viernes, 16 de marzo de 2018

Una lección aprendida

A veintitrés años de su estreno, Heat, la influyente obra maestra de Michael Mann, sigue ejerciendo presión sobre cada intento contemporáneo de revisitar ese compartimento específico del film noir especializado en la descripción minuciosa de la preparación y ejecución de un asalto. Esa suerte de (sub)género afianzado en la mecánica y en la ingeniería reconoce todo tipo de variantes y acepciones: del fatalismo cruel de las seminales La jungla de asfalto (1950, John Huston) y Casta de malditos (1956, Stanley Kubrick), hasta las neorománticas Point Break (1991, Kathryn Bigelow) y Atracción peligrosa (2010, Ben Affleck), pasando, claro, por los reavivamientos “melvillianos” de Olivier Marchal. El gran aporte de Mann fue haberle otorgado a las épicas gangsteriles un pathos trágico basado en la “domesticidad” del oficio y una consistencia formal inusual, una envergadura técnica capaz de hechizar la percepción y hasta trastocar conceptos como el de “duración” en cada uno de sus planos.

El robo perfecto (2018, Christian Gudegast) parecería, en principio, la lección “bien aprendida” de un discípulo escrupuloso del “manual Mann para la filmación de atracos”. El robo inicial al camión blindado hace de la relojería su esencia y de la precisión un dogma. Una secuencia perfecta, capaz de capturar la atención del espectador con una aspiración puramente cinética, inusual en estos tiempos de explosiones a granel y colonización digital de los sentidos. En comparación con, digamos, Luc Besson, Christian Gudegast es casi un primitivo, una especie de Sam Fuller amortiguado por la época. Pero a diferencia de los acomplejados policías de Mann, su Nick Flanagan (Gerard Butler), el detective obsesionado con desbaratar la banda de Merrimen (Pablo Schreiber) es una especie de erupción de testosterona buscando donde derramarse de manera más destructiva, y esa presencia desmañadamente confrontativa le da a toda la película una pretensión física –cercana a lo cutre– que la coloca más cerca de las “action movies” de los años ochenta (esas que hicieron famosos a Stallone, Schwarzenegger y otros) que de los policiales virginales y abstractos herederos de la tradición clásica del noir. Y aún cuando algunas de esas cartas esté jugada con cierto riesgo y amenace, por momentos, el equilibrio interno de la película, los ciento cuarenta minutos de El robo perfecto incluyen suficientes momentos de puro cine –incluyendo, como no podía ser de otra manera, el intenso segmento final donde se comete el ilícito del título- como para empezar a prestarle atención a su director, alguien que, se nota, ha visto todo lo que hay que ver antes de acometer una película de este tipo.



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