Por su atención a las idiosincrasias de la clase media pero también a las discretas batallas que debe enfrentar (como el cáncer), Las mutaciones (2016), de Jorge Comensal, se lee como una novela que recuerda, en muchos aspectos, a una institución fácil de reconocer: la narrativa realista norteamericana. Sí ofrece, claro, algunos comentarios sobre la singularidad de la clase media mexicana, específicamente la citadina, y ecos al humor de Ibargüengoitia, como se escuchan en la de muchos narradores mexicanos contemporáneos (Sheridan, Villoro, Ortuño y Villalobos, por mencionar algunos). ¿Por qué nos da risa que alguien coma sopes de chorizo, gansitos o tortas de chilaquil? ¿No es extraño? Y aunque la novela no trata sólo sobre eso, también da para comentar la manera en que aparece la palabra muda en la narrativa mexicana reciente. En esta novela el fenómeno se da, digamos, a través de un acercamiento inmunológico: la excusa para rodear o narrar el silencio es un tumor de lengua. Y no una mera lengua, sino una que depende económicamente de la labia (el personaje en cuestión, el que porta y deja de portar dicha lengua, es un abogado carismático al que le extirpan el órgano). Como la literatura tiene la gracia de poder hablar en silencio y no sólo emular formas de hablar, los momentos más interesante de esta novela (desde este punto de vista, el de la mudez) es cuando se permite quitarle la palabra al hecho o a la anécdota (y son muchas) para otorgársela a los soliloquios.
Así, Ramón Jiménez, el abogado deslenguado, le comparte mentalmente a Benito, un loro que le regalaron para levantarle los ánimos (y que sólo exclama leperadas): “¿No te da vergüenza, le preguntó Ramón a Benito, saber que ya no vives como el presidente Juárez sino como el pinche Maximiliano? Que era muy humanista y que la madre, ¿para qué anda de metiche?”. Pero entonces, el narrador interrumpe para apuntar: “La palabra ‘metiche’ era una de tantas reliquias léxicas que estaban invadiendo el mudo soliloquio de Ramón. Estas antigüedades, provenientes del vocabulario materno, nunca habían figurado antes en el habla del hijo. Pero la densa corriente del silencio removía el lecho de la memoria y sacaba a la luz palabras desusadas como ‘chambón’, ‘triques’, ‘merienda’, ‘lagartona’, ‘colación’, y ‘petacas’. De acuerdo con Teresa [la psicoanalista de Ramón], la exhumación de esas voces era signo de que su mente había emprendido una auditoría del pasado en busca de documentos que dieran cuenta de la situación actual…”. Es interesante –al menos desde este punto de vista, insisto– que esta incursión psicoanalítica (otro de los ejes de la novela, la “cura del habla”) es la que se acerque a una reflexión en torno a ese lenguaje interno (el que se expresa en esa “densa corriente del silencio”). Al mismo tiempo, en una novela como Las mutaciones, en la que los personajes y sus vidas interiores se dibujan tan bien a través de distintas situaciones, era de esperarse que una reflexión sobre la voz muda sólo pudiera darse a través de ese esquema.
La mudez de la palabra escrita es un tópico que va y viene en la literatura. Ahora recuerdo dos novelas breves, ambas publicadas en 1991, que trataron el tema de formas distintas pero en una zona de intereses similar. Con gestos del relato fantástico pero también de la denuncia política, en la novela Cárcel de árboles Rodrigo Rey Rosa retomó el fenómeno para explorar el vínculo entre palabra, memoria e identidad; una zona ambigua que también está presente en Réquiem, de Tabucchi, cuyo origen (como explicó en su momento el autor italiano) se encontró en la ablación total de la laringe a la que tuvo que someterse a su padre, impidiéndole hablar definitivamente –la comunicación entre ellos y durante dos años tuvo que hacerse a través de una pizarra. Son dos novelas que tengo presentes porque en ellas se tradujo la mudez también de manera formal. Réquiem, por ejemplo, se escribió directamente en portugués (y no en italiano, la lengua materna de Tabucchi); una estrategia que evoca el trabajo de madurez de Beckett –cuando comenzó a escribir directamente en francés–, autor a quien, se sabe, con el tiempo se le dificultó cada vez más escribir sobre algo, a menos que fuera bajo condiciones disciplinarias, entorpecedoras, pero ricas para la fuerza creativa.
Guardando distancias, es una zona estratégica que reconozco en otro libro reciente, mexicano, y que también se pregunta por la mudez; o mejor, que toma al mutismo como un fructífero punto de partida: Tromsø (2018), de José Israel Carranza, su primera novela. Aunque en ella, como en Las mutaciones, se encuentran las señales que nos hacen reconocer el México mundano (se hacen compras en el Oxxo, existen lavanderías, se intercambian cheques en el banco…), acá se presentan en su mínima expresión. Una expresión, insistamos, muda: pero es una mudez barroca, si se puede. ¿Se puede? A fuerza de la extenuación del minuto, del momento, del segundo; de coordenadas fijas exploradas con minuciosidad; no para que avance una trama (casi no hay: sólo vemos cómo un hombre pierde la confianza en la comunicación para lentamente convertirse en una especie de Oblómov), sino para presentarla, no diría, en cámara lenta, sino ¿a través de un microscopio? ¿O hace falta retomar el masticado concepto de lo infraordinario para hablar de esta novela? Como sea, no sólo es interesante que en su primera novela Carranza se permita darle la espalda a las anécdotas o a los personajes “bien dibujados” (de pronto uno puede experimentar más simpatía por Oliver, un helecho que se menciona en esa novela; e incluso por un cheque, que parece tener voluntad propia, como me gustaría explicar en otro momento…), sino cómo puede decirse tanto cuando lo que uno quiere es preguntarse por una boca –o una literatura– negada al mero comunicar.
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