Y conste que no hablo
en símbolos; hablo llanamente
de meras cosas del espíritu.
Rubén Bonifaz Nuño
Volvemos de dar una conferencia en la Ciudad de los Treinta Caballeros, y desde el primer día nos dedicamos a rememorar gozosos toda suerte de estímulos allí vistos y experimentados: un paseo por el barrio de la Cruz Verde, en San José, que nos descubre la casa donde nació el escritor Rafael Delgado; el insólito busto de Iturbide en el Parque 21 de Mayo con sus portales de la Avenida 1 tan ordenados y vetustos, y en la 3 el caserón colonial que perteneció a la familia Cuesta Porte Petit; un café americano en Casa Baltazar antes de recorrer las Pitayitas; el temprano art nouveau de la antigua sede del Casino Español, y el déco del Buen Tono de muy buen tono en verdad; cierta conversación con un aseador de calzado a propósito de Toribio Gargallo, las cantinas más populares y los buenos caldos de jaiba… Difícil no sentir añoranza por esta lluviosa localidad veracruzana asentada sobre las lomas de Huilango, originalmente como villa, elevada al rango de ciudad en 1830 y con título de heroica a partir de medio siglo después. Qué ganas de rendirle un humilde homenaje por sus 400 años recién cumplidos ahora en la primavera; no se nos ocurre otra manera que indagando en su relación histórica y cultural con nuestra urbe del Anáhuac.
No iniciamos hablando de las exitosas campañas de los mexicas en los territorios de Cuetlaxtan, Cuautochco y Ahuilizapan, esto significaría irnos demasiado atrás en el tiempo, lo mismo si comentáramos los logros del conquistador Gonzalo de Sandoval en la región. Mejor concentrarnos en el sevillano Diego Fernández de Córdoba y López de las Roelas, primer marqués de Guadalcázar y decimotercer virrey de la Nueva España entre 1612 y 1621. A él debemos la fundación de Córdoba (y asimismo extraordinarias obras en la capital y su inmediaciones, como la cañería subterránea de los Remedios y la culminación de un ambicioso acueducto que aprovechó los manantiales de Santa Fe), prevista con el fin de proteger a las diligencias que viajaban desde y hacia Veracruz frente a los desmanes de los cimarrones de las haciendas cañeras, comúnmente liderados por el Yanga. Para ello el virrey autorizó a cuatro terratenientes de Huatusco (Miranda, García de Arévalo, Núñez de Illescas y Rodríguez) a convocar a otros caballeros con familia, trazar las calles y repartir solares. He aquí una primera aportación a nuestra Ciudad de México: la seguridad de uno de sus principales caminos con el exterior, junto con los de Taxco-Acapulco y Tierra Adentro. Hablamos aquí del Camino de las Ventas o de Carros, por el cual transitaron durante siglos los viajeros, el correo y el influjo cultural europeo (no debemos confundirlo con el que pasaba por Xalapa, utilizado más para las mercancías). Duraba este trayecto 22 días y recorría unos 412 kilómetros, de acuerdo con Francisco Muñoz Espejo. En la segunda mitad del siglo XIX ya contaba con puentes, atalayas y fortines. Muñoz Espejo lo considera el más notable itinerario cultural de la nación, y poseedor de un interesante patrimonio militar. En esto reflexionamos cada que contemplamos el mural Canto a los héroes en la otrora casa archiepiscopal de México, en la calle de Moneda. Ahí notamos al Yanga, entre Cuauhtémoc y sor Juana, en actitud bien digna, como recordándonos que San Lorenzo de los Negros es, por así decir, el primer territorio libre de América.
Otra referencia cordobesa en la capital, bastante difundida ya desde el siglo XVII al grado de que Luis González Obregón la incluye en su famoso libro Las calles de México, es la historia de la Mulata de Córdoba, tradicionalmente acontecida en la calle de la Perpetua, hoy un tramo de República de Venezuela (otros dicen, sin embargo, que ocurrió en San Juan de Ulúa). Sobre su nomenclatura, Marroqui apunta que “uno de los castigos que la Inquisición imponía era el de prisión perpetua, y los calabozos en que se extinguía estaban en el patio llamado de los naranjos, que daba precisamente a esta calle”. A tal cárcel fue a parar nuestra hechicera, la cual, según se rumoraba, tenía el don de la ubicuidad, aparte de ser inmensamente hermosa y no envejecer aparentemente. Los platicones del Parián, como los nombra el autor, se entretienen contando diferentes versiones de la leyenda, por ejemplo que su encarcelamiento se debía en realidad a un amante cordobés despechado. Comoquiera, aquella terminó volando hacia Manila burlando la vigilancia de los carceleros. Es curioso que en la actualidad no tengamos suficiente consciencia de la enorme cantidad de negros y mulatos que llegaron a habitar en la capital. Fernando Benítez señala que a mediados del XVI resultaban más abundantes que los mismos españoles. Efraín Castro Morales, por su parte, estima que pudieron igualar y aun superar a la población blanca de la Angelópolis antes de culminar tal siglo. Gran parte de ese conjunto, en un comienzo integrado por sudaneses, tuvo que pasar obligatoriamente por Córdoba. Dan ganas de consultar los documentos al respecto que resguarda su Archivo Histórico Municipal, con tres millones y pico en total.
Pero aún hay más. Nadie entre los lectores debe ignorar que entre el 15 y 21 de mayo de 1821 se libró en Córdoba un furioso combate que desembocó en la muerte del coronel realista Francisco Hevia por parte del amateco Pascual de los Santos García, si bien el crédito suele llevárselo más bien José Joaquín de Herrera, vecino de Mixcoac. Repasemos lo que publica en 1827 José Domingo Isassi acerca de la consumación de esta batalla: “No es fácil acertar con el número de muertos que tuvo la división que atacó a Córdoba en estos días, pues se ha puesto el mayor cuidado, como es costumbre, en ocultarlos. Los vestigios que aparecieron de sepulcros en la iglesia de San Sebastián, en su plazuela y solares, serían como 11. Se asegura que algunos contenían hasta tres cadávares, y así se puede afirmar que pasaron de 30 los muertos (…) Sus heridos fueron 80, y se les hicieron 13 prisioneros (…) Del partido independiente hubo 17 muertos, entre ellos el capitán D. Pascual García (…)”. Dichas noticias tardaron en cundir en la Ciudad de México, faltando lustros para que hubiera trenes, además de que la correspondencia desde Córdoba sólo llegaba cada lunes y viernes por la tarde. Sin embargo una vez propagadas es de suponer que una parte importante de los capitalinos tuvo que recibirlas con gusto: aproximadamente 60% de los vecinos eran españoles o criollos, y afines al Plan de Iguala. Leemos en la Nueva historia mínima de México del Colegio de México: “Para entonces, los 10 años de lucha habían transformado tanto a la Nueva España que incluso los peninsulares se inclinaban por la independencia”. No era cualquier victoria, y de seguro vino a inspirar a Agustín de Iturbide para reunirse con O’Donojú, Jefe Político Superior de la Nueva España, precisamente en esa villa.
Pero volvamos con Isassi, esta vez para atender la jornada histórica del 24 de agosto: “Llegó a Córdoba el general O’Donojú, y se le tributaron todos los respetos correspondientes a su rango. Después llegó el Primer Jefe del Ejército Trigarante, D. Agustín de Iturbide, quien fue recibido con sumo aplauso por todas las clases. Y al día siguiente, habiendo pasado la etiqueta de estilo, firmaron estos señores los Tratados de Córdoba como sabe todo el mundo”. Es bien conocido que éstos provocaron la magnífica entrada a la Plaza Mayor de México, el jueves 27 de septiembre, del Ejército Trigarante, base del Ejército Imperial Mexicano y posteriormente Nacional Mexicano. Evoquemos la escena: desfile, juegos pirotécnicos y canciones que enaltecían a los libertadores; arcos triunfales, flores y colgaduras en las fachadas. El júbilo era de veras grande. La muchedumbre portaba insignia verdes, blancas y rojas, capaz que sin saber a ciencia cierta por qué. El ejército, que 12 días antes había parado en la Hacienda de la Patera para ratificar los tratados y luego en Tacubaya para proclamar la terminación de la guerra, ingresó por fin a las 10 de la mañana por la Garita de Belén y el Paseo Nuevo, dando vuelta en Corpus Christi y San Francisco para alcanzar por fin el Palacio de los Virreyes. En el balcón aguardaba O’Donojú a la comitiva de 16 mil hombres. El comandante Iturbide, montado en su caballo negro, era el criollo del día, del año, del siglo. Encima, celebraba su cumpleaños. Cuando nos toca ver sus huesos en la capilla de San Felipe de Jesús, en la Catedral Metropolitana, no dejamos de sentir cierto desasosiego. ¿Qué hacen ahí y no en el Monumento a la Independencia?
Ciudad especialmente literaria ha sido Córdoba. Acaso fue Sergio Pitol quien más profusamente la ha descrito: “Córdoba amada con su verano torrencial y los grandes chubascos y los ríos formados en las tardes de lluvia en las colinas de Santa María (…) Córdoba, aún de las viejas familias, ensimismada, con sus capitales ocultos y sus calles mal pavimentadas, sus aleros de teja colorada, sus portales bulliciosos y su paisaje espectacular”. Lo anterior aparece en el relato “Pequeña crónica de 1943”, del 61. En “Semejante a los dioses” llega a referirse a Peñuela, Amatlán y Coscomatepec. No olvidemos que, pese a nacer en Puebla, crece en el ingenio de Potrero y conoce bien la zona. Pero asimismo la Ciudad de México, Varsovia, Bristol, Praga, Barcelona, Bujará… Es posiblemente el cordobés universal por excelencia, o su mejor embajador desde las letras. Viajando continuamente, aunque sin dejar de regresar a las locaciones de su infancia. “[Córdoba] constituye para mí el lugar al que siempre se vuelve (…) En los momentos de postración, de enfermedad, me reconforta su aire pesado de naranjos y gardenias, su calor implacable. Es el lugar que más aparece en mis escritos”, comparte en sus memorias de 1967. También está Jorge Cuesta, que viaja a la capital para estudiar música y química y termina vinculándose con los Contemporáneos, grupo de artistas ulteriormente estudiados por Miguel Capistrán, otro cordobés. Por Elena Poniatowska sabemos, por cierto, que la abuela del poeta era mulata y que su papá introdujo la naranja de ombligo en la región. Por último, Jordi Soler nos encanta por los simpáticos cuadros de La Portuguesa, ignota plantación de café vecina de una Córdoba que él denomina Galatea. ¿Y cómo dejar de mencionar a Rubén Bonifaz Nuño y Emilio Carballido?
No obstante, cordobeses ilustres con gran repercusión en la Ciudad de México y el resto del país ha habido muchos, y no sólo en la literatura. Por ejemplo la política (Fernando Casas Alemán, Jefe del Departamento del Distrito Federal, abre Avenida Universidad, entuba los ríos Churubusco y La Piedad, construye el Viaducto y concluye el Centro Urbano Presidente Alemán), las artes plásticas (José García Ocejo y Ernesto García Cabral, aunque este último huatusqueño) y hasta la biología (Pablo de la Llave y el alemán Alfred Bernhard Lau). Asimismo la gastronomía. Adriana Naveda da a conocer que el café que empieza a producirse en Córdoba viene pronto a preferirse por encima del de La Habana en no pocas ciudades mexicanas. En los albores del XIX es el grano que se exporta a España, y a la fecha constituye una industria particularmente sobresaliente. Esto puede explicarse a partir de la altura de la ciudad, a más o menos 860 metros sobre el nivel del mar, y a su clima templado húmedo regular. Actualmente en el Centro Histórico de la capital podemos conseguirlo en el Café Equis, en operaciones desde 1930, y El Cordobés, antes Café Cantón, propiedad de la familia Huerta. Por otra parte, el decimonónico es el siglo del auge del tabaco, cultivado sin embargo desde mucho tiempo antes. ¿Y qué decir del azúcar de caña? Todavía hoy Beta San Miguel es el principal productor de México. Por si esto fuera poco, Córdoba produce aceite y chocolate, y en el bosque templado caducifolio de sus alrededores se dan muy bien las piñas, los plátanos, distintos tipos de zapote, la chirimoya, etcétera. Según el gobernador Landero y Cos, Córdoba es el primer punto donde se desarrolla el mango en territorio novohispano. Con respecto a la cocina local, ésta incluye recetas hechas con flor de izote, chicatanas, nanche, langostinos y gasparitos (flor del colorín), además de platos como el tesmole, los pambacitos enharinados y no pocas delicias españolas, libanesas e italianas. Mención aparte merecen el jamón envinado del Borrego y, claro, el menyul (mint julep), bebida típica que acá en la capital preparan tan esmeradamente en las cantinas El Gallo de Oro y el Salón París.
¿Qué más? Por supuesto la calle de Córdoba en la colonia Roma, y la Cándido Aguilar cerca del Metro Constitución de 1917. La primera empresa que le pone a sus productos (muebles de acero ¡y coches!) el sello de Hecho en México, a fines de los años veinte: DM Nacional, de Antonio Ruiz Galindo. No pocas glorias del beisbol, futbol y tenis. Las canciones “Farolito” de Agustín Lara y “Paloma Querida” de José Alfredo Jiménez. Se ha dicho que los inicios de José José. La transformación del jazz mexicano a cargo de Juan José Calatayud. El análisis y diseño de excavaciones profundas de la Torre Latinoamericana y el Estadio Azteca cuyo responsable fue el ingeniero Adolfo Zeevaert Wiechers. ¡Tanto! Muchas gracias, Córdoba.
Jueves 4 de octubre de 2018
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