blanca Calvo, y con siete, ocho bailarines; con música original, intentando mantener un nivel de pagos… se volvió imposible. Las Piezas distinguidas nacen de una especie de desilusión, de la precarización total de mi trabajo y de mi vida: lo reduzco todo al mínimo y el mínimo era yo en pelotas con lo primero que me podía significar, un cartón, una frase o una canción. Luego, me mudo a Londres y ahora en Suiza tengo más medios para trabajar, ya no es tan precario.
Me resulta curioso, al momento que redacto estas preguntas –revisitando videos de tus obras, leyendo entrevistas que te hicieron hace diez, quince años– que el artista deba responder por cosas dichas hace mucho tiempo, en otros contextos y situaciones. ¿Cómo te relacionas con lo que podríamos llamar tu “archivo personal”? ¿Qué ves cuando haces esa visión retrospectiva de tu trabajo?
Es una pregunta preciosa, tengo que decirte, porque nunca nos damos cuenta de que uno cambia o evoluciona, igual que todo el mundo. Lo que dije hace cuatro años a veces se me ha olvidado; al releerlo me resulta interesante, sorpresivo, a veces lo encuentro gracioso. Otras veces son ideas que te persiguen toda la vida; otras son imágenes que el otro tiene de ti, que en realidad no tienen que ver con tu obra, como por ejemplo lo que mencionábamos respecto a la provocación en el performance. A mi archivo personal le hago caso o no según me convenga.
Texto publicado originalmente en La Tempestad 136 (julio de 2017)
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