“Cuando una civilización ha franqueado su momento más alto deja de generar nuevas formas y se contenta con repetir y embellecer los logros del pasado”. Estas palabras de Oswald Spengler pueden definir el pulso de muchas de las producciones culturales que se hacen actualmente, incluida la música. Discos, canciones, conciertos, pasan por un letargo particular. Hay una anécdota del veterano de grabaciones pirata Roger Sabin que incluye a Ozzy Osbourne y a una pléyade de seguidores de Black Sabbath. En los momentos más álgidos del concierto, el cantante pregunta a sus fanáticos si están drogados, a lo que él les responde: ¡Yo también! El episodio deja de ser excitante tras escuchar diez grabaciones en las que Príncipe de las Tinieblas dice el mismo chiste de manera igual.
¿Acaso es posible recuperar la noción de “acontecimiento” en uno de estos eventos? La cartelera de conciertos que se acumulan cada mes denota más una sensación de nostalgia: Roger Waters trae un show calcado de hace dos años, Ozzy viene con Scorpions a revivir glorias pasadas y Peter Hook desempolvará nuevamente los éxitos de sus dos bandas. Incluso alguien como Steven Wilson refriteará un recital que trajo hace un año. Lo mismo pasa con los festivales musicales: a medida que maduran su estancamiento es casi inevitable en términos de riesgo y diversidad. Ya sea porque es más seguro traer a los artistas que llenan foros en minutos o porque simplemente resulta difícil traer a exponentes más discretos en plataformas digitales de música, los productores actúan como lo haría cualquiera que invierte un poco de dinero. Le pasó a eventos como el Corona Capital o el Vive Latino, que en su afán de no perder a su audiencia segura repiten artistas y fórmulas.
Frente a este ambiente circular y a menudo soso, generar diferencia se torna en una condición primordial para la sustentabilidad de la cultura. Aquellos que asumen el riesgo de concentrar propuestas alternativas y encontrar un cúmulo de personas fiel a ellas tienen un mérito especial; no se atan a las reglas de una economía de mercado marcada o una lógica cultural que nos está llevando con un pulso acelerado de conciertos que resulta impagable. En el fondo, lo que se necesita es voltear a aquellos músicos, gestores culturales y productores que hacen iniciativas singulares a menudo opacadas por la misma industria.
Un ejemplo de festival que sale del molde es Nrmal. Desde 2012 ha hecho traído proyectos singulares en su etapa germinal, como Grimes, Javiera Mena, Unknown Mortal Orchestra o El Columpio Asesino. En aquella primera sede en Monterrey fue posible escuchar, también, la potencia de Ariel Pink o Banda de Turistas. Desde entonces ha explotado como pocos el talento internacional independiente y los exponentes locales que a veces con un único disco entre manos o un EP tocan ante un público que está abierto a lo nuevo. Instalado desde 2015 en la Ciudad de México, Nrmal se ha convertido junto con Mutek y Bestia en el mayor hervidero de música independiente y de avanzada de rock, electrónica, hip hop y músicas latinoamericanas. Lo interesante de sus carteles es que lo mismo da prioridad a la escena regional (Los Románticos de Zacatecas, los Gaiteros de San Jacinto, Mula) que a artistas más, digamos, mainstream o consolidados, como Mac DeMarco o Blood Orange.
En su edición de 2018, el festival dirigido por Alfonso Muriedas se compactó a un día, lo cual generó dudas sobre un posible bajón en cantidad y calidad. Cosa que se disipó al revelarse los nombres de Cornelius, Explosions In The Sky y of Montreal, quienes se adecuaron de maravilla al formato experimental de Nrmal. Sumado a esto, Sleep, Yves Tumor y Los Gaiteros de San Jacinto incrementaron la sensación de que esta podría ser una de sus mejores ediciones. Quienes hayan asistido en los años 2015 y 2016 al Deportivo Lomas Altas recordarán que Swans y Battles brindaron dos de las presentaciones más memorables en un festival. Mientras la banda de Michael Gira, con su masa de sonido primitivo y apocalíptico, dejó una presentación que hoy puede llamarse mítica, Battles hizo lo suyo al enfatizar que la repetición (el sample, el loop) es un arte que pocos saben dominar en el rock contemporáneo.
El Nrmal de este año vino cargado de una presencia femenina muy importante. Merengue, bachatón y reguetón como banderas principales, aunque también electropop, techno y drum n’ bass. Mientras en otro punto de la ciudad se llevó a cabo el Grrrl Noise con Cat Power, Warpaint, Best Coast y Sotomayor, Nrmal no tuvo nombres tan conocidos, pero su riesgo fue, tal vez, un poco mayor al traer a Mula, Miss Garrison y Smurphy, artistas que rearticulan géneros de una forma tan creativa y desfachatada que me hacen imaginarlas en escenarios futuros enormes con decenas de miles de personas. En particular, Smurphy, con su ruido sintetizado y performance a cargo de dos bailarinas, fue de las experiencias más sensibles que pude percibir.
El gran atributo de Nrmal es que uno se siente dentro de un evento íntimo. La noción más general de festival —asociada a grandes filas de gente en un escenario, atolladeros en los baños y zonas de comida— no es parte de sus características; puedes llegar fácilmente a pocos minutos de que empiece Dub de Gaita y ver a un par de metros cómo Cerrero trabaja desde la consola y las tornamesas a la par de los Gaiteros de San Jacinto para formar ese sonido tan peculiar que no es propiamente occidental ni colombiano, pero que no deja de ser latinoamericano. Una cultura híbrida. Fue sorpresivo ver a gente que escuchaba atenta a Essaie Pas, bailando enseguida “Fuego de cumbia” como si conociera la melodía de toda la vida aquella melodía de los colombianos ancestrales. Al ser atravesadas por los artilugios tecnológicos, las piezas tradicionales se desplazan y recirculan en un juego en donde la escucha se ve afectada constantemente. Canciones que nunca habíamos oído, ahora suenan como piezas pop. Esa, creo, es una apuesta muy efectiva que ha realizado Nrmal en sus siete ediciones: mezclar las culturas de una forma singular que va más allá de una chata exploración de lo latino. Aquí no hay bandas que aparecerán un par de ocasiones en el Vive, el Machaca o el Pa’l Norte (por mencionar tres festivales famosos que reúnen talento regional, pero que pecan de elegir propuestas similares que rondan la superficie). En cambio, hay una investigación que nos hace conocer otras latitudes, y, en palabras de Néstor García Canclini: “[Mostrar] que es posible fusionar las herencias culturales de una sociedad, la reflexión crítica sobre su sentido contemporáneo y los requisitos comunicacionales de la difusión masiva”. En esta misma discusión sobre la hibridación musical son útiles también las palabras de Franco Berardi respecto a la Malinche. En Fenomenología del fin (Caja Negra, 2017), Bifo dice que Malinche representa el renacimiento de un mundo antiguo a partir del colapso del antiguo: “Si los límites de un mundo son los del lenguaje que lo hace consciente y significativo, Malinche es el símbolo del fin del mundo, así como también de la formación de un nuevo espacio semiótico en la intersección de dos códigos diferentes”. ¿No es acaso muestra de esta particular sensibilidad latinoamericana lo que hizo Diego Gómez (aka Cerrero) al mezclar músicas ancestrales de Colombia con pizcas de delay, reverb, dub y varios beats de por medio? La hibridación es un sombrero vueltiao con luces neón: viejo y a la vez con mucho futuro.
Volviendo a Nrmal, quiero recordar las perfectas síncopas cuasi robóticas de Cornelius. Desde su emotiva introducción con diseños programáticos que empataban video y música, el músico inmovilizó a todos los presentes con su maquinaria funk y electrónica. Una baterista, una bajista y un tecladista acompañaron a Keigo en un concierto macizo. No recuerdo en años recientes a una banda tan amalgamada como la suya. En “Fit Song”, por ejemplo, el cuarteto se contiene durante cuatro minutos en un funk futurista a là Prince. Podría resumir lo que ocurrió el sábado 3 de marzo con aquel punk androide llamado “Gum”, lleno de guitarras ásperas y voces intermitentes, seguido de “If You’re Here”, pieza emotiva a camino entre el soul en donde uno puede sentir que la música es visible.
No presten atención a su diseño de Windows noventero y al cover machacón que Mac DeMarco hizo a “Under The Bridge”: Nrmal mira al futuro con ojos híbridos.
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