Hace unos años un crítico llamado Derek Elley escribió para Variety que si uno imaginaba los peores excesos del cine alemán en los setenta y los mezclaba con Chantal Akerman obtendría como resultado la película Places in Cities (Plätze in Städten, 1998), de la directora Angela Schanelec. Si con los peores excesos del cine alemán Elley se refería al Fassbinder más subversivo o tal vez a Jean-Marie Straub y Harun Farocki, se equivocó. No sobra decir que, además, nos vendió a muchos la película inmediatamente.
Al contrario de los maestros del Nuevo Cine Alemán, experimentadores natos y radicales, la obra de Schanelec es —sin dejar de desafiar las narrativas convencionales— una de silencio, melancolía e interrupciones. En realidad Schanelec es heredera del francés Robert Bresson, que hizo de la elipsis un estilo. Sus filmes, como los de su descendiente alemana, se parecen a los dibujos hechos de puntos que el espectador deberá conectar, pero, claro, el resultado sobrepasa por mucho las imágenes en los libros para niños. En las películas de Bresson y de Schanelec las acciones melodramáticas se esconden o, en todo caso, se sugieren en los rostros de los personajes. La voz del mundo es un silencio que sugiere una presencia inabarcable en el cine de Bresson; en la obra de Schanelec representa un vacío interior, acaso impalpable de cualquier otro modo.
En su más reciente filme, El sendero de los sueños (Der traumhafte Weg, 2016), Schanelec narra las historias de varios personajes conectados por el espacio en común. A veces unos se topan con otros pero sus vidas se enlazan de manera más clara por la melancolía y la separación. Juego de ironías, la película reúne lo dividido y disgrega lo afín. En 1984 una joven pareja visita Grecia, donde los habitantes protestan por la relación de su país con la Unión Europea. No es muy claro lo que sucede pero parecen quejas contemporáneas. Grecia fue agregada a la Unión en 1981 pero fue tras la crisis de hace una década que se comenzó a hablar de su salida. Treinta años después estos personajes reaparecen en el fondo mientras otra pareja se separa en Berlín. Ambas son historias de pérdida contadas mediante imágenes casi estáticas y composiciones que parecieran más bien retratos.
Al igual que en el cine de Bresson, Schanelec usa planos de duración larga y ubica la cámara cerca del suelo. A menudo vemos los pies de los personajes. Es una manera sutil de sugerir lo que sucede en las escenas, en vez de mostrarlo. Cuando una niña se cae de una escalera no escuchamos el ruido, no la vemos caer. Schanelec nos la muestra tumbada, pero no en una postura natural sino en una claramente fabricada. Los padres de la niña se acercan despacio. Nadie grita ni corre por la ambulancia. Cine de estampas, las composiciones poseen un dramatismo que anula la realidad y nos enseña un mundo navegado por fantasmas. El vestuario de la muchacha en la primera historia no parece cambiar. Su blusa roja es un símbolo de permanencia pero Schanelec se guarda su significado.
En ese sentido la directora alemana se separa y supera al maestro francés. Bresson eludía las convenciones del cine narrativo evitando lo obvio, escondiendo lo espectacular. La elipsis en el cine de Schanelec lo abarca todo y nos deja ya no con un par de narrativas sino con colecciones de instantes. El sendero de los sueños no es tanto una historia ni una exploración de ideas como una evocación de experiencias. A veces Schanelec nos permite conocer sus historias un poco más, como en el caso del novio inglés de la muchacha alemana. Su padre está perdiendo la vista y su madre está en cama sufriendo. Él tiene que dejarla para ayudarlos. Por el contrario, nunca está claro por qué treinta años después una actriz deja a su esposo, un antropólogo. Después de que vemos al joven inglés reunirse con su familia, pareciera que la narrativa comienza a desintegrarse; cuando vemos a la muchacha alemana, intactas su piel y su blusa roja, parece que se ha deslindado del tiempo y la cámara se ha convertido en la mirada omnipresente de la realidad.
Así como la directora busca conectarse con las experiencias de sus espectadores, también hay un intento aparente de enlazar su obra con otras filmografías, pero no las de los radicales cineastas alemanes de los setenta, como piensa Elley. Admito que la obra de Schanelec, en su tiempo natural, muerto, y en el ritmo de su silencio, es muy similar a la de Chantal Akerman, particularmente en su cinta Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975). Pero un par de imágenes en El sendero de los sueños sugieren influencias fuera de Europa. La primera aparece pronto, cuando el joven inglés llora durante su desayuno. El plano y la intensidad del llanto tienen mucho en común con una imagen de Luz silenciosa (2007), del mexicano Carlos Reygadas. En otra escena uno de los personajes cava su propia tumba y se introduce en ella como el protagonista de El sabor de las cerezas (1997), de Abbas Kiarostami. Son todas películas donde el ritmo lo dicta el tedio. Vivir se ha convertido, para los protagonistas, en un trámite hacia la muerte, y si Schanelec no está citando a sus colegas de Irán y México, al menos se ubica en la misma tradición.
Es importante añadir que hay una limitante, en mi opinión, para que el cine de Schanelec se ubique en el mismo nivel que el de sus colegas y maestros: su desenfreno. Más artificial y más hermética que los demás, Schanelec parece a veces dialogar sola pero hay una belleza en su solipsismo que trasciende las necesidades de comunicar. Más bien es como el inusual acto de pensar un poema en voz alta mientras nos escuchan los extraños.
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