jueves, 19 de julio de 2018

La otra Puebla, la de siempre

Una famila afectuosa atiende 7 Hermanos, juguería de riquísimas cemitas de carne enchilada con queso, y no hay que dejar de probar su limonada sevillana con leche condensada. Esto en la 5 Poniente, a la vuelta de la torre agustina, casi tan alta como las de la Catedral de 70 metros. En las paredes exhiben graciosas pinturas que ofrecen a la venta. Es de noche, las calles céntricas se encuentran vacías, San Cristóbal como que brilla con luz propia, nosotros vamos de regreso hacia el hotel en el Alto de San Francisco, barrio taciturno, quiasmo de la urbanística poblana, en realidad rumbo fundacional de la Ciudad de los Ángeles, poblado en un principio para españoles no encomenderos (Orduña, Camacho, Yepes, Bendicho, Peñaranda…), y tras la gran inundación de México en 1629 no escasos criollos inmigrados. Lo habremos de explorar, mesar con románticas ganas, a la mañana siguiente, saliendo desde el antiguo Estanque de los Pescaditos. Pasando por la panadería de los años sesenta con su santo olor a trabajo y duchas vesperinas a espaldas de la capilla de la Macarena, anteriormente de los Finos Amantes, y huroneando en el mercado necolonial para sospecha de algún marichi y en la iglesia de la Santa Cruz, donde chance y Motolinía dio su famosa misa (y no en el templo franciscano con su “portada más rica y más audaz de la arquitectura en Puebla”, a decir de Dr. Atl), ¿o habrá sido en el Portalillo? Es este nuestro arrabal favorito, proyectado para los tlaxcaltecas una vez que en 1550 se decidiera que los indios habitaran fuera de la traza. Pero claro que hubo más: Santiago (de cholultecas), San Pablo (para mexicas), San Sebastián (de los huejotzincas), Texcocapan (obvio de texcocanos), Santo Ángel de Analco, Santa Ana, San Miguel, Xanenetla, Xonaca, San Baltazar Campeche… Zonas inusitadas para el visitante sin demasiada curiosidad, satisfecho a lo sumo con un paseo en Turibús y fotografías en la Capilla del Rosario.

A Xanenetla también nos acercamos, todo el mundo advirtiendo que se trata de un territorio peligroso, son las 10 de la mañana, qué nos puede pasar entre tan lindos murales, cubiertos por un cielo cobalto. Será que andamos retirados de las calles rectas y manzanas rectangulares, y la verdad ni tanto. Acá no vemos piedra de Santo Tomás ni alabastro de Tecali. Mucho menos basalto de Loreto, con todo y tener el cerro arribita. Sin embargo sí alegres relieves de argamasa en la fachada de Santa Inés, de 1777, con su atrio almenado y un trabajador que nos relata de los daños provocados por el último terremoto. Acabamos nuestro recorrido en Analco, evocando sedas, vidrio, cerámica esmaltada, lana y molinos que ya no podemos conocer. Por fortuna en la traza continúan los Arrietas del Museo Bello, el bistec de la desvelada taquería Mocambo (en la 8 Oriente, antes calle de Cosme Furlong), el patio de azulejos de la Concordia, el Ochavo, la Casa de las Cabecitas y, en fin, los reconfortantes molotes a dos cuadras de la referida familia y sus cuadros que no paran de acumular polvo (como ceniza volcánica), auténtico marcador del tiempo que apenas nadie ve, pero que sabe, o quién sabe. Se necesitan afecto y gracia para dar con la Puebla recóndita.

Jueves 19 de julio de 2018.



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