Como lo ha hecho desde hace un par de años, la serie creada por Charlie Brooker, Black Mirror (2011- ), y que ahora se transmite globalmente por Netflix, presentó un especial de fin de año. A juzgar por la tinta que ha corrido y la cantidad de video-reseñas que se le han dedicado, Bandersnatch (escrito por Brooker y dirigido por David Slade) llamó más la atención por su formato interactivo que por los temas luditas y moralistas que le animan. No debería sorprendernos: en sentido estricto, Bandersnatch es un videojuego, y la mitad de los usuarios de Netflix repartidos continentalmente (según institutos estadísticos como Statisticbrain y BARB), prefieren usar esta plataforma de contenido bajo demanda a través de consolas como Xbox o Playstation.
En ese sentido, comprendo la atracción de abordar Bandersnatch desde esa zona gris, aún en crisis, en la que el cine y la televisión se encuentran (formal o temáticamente) con el abrumador universo de la comunicación digital. Como lo hizo Mosaic (2018-) de Steven Soderbergh, este especial de Black Mirror propone un visionado filtrado por una “experiencia” no lineal, aunque pueda incluir algunas frustrantes (más allá del diseño narrativo): en algunas televisiones “inteligentes” de generación reciente no es posible ver Bandersnatch de manera interactiva; se obliga al televidente a convertirse en un usuario de otras tecnologías, como tabletas, computadoras o consolas. Y aquí es donde Bandersnatch se enfrenta peligrosamente a uno de sus temas. No hay arborización del juego que no vuelva a exagerar los peligros del entretenimiento como consumo (como si se tratara de una típica pero transparente historia de horror que advierte del lado oscuro del sexo pre-marital).
Bandersnatch también vuelve a tocar temas decimonónicos como la autonomía del arte, el mito del artista genial como un loco amoral, e incluso comentarios conservadores en torno al abuso de drogas. Estos tópicos y los aspectos híper-derivativos de la serie (empezando por la cansada “nostalgia” por los ochenta que más bien, como ha argumentado Federico Romani, funciona como una cirugía psíquica de extirpación) no sólo la vuelven un juego meramente entretenido, sino un relato que traiciona sus propios temas, a veces explícitamente (denunciando, por ejemplo, el consumo de escenas de acción con una escena de acción de aspiración brechtiana) pero también como un fracaso estratégico. Lo mismo podría decirse, en general y de manera radical, de cada uno de los capítulos de Black Mirror que han denunciado a una época obsesionada por el entretenimiento y el consumo de tecnología (mientras se entretiene en una plataforma “novedosa”). Pero el caso de Bandersnatch es singular: entre las muchas auto-citas en las que incurre (aparece de nuevo el hospital San Junípero, se hacen referencias al thriller “Metalhead” de la cuarta temporada), la que se hace a “Nosedive” (el primer capítulo de la tercera temporada) es de un pesimismo epicúreo.
“Nosedive” aparece aquí como el título de uno los videojuegos desarrollados por Colin Ritman (Will Poulter), uno de los héroes del protagonista, Stefan Butler (Fion Whitehead). Lo que representa el videojuego ficticio es a un personaje en caída libre que, sin embargo, tiene la capacidad de moverse ligeramente para reventar pequeñas burbujas mientras cae –una conocida representación del clínamen, la manera en que los epicúreos explicaban su teoría de un albedrío que, con todo, estaba marcado por un destino. Es una idea deprimente en relación no sólo al personaje de Butler (que manejamos los usuarios, pero siempre condenándolo), pero también al televidente transformado en un consumidor de entretenimiento. En este sentido, Bandersnatch es un claro ejemplo del auténtico riesgo que conllevan los medios masivos: como ha señalado Terry Eagleton, no es tanto la ideología que se transmita por ahí para alelarnos o volvernos dóciles ovejas, sino la capacidad que tienen estos productos y medios para entretenernos y quitarnos el tiempo (que podríamos dedicar a otras actividades, algunas de ellas políticamente significativas).
Bandersnatch tiene algunos puntos de contacto con el tipo de relatos que denuncian el entretenimiento mientras buscan entretenernos o asustarnos (un ¿subgénero? en el que hay casos destacados, como los relatos del Rey Amarillo de Chambers, la Broma infinita de Foster Wallace, o algunas películas de Cronenberg, como Videodromo o Existenz). No es difícil comprender por qué Bandersnatch apareció como un especial de fin de año (o un especial navideño): se inserta en la vieja tradición dickensiana de los relatos de fantasmas que aparecían en revistas por esas fechas, ideados para entretener a las masas.
Pero los días en que agoniza un año, la época ideal para hacer un examen de conciencia (aunque sea con un tono alarmista, como el de Bandersnatch) dan pie a los días en que las resoluciones y los nuevos propósitos comienzan a enumerarse. Es extraño que la estrategia fallida de Bandersnatch (que, insisto, nos quita el tiempo machacando una misma idea: el peligro del entretenimiento) haya sido seguido por otro producto de Netflix que, involuntariamente, nos obligue darle un vistazo a nuestra vida: ¡A ordenar con Marie Kondo! (2019- ). Se trata de un morboso programa de “realidad” tan tedioso que al menos sirve para recordarnos que no estaría mal apagar la televisión y ponernos a recoger la casa.
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