Son varias las distancias que Gabriela Torres Olivares coloca entre el lector y el relato que le da forma, ¿pero qué forma es?, a su novela breve Piscinas verticales (o la bruma un hábitat sustentable), publicado por el FETA en octubre de 2017. Aunque el subtítulo refiere a una de las geografías en las que se desarrolla el relato (y al extraño error que dio pie a un ecosistema singular, ahora en peligro), el término “bruma” también asiste a la experiencia de lectura que Torres propone. A través de una densa cortina de términos precisos que provienen ya sea de la medicina, de la nefelología o de la técnica del cine, se impide la lectura sencilla o clara. Se propone, en cambio, una que ofrece sus propios ritmos y referencias, retirando concesiones como la entrada fluida a una trama, una de las exigencias típicas del régimen estético bajo el que ahora se escribe. La novela de Torres nos recuerda que puede escribirse de otra forma.
Entre las figuras que podemos distinguir en esa bruma barroca, hecha puramente de lenguaje, está la de una escritora que convalece en una ciudad extranjera (o que ya murió); pero también el de una curiosa cineasta dispuesta a realizar un documental sobre la escritora (su ojo o voz ocasionalmente mutan para convertirse en la mecánica manera de ver de una cámara); así, de pronto aparecen entrevistados para el posible documental, pero también vigorosas narraciones que imaginan cómo se grabaría ya sea el sistema de turismo en una ciudad, o los distintos tráficos que ocurren entre un puente fronterizo o en los pasillos atestados de una bodega ubicada en el extrarradio de alguna ciudad, en la que se venden medicinas caducas (o no) a mejor precio.
Aunque podría arrojarse alguna lectura o interpretación tomando como punto de partida señas particulares de Torres, ya sea su cercanía con culturas fronterizas (es originaria de Monterrey y actualmente vive en California), o su interés en otras disciplinas artísticas (el cine o las artes visuales), cosa que a la vez nos permitiría conjeturar sobre la fertilidad de la interdisciplina o el feliz encuentro de otro tipo de fronteras (estéticas), aquí me limitaré a celebrar la flexibilidad con la que Torres aborda la novela. Lo común, ya lo sabemos, es esa otra novela dócil, con sus puntos de vista y sus personajes “bien” presentados; la novela en la que suceden cosas pero siempre de cierta forma. En Piscinas verticales también ocurre mucho, pero de manera enrarecida y flexible; es casi obvio decirlo pero se debe insistir, una novela que invita a ser releída y estudiada, que mantiene enigmas, siempre será más interesante que la que se acaba apenas se cierra el libro.
¿Qué forma tiene Piscinas verticales? Es cierto, en ella opera un montaje, de manera cercana a como imaginamos ocurre en una sala de edición, pero además está esa distancia que ralentiza la experiencia; los prolijos catálogos de términos precisos y la voz a menudo desapegada y un tanto mecánica (aunque con ocasionales incursiones al lirismo), nos hacen leer con distancia, ya sea los procesos de la muerte, los ritmos de los paseos turísticos o la visita a la oficina de un fanático de las nubes. El pulso de esa voz brilla especialmente con los contrastes, cuando la narradora se permite introducir en sus relatos fragmentos de artículos que chocan con el resto de la novela por la engañosa claridad de la jerga de la divulgación que utilizan. El engaño, ¿en qué consiste? En que la claridad implica realidad o verdad. El lenguaje de la divulgación extravía el asombro con el que nos enfrentamos a la enfermedad, la muerte y la máquina cruel del mundo. Piscinas verticales invita a verlos de nueva forma.
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