Quizá, por alguno de esos azares inexplicables, un autor ya describió con fidelidad cómo será el purgatorio. ¿Cuál de mis limbos literarios me roba más el sueño? Por ejemplo: en los cuentos de Kipling cuando uno muere después de una vida llena de faltas, va a un lugar donde hace mucho calor. Tremendo lío. El gentío de voces propuesto por Rulfo es al que más seguido acudo buscando consuelo e inspiración. Una lápida de la Antología de Spoon River coronó durante once años el acceso a mi departamento de juventud. Pär Fabien Lagerkvist, olvidado premio nobel de literatura en 1951, tiene un cuento largo llamado “La eterna sonrisa”. En este, un innumerable grupo de muertos monologa acerca de sus vidas. Están atrapados en una suerte de sinopsis oral de lo que fueron, y la relatan a manera de monólogo sin que a nadie parezca interesarle. En un arranque, la infinita masa humana se lanza a buscar a Dios exigiendo una explicación. Es un cuentazo. Entre este coro de fenecidos y sus breves o largos soliloquios destaca uno que me aturde y enternece: el de un sujeto cuya labor a lo largo del total de su vida fue repartir tiras de papel higiénico en un baño público. Vivió y murió entre pedos y ruidos. A él el más allá no le parece tan insoportable, ya está acostumbrado a la descomposición humana.
Lincoln en el Bardo, de George Saunders, establece un limbo literario como, sospecho, no existía hasta ahora. Es impresionante, amigos. Hace mucho que no estaba tan de acuerdo con las citas en la solapa de un libro bestsellero. Inspirada en un evento histórico, la trama a grandes rasgos es la siguiente: a nada de que inicie la guerra civil, Abraham Lincoln visita la tumba de su hijo recién fallecido y le promete que volverá a verlo diario. El niño, Willie Lincoln, transformado en materia que aún no parte al más allá, escucha esta promesa e insiste en quedarse en el Bardo, limbo repleto de almas chocarreras que, como en Lagerkvist, nos cuentan el testimonio somero de sus días terrenales. O mejor dicho: rasguñan ese momento de sus vidas que no les permite alejarse de la Tierra. Penan, en el sentido más estricto de dicha palabra.
Lincoln en el Bardo es una mezcla entre las películas más arriesgadas de Walt Disney del siglo pasado, las partes más desopilantes del Maestro y Margarita y los capítulos especiales de la casita del terror de los Simpson. El libro es un eterno desasosiego: llueven sombreros, hay ríos de whiskey, las almas son incorpóreas y vegetan en constante suplicio, no hay una sola página de paz en todo el enorme tomo, por eso fluye como el agua. Un cazador es atosigado por el abrazo asfixiante de todos los animales que mató, un espíritu padece un problema de priapismo descomunal, un reverendo huye aterrado del juicio final prometido. Cosas así, divertidas, terribles, emocionantes. A la manera de los dioses griegos, los espectros pueden meterse en el cuerpo de los vivos y, acaso, obligarlos a cometer mínimas acciones. Es dentro del cuerpo de Lincoln como dos almas de un pasado remoto se enteran de la existencia del telégrafo, en la que a mi parecer es una de las páginas más luminosas de la novela.
El libro está contado a dos modos: el testimonial coro de voces muertas del que ya se habló y encabezados o fragmentos de libros y periódicos (¿ficticios o verdaderos?) que Saunders encontró acerca del día en que murió Willie Lincoln. Lo que permanece es lo escrito y el eco que seremos una vez que nos muramos. En esto el autor tejano deja clara cuál es su postura humana frente a la palabra escrita. Retomo a Kipling: “Durante el corto, corto plazo, que un muerto es recordado, no busquéis otra respuesta que en los libros que ha dejado.”
Las mesas de novedades de los aeropuertos gringos se han transformado en una suerte de antesala a lo que uno verá en las marquesinas del cine el año que entra. Esto es monstruoso. Otro tipo de purgatorio. Libros como Lincoln en el bardo son necesarios porque son imposibles de traducir en otra cosa que no sea en la fiesta permanente de la literatura. A la que, por cierto, todos estamos invitados.
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