Este mes se cumplen cuarenta años del estreno de Halloween (1978), un largometraje independiente y de bajo presupuesto con el que el director John Carpenter y la guionista Debra Hill, involuntariamente, dieron pie a una de las “franquicias” más exitosas de Hollywood. Abonaron además a la consolidación del slasher, un subgénero del horror cuyos orígenes se podrían rastrear hasta cintas como Peeping Tom (El fotógrafo del miedo) o el clásico de Hitchcock, Psicosis, estrenadas el mismo año, 1960. En la vecindad cronológica de Halloween, antes estuvo La masacre de Texas (1974) de Tobe Hooper, y le seguirían productos derivados como Viernes 13 (1980) pero también inventivos, como Pesadilla en calle del infierno, de Wes Craven (1984). Desde entonces, esos títulos no sólo contaron con múltiples secuelas, muchas de ellas olvidables o que preferiríamos olvidar, sino cintas que les rendían homenajes a menudo en forma de parodia. Algunos de estos productos revisionistas fueron inteligentes, como se vio en la segunda mitad de la década de los noventa con Scream (y sus secuelas); otros optaron por el humor de pastelazo, como se vio en la década pasada con la serie Hatchet (2006) de Adam Green.
Esta “masacre en cadena” invita a comparar al slasher con sus oscuros protagonistas: una fuerza aparentemente imparable, a menudo desagradable, que avanza con el tesón de una máquina de hacer dinero (¡el poder del capital y la cinta taquillera!). No es de extrañar que se prestara tanto a la réplica y la reproductibilidad: dentro de la misma Halloween se encontraban ya referencias a otros momentos de la cultura popular (con alusiones a El planeta prohibido o, más significativamente, a La cosa del otro mundo, una cinta que Carpenter revisaría en su adaptación de 1982). En otras coordenadas mitológicas, el slasher también puede ser comparado con la inevitabilidad del destino –uno de los tópicos de Halloween, como subraya la escena en que Laurie (el debut estelar de Jamie Lee Curtis) asiste a clase y ve por primera vez a su némesis, Michael Myers. La clase que se dicta en ese momento plantea al destino no como una fuerza mística ni religiosa, sino concreta, como un elemento de la naturaleza. “Es correcto”, dice la maestra que dicta la clase en el guion, “Samuels definitivamente personificó al destino”. Además de dar la clave que descifra a Michael Myers como un elemento semi-sobrenatural (imposible de matar o detener), la idea de un destino personal hace eco a los elementos que vinculan a esta cinta con Psicosis.
Están, claro, los obvios: Jamie Lee Curtis es hija de Janet Leigh, quien interpretó a Marion Crane, la sorpresiva primera víctima de Norman Bates (Anthony Curtis), quien también utilizó –travestido- un cuchillo para eliminar a sus víctimas. No es el único eco nominal: Sam Loomis, la pareja de Crane, comparte apellido con el Dr. Loomis de Halloween (Donald Pleasence), una especie de Van Helsing actualizado. Pero más interesantes, me parece, son las sutilezas temáticas: si Psicosis planteó a la fuerza edípica (que teóricamente también retoma elementos del destino como se entendía en la Grecia clásica) como el origen de una violencia monstruosa, en Halloween el Dr. Loomis repetidamente insiste en el punto (la maldad de Michael Myers motivada por una obsesión psicosexual). El tema, claro, no se nos informa sólo en lecciones de clase o en los desbordados monólogos de Loomis, también se hace en la forma de la cinta. Desde el prólogo (que se desarrolla en los sesenta) la cámara nos obliga a adoptar el punto de vista de un jovensísimo Michael Myers (quien, durante la mayor parte de la cinta cuenta apenas con 21 años): su famoso plano secuencia inicial, cinco minutos hipnóticos, convierte a la audiencia en un depredador (infantil, para más inri).
Hay otros reflejos formales entre Psicosis y Halloween, como la caída de las escaleras tras uno de los ataques tanto de Bates como de Myers, o la manera en que ambos alteran la iluminación golpeando el foco pelón de un sótano (en el caso de Bates) o el de un clóset (¡!) en el caso de Myers, en los clímax de ambas películas. Pero hay un momento inspirado, me parece que original, en la cinta de Halloween: ese final profundamente pesimista que vuelve a revisar algunos de las locaciones donde Myers acosó a sus víctimas (la escalera de nuevo, la sala, el vestíbulo de la casa vecina, una escalera más, y distintos exteriores), imágenes fijas acompañadas por la inquietante banda sonora de Carpenter y la respiración del asesino, que ha escapado. Es un final desconcertante no sólo por plantear al asesino como una fuerza sobrenatural sino, tal vez, ubicua. Y ubicua ha sido, como volvimos a ver este año: su rastro fantasmagórico pero concreto sigue presente en televisiones, carteleras de cine y nuevas secuelas.
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