lunes, 26 de marzo de 2018

Ver y leer ‘Fahrenheit 451’

El próximo mes de mayo se lanzará una nueva adaptación cinematográfica de Fahrenheit 451 (1953), la popular novela de ciencia ficción de Ray Bradbury (1920-2012), a cargo del director norteamericano Ramin Bahrani. A diferencia de la de 1966, de Truffaut, la de Bahrani se lanzará de manera directa a la televisión y los servicios de programación bajo demanda de HBO. Es una oportunidad interesante para volver al libro del autor californiano, que se ha convertido en un referente en la discusión sobre la censura y la naturaleza disidente de la literatura. Pensando que esta novela de ciencia ficción llama la atención tanto a la fisicalidad del libro (capaz de arder) como a la curiosa naturaleza de sus contenidos (que pueden sobrevivir en distintas “plataformas”, incluyendo la memoria humana), me inquieta descubrir que la copia que poseo lleva varios años en mi librero sin ser abierta. Mi edición es una reimpresión de bolsillo de 1991 (la novela, de 1953, puede rastrearse hasta el relato “The Fireman”, publicado en la revista Galaxy Science Fiction de 1950), cosa que me hace pensar que lo compré para alguna asignatura de secundaria (¿o fue ya en la preparatoria?). No recuerdo haber leído la novela, aunque tal vez lo hice. Al mismo tiempo, es uno de esos libros que uno conoce por su peso y ubicuidad cultural. De los paratextos publicitarios que adornan mi edición de pasta blanda (que costó siete dólares), destaca un eslogan: “El bestseller clásico sobre censura –más importante ahora que nunca antes”.

Por supuesto, la censura no pasa de moda. Es una de las grandes tentaciones de la civilización. Cada tanto el fantasma de la quema de libros vuelve, pero como bien ha señalado Bradbury, hay más de una manera de quemar libros. En una coda escrita para la edición de 1979, publicada por Del Rey, Bradbury hizo un elogio de la autonomía de las artes de cara a las distintas peticiones de censura que ha recibido tanto de editores como de distintos grupos (o “minorías”, como las llama Bradbury), haciendo eco del Harold Bloom que se opuso a las “escuelas del resentimiento” –ideas que hoy tienen eco en artículos de periódico con tino más bien impertinente. Es un texto interesante pero los personajes con los que Bradbury ha llegado a compartir opinión le hacen a uno cuestionarse si no se ha defendido con demasiado celo, casi consagratorio, a la autonomía artística (que, en rigor, es más bien un ideal al que se aspira que una norma prescriptiva).

En una adaptación teatral que Bradbury preparó de su novela (presentada en el Studio Theatre Playhouse de Los Ángeles), añadió algunas escenas a su relato, incluyendo la revelación de que Beatty, el jefe de bomberos que supervisa al héroe de la novela, Guy Montag, escondía en su casa su propia biblioteca, pero con el firme propósito de no leerla. Y sí, hay peores cosas que podemos hacer con un libro además de quemarlo, como no leerlo deliberadamente. Supongo que podríamos celebrar que se sigan haciendo nuevas adaptaciones de la novela de Bradbury al cine –por descontado, supongo, la veremos–, ahora con la ventaja de que llegarán con facilidad a un mítico “público más amplio”. Al mismo tiempo son innegables los inquietantes ecos del mundo híper-entretenido que le da la espalda a los libros y las ideas, y el presente que tiene en el centro de su conversación imágenes en movimiento. Preguntemos por provocar: adaptar libros al cine o la televisión, eludiendo las digresiones y profundidades, asegurando que muchos preferirán ver la historia que leerla, ¿no es otra manera de quemarlos?



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