There is a crack in everything, that’s how the light gets in.
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La voz de Cohen resuena mientras preparo el café. Regreso la canción para escucharla detenidamente. La escucho diez veces más antes de pasar a otra cosa. Así recuerdo lo sucedido el 19 de septiembre y trato de encontrar algún sentido y, sobre todo, una razón que me motive a salir del departamento. No la encuentro en ese momento, pero el ejercicio de búsqueda cataliza este texto.
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“No olvides que la alerta suena hoy a las once”. Desperté con ese recordatorio en la cabeza. Aún sentía los resabios emocionales del temblor del 7 de septiembre, la primera vez en mi vida que escuché esas ondas sonoras que anticipan el movimiento. Justo acababa de cumplir cuatro meses en la Ciudad de México. Esa noche me encontraba en mi escritorio cuando escuché la alerta y segundos después el suelo se movió. Hice todo lo que no debía de hacer: bajé corriendo mientras sentía como se me escapaban los escalones de los pies. Hacía frío y no llevaba más que la camisa que traía desde la mañana. Supongo que el miedo se me veía en los ojos porque una señora, que jamás volví a ver, me tomó de los hombros para alejarme de los cables de electricidad que cruzan la calle. Juntas vimos el cielo lleno de luces mientras los postes se movían de un lado a otro.
Pasaba de la medianoche cuando llamé a mis padres en Monterrey. No contestaron. Tardé en responder los mensajes del Whatsapp no tanto porque no hubiera señal, sino porque las manos me temblaban sin control. Cuando por fin pude calmarme para subir a mi departamento ya había pasado más de una hora del temblor. Quise llamar a J, mi pareja, así que hice cuentas: si acá era la una de la mañana, en Barcelona deberían de ser las ocho. Al tercer tono contestó, traté de hablar con la voz más tranquila posible pero lo que salió fue un chillido agudo. Como no podía dormir J. me pidió que encendiera la computadora para vernos por videollamada. Me recosté en el sillón y hablé con su imagen. Los párpados se me cerraban y J. me dijo que no me preocupara, que durmiera en tanto él me veía en el otro lado del mundo a través de la pantalla.
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We asked for signs, the signs were sent.
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Mientras recordaba todo ese episodio de hacía menos de dos semanas, me tranquilicé pensando que ya todo había pasado. Hice la lista de los pendientes del día, tenía que ir al Instituto de la Juventud y después a la librería. Si todo salía bien, estaría de vuelta en casa para las tres. Mientras me bañaba sonó la alerta sísmica en conmemoración del terremoto del 19 de septiembre de 1985. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, aún me ponía nerviosa escuchar ese sonido.
Al llegar al viejo edificio que alberga al Instituto de la Juventud, el guardia me dijo que la campaña de salud que buscaba se encontraba en el estacionamiento. Anoté mi nombre en la lista y esperé. Pasada la una entré al pequeño cubículo con un muchacho muy joven que comenzó a explicarme en qué consistía el examen al que me iban a someter. Sacó una aguja finísima. La miré con un poco de temor. Reí y extendí el dedo índice. Un crujido nos interrumpió. A lo lejos escuchamos ese sonido que ya se estaba haciendo familiar para mí. Alguien preguntó con voz temblorosa “¿es otro simulacro?”. El movimiento brusco de las cortinas que dividían la pequeña estancia no dejó más dudas. Me quedé pasmada unos segundos en los que el edificio comenzó a moverse de manera violenta. Alguien me jaló del brazo hacia afuera.
Ya en la calle la alerta sísmica comenzó a sonar cada vez más fuerte. La poca gente que había podido salir comenzaba a crear un ambiente de histeria. El edificio frente a nosotros tiene cinco pisos, lo sé porque he tomado clases de francés en el último y siempre nos hacían subir por las escaleras de emergencia que se encuentran por fuera. Nunca miraba hacia abajo porque heredé de mi madre el miedo a las alturas. Ahora no podía dejar de mirar la escalera llena de gente. El movimiento se hizo más enérgico, tanto que sentía que nos íbamos a caer.
“Esto está durando mucho tiempo”, dije en voz alta, pero nadie me escuchó porque las cornisas del edificio comenzaron a romperse. “¡Se va a caer! ¡El edificio se va a caer!”, gritó alguien. La gente bajaba por las escaleras y la estructura de fierro parecía vencerse. Una chica frente a mi comenzó a llorar y a gritar incontrolablemente. De pronto, el mural de un lado del edificio se quebró. Grandes fragmentos de yeso y pintura cayeron frente a nosotros. La chica no soportó más, empujó a sus amigas que la estaban abrazando y corrió hacia la avenida.
Vi la calle llena de personas. Algunos carros se habían parado. Otro sonido se escuchó, el de un carro que venía sin intención de frenarse. “¡Los van a atropellar!”, gritó una señora. El grupo de gente que estaba en la calle corrió hacia la banqueta y alcanzó a subirse antes de que el coche rojo pasara por donde ellos estaban. El movimiento cedió pero la crisis apenas se estaba dibujando. Me quedé parada. Sería mentira escribir que estaba asustada, porque la verdad es que no sentí absolutamente nada. Escuchaba a la gente gritar y llorar asustada, pero nada me movió. El pensamiento que pasó por mi cabeza en esos momentos es que estaba sola en una ciudad que no alcanzaba a conocer todavía.
Tomé el celular y llamé a J., quien contestó inmediatamente. “¿Qué pasó?”, me dijo asustado. No solía llamarle a esa hora del día. “Acaba de temblar”, le contesté. “Chingado, Michelle. Deja reviso las noticias, ¿dónde estás?”. J. estaba asustado. “Estoy por San Cosme. Estoy bien”, mentí para tratar de tranquilizarlo. “Michelle, se cayeron edificios, no te muevas de donde estás”. Colgué el teléfono. Se cayeron edificios.
No había mucha señal. Tenía cuatro llamadas perdidas y no había podido contestar ninguna porque se cortaban. Para este momento me di cuenta de que seguía sin moverme frente al edificio. “¿Y si se cae? ¿Y si viene una réplica?”. Caminé hacia unas bancas de concreto que se encuentran afuera de la salida de la estación Normal. Prendí un cigarro y me puse a observar la ciudad. Parecía un hormiguero que alguien acaba de aplastar: la gente salía a montones de sus carros, de los edificios, del metro y caminaba por la calle sin rumbo alguno.
Los policías estaban reunidos en un rincón de la placita a la salida del metro. Era evidente que no sabían qué hacer. La gente iba hacia ellos para obtener cierta claridad y solo respondían meneando de un lado a otro la cabeza. Mi celular vibraba en intervalos. Un momento no había señal y al siguiente caían veinte mensajes. Llegó el mensaje de un compañero de la escuela preguntando si iba a haber clases. Me reí y pensé en la gran virtud de preguntar algo así en momentos como ese. Le contesté que yo estaba bien con toda la intención de hacerlo sentir mal y que no, que no iba a haber clases. En ese momento no imaginé que iban a pasar más dos semanas antes de volver a la escuela.
Alguien me tocó el hombro. “Disculpe, ¿usted sabe cómo puedo llegar al Zócalo?”, preguntó un hombre con los ojos verdes. “¿Para qué quiere ir allá ahorita? La ciudad es un caos”, le contesté. “Es que no soy de aquí, soy de Cuba y hoy tenía que hacer un trámite, ¿cree que esté abierto? Le pregunté a los policías y me dijeron que caminara todo para allá”, y señaló en dirección el sur. Pinches policías, cómo se les ocurre mandarlo para el Zócalo. “Señor, de verdad le recomiendo que se vaya a su casa o a dónde se esté quedando porque dudo mucho que hoy le vayan a resolver. Además, mientras más se acerque al centro peor se va a poner la cosa”, le dije para disuadirlo y de cierta manera lo logré, aunque después lo vi tratando de abordar un taxi que nunca se detuvo. Volvió a sentarse a mi lado, rendido, y platicamos sobre Cuba y Monterrey, ambos con la certeza de que allá de donde somos no hubiéramos pasado por esto.
Aunque ninguno de los era de la Ciudad de México existía una diferencia primordial entre nosotros: él sí regresaría a su lugar de origen lo más pronto posible, pero en mi caso esa opción estaba descartada. Nunca me pasó por la mente regresar a Monterrey. La primera persona que puso esa opción sobre la mesa fue mi hermana. Cuando pudimos hablar me pidió con su voz llorosa que me regresara. No entendía qué estaba haciendo yo ahí. El argumento de venir a estudiar a esta ciudad no era suficiente. Cuatro meses y dos temblores habían bastado para hacer de la ciudad algo mío. La distancia con el terruño había originado cierta libertad que, siendo joven, se siente como un preludio del porvenir. Claro que no iba a volver.
Después, atendí la llamada de mi padre, quien sonaba bastante tranquilo para la magnitud de la situación. Le dije que estaba bien, que no estaba en casa y que no quería moverme hasta que la ciudad se calmara un poco. Me dijo que estaba al pendiente de mí y colgamos. La llamada me supo insípida, pero no le di importancia hasta que mi padre comenzó a llenarme el celular de videos donde pude observar edificios cayéndose a pedazos mientras la gente gritaba aterrorizada. Lo odié por poseer el tacto de un muñón y la inconsciencia de la apatía. Saqué otro cigarro, pero desistí. Vi la hora y me di cuenta que no había comido nada.
Curiosamente, la nevería de la esquina estaba haciendo su agosto, mucha gente en búsqueda de algo dulce para menguar el susto estaba haciendo fila. En el local no tenían luz y la nieve se estaba comenzando a aguar, pero probablemente era el único lugar que estaba abierto en la zona. Cuando me tendieron la nieve, la cogí e intenté esbozar una sonrisa, pero por la cara que puso el chico es probable que lo que saliera fuera una mueca histérica.
Habían pasado más de tres horas desde el temblor y decidí que era hora de regresar. Por un momento pensé en irme caminando, pero me dio miedo pasar por zonas en peores condiciones que donde me encontraba. No vi caer ningún edificio cerca, pero estaba segura que no sabría cómo reaccionar si me topaba con uno en mi camino a casa. Pensé en las personas que no habían logrado salir. Luego pensé que no tenía idea de cómo encontraría mi departamento.
Tomé el metro, si había pasado algo en mi departamento tendría que llegar temprano para saber adónde ir. Bajé las escaleras con rapidez pero pasando el torniquete tuve que aminorar el paso por la cantidad de gente que se encontraba esperando en el andén. Conté cuatro metros que pasaron antes de poder meterme al vagón con muchísima dificultad. El metro se detenía casi diez minutos en cada estación y el trayecto que usualmente me toma una hora me tomó casi dos.
No me gusta caminar por las avenidas y siempre trato de encontrar otro trayecto por las calles vacías, así que cuando tomé la ruta habitual me sorprendió ver la calle inundada de personas. Desde vecinos que habían sacado sillas a las banquetas hasta los que caminaban con el celular en la mano grabando los edificios que tenían pequeñas grietas en los balcones. Le pregunté a uno de ellos si se habían caído edificios en esa zona. “No, solo que el Estadio Azul se agrietó”, me contestó. Se ofreció a acompañarme pero mientras íbamos caminando comenzó a enseñarme videos de edificios cayéndose. Tan solo escuchar el sonido de la alerta sísmica por los altavoces del celular me ponía los nervios de punta, le dije que prefería seguir sola hacia mi casa.
Ya frente a la puerta de mi departamento respiré hondo y giré la llave. Entré y observé detenidamente las paredes blancas. No había rastros de grietas, pero noté que mi bicicleta y una fotografía se habían caído al piso. Por lo demás, intacto. Me cercioré de que no hubiera fugas de gas y salí al balcón. Mi vecino salió a mi encuentro a decirme que había cerrado todos los tanques de gas por precaución. Era la primera vez que hablaba con él. Nos preguntamos si estábamos bien. Nos contestamos que sí mientras mirábamos a la nada.
Pensé que si tan solo J. estuviera aquí, los dos podríamos apoyarnos y salir a la calle juntos a ayudar, pero no era así: estaba sola y aterrorizada. Ese miedo se mezcló con la vergüenza de no salir a ayudar ese día. Antes me supuse como una persona fuerte pero esto se me iba de las manos. ¿Qué carajo podría aportar? No supe cuánto tiempo me quedé sentada mirando a la pared blanca hasta que me llegó un mensaje de J. Quería hablar por videollamada. Apenas lo vi en la pantalla y me eché a llorar. No supe cuándo me dormí.
Dos semanas antes de ese día había comprado boletos para ir a Monterrey el miércoles 20 de septiembre. El viaje tenía por motivo recoger mi título de licenciatura y escogí esa fecha para que no interfiriera con mis clases. Qué iba a saber lo que iba a pasar. En el taxi de ida al aeropuerto me sentí como una cobarde por abandonar la ciudad en esos momentos. Fue inevitable que el taxista me hiciera comentarios sobre mi intempestiva huida. “¿Qué, ya se va? ¡No me diga que la asustó el temblor!”, dijo entre risas. Le pregunté cómo le había tocado a él y a su familia. Me contó que en cuanto pasó el temblor, fue por sus hijos a la escuela. Dijo que habían sido los peores minutos de su vida, sin saber cómo estaban ellos y que cuando los vio en la entrada de la escuela se soltó a llorar aliviado. Todo el trayecto platicamos sobre nuestra experiencia. Ese tema iba a ser conversado de todas las maneras posibles en los siguientes meses.
No me había percatado de lo mucho que me hacía falta contacto físico hasta que mi madre me abrazó cuando llegué a Monterrey. Noté que temblaba, y cuando me habló fue con un pequeño sollozo. Verla en ese estado me afectó mucho. Darme cuenta de su miedo ante la muerte de su hija hizo que dimensionara la situación. “No me pasó nada, estoy bien”, fueron las palabras que más repetí en esos días. Era una respuesta autómata. No quería que nadie se sintiera mal, no quería que estuvieran preocupados. Pronto me encontré a mí misma tranquilizando a los demás y dejándome de lado. Esa evasión tuvo consecuencias un par de semanas después cuando, poco a poco, se fue acumulando todo lo que no hablaba con nadie.
Mi estancia en Monterrey fue de cuatro días, pero no recuerdo mucho de lo que hice allí. Recuerdo que fui sola por mi título y que pude ver a dos amigas muy importantes para mí. Todo lo demás es como un nubarrón. Estuve totalmente desconectada y los comentarios que trataron de calmarme respecto al temblor no ayudaron mucho. La mañana del sábado desperté con la noticia de que había vuelto a temblar y agradecí por estar a mil kilómetros de distancia. Pensé que si hubiera estado en la Ciudad de México era probable que me diera un ataque de nervios.
Mi padre habló conmigo para tranquilizarme. En 1985 él vivía en la Santa María la Ribera. Hasta ese momento, él había hablado poco sobre su experiencia y siempre fue con un dejo de espectacularidad más que de dolencia. Recuerdo que contaba la historia de cómo se estaba bañando cuando comenzó a temblar. Tuvo que salir en toalla del edificio. Siempre se reía cuando contaba esa parte. También sé que tuvo un amigo que se estaba yendo a trabajar cuando tembló. Estaba en la banqueta de la calle cuando el edificio con su familia dentro cayó frente a él. Nadie sobrevivió.
“No, esto no fue nada, hubieras estado en el del 85, ese sí para que veas estuvo cabrón”, anunció mi padre. Entendía esas historias de manera diferente. Lo que antes había sido una anécdota de la tragedia ahora eran historias mías, contadas en primera persona. Evité hablar sobre el temblor con personas que no lo hubieran experimentado porque noté que al contar mi historia la gente no me entendía. No hallaba la manera de explicar la situación y transmitirla fielmente a los demás.
Me frustró hablar con mi padre porque, en su afán de tranquilizarme, lo único que logró fue ningunear mi experiencia. Decir que no había pasado nada porque antes había pasado todo es, por lo menos, desafortunado. Sé que hace 32 años los edificios que se cayeron y las personas que fallecieron fueron muchísimas más. Pero no soy partidaria de las competencias del dolor. No me interesa saber quién ha sufrido más y qué evento provocó más muertes. Esa es una conversación inútil. Después escucharía a amigos y conocidos expresar la misma idea, en un afán por obtener cierta claridad sobre lo que estaba sucediendo. A la lógica de las cantidades se le escapaba el dolor humano.
Tal vez fue la brecha generacional lo que hizo que mucha gente actuara como mi padre. Él vio la tragedia a través de sus recuerdos. Cuando le di la noticia de que me iba a mudar a la Ciudad de México, se preocupó mucho, no solo porque iba a salir de su radar, sino porque tiene una ambivalencia afectiva hacia la ciudad. Me dio recomendaciones de lugares que cerraron hace años y me prohibió acudir a otros que ahora son enclaves de la clase media en ascenso. La ciudad que era suya dejó de existir hace mucho tiempo y eso es algo que le ha costado asumir.
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The birds they sang at the break of day, start again I heard them say.
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Aún recuerdo la mañana del 20 de septiembre porque frente a mi departamento estaban construyendo un edificio gigantesco. Ese día los albañiles no faltaron a trabajar. Le pregunté a uno de ellos por qué no estaban con sus familias: su jefe les había obligado a ir y que en su situación no podía darse el lujo de faltar al trabajo. Tanto la señora que vende jugos en la esquina de mi edificio como los demás puestos en la calle estaban ahí. La mañana me pareció tan cotidiana como cualquier otra. Para muchos no hubo opción ni tiempo de luto. La ciudad no perdona y la vida continúa.
Muchos artículos de periódicos hablaron del despertar de los millenials, como si necesitáramos de la tragedia colectiva para sacudirnos. No fue así. Hicimos lo que teníamos que hacer, no quedaba otra opción. La idea de la sociedad deshumanizada quedó de lado ante la organización colectiva. La ciudad es de nosotros, de quienes la vivimos. Tanto de quienes con pico y pala estuvieron en los escombros, como del albañil que tuvo que venir a trabajar al día siguiente del terremoto porque era lo que tenía que hacer para sobrevivir. Siguiendo a Cohen, las grietas que provocó el sismo lograron iluminar la organización colectiva y el trabajo de quienes hacen esta ciudad.
Después, a quienes no sufrimos pérdida alguna, el aspecto emocional nos pasó factura e hizo que viéramos lo contrario. Me atrevo a apuntar que casi todos tenemos secuelas de ese día. Vivo muy cerca de Insurgentes, es frecuente que el departamento se cimbre cuando algún coche pasa muy rápido. Muchas veces creo que está temblando. Cualquier sonido similar al de la alerta sísmica hace que mi corazón se acelere. Se volvió costumbre tener una mochila preparada o no echar el cerrojo en la puerta durante las noches. Fumar dejó de ser algo que hacía con gusto, para ser un requisito que menguaba mi ansiedad. Las pesadillas van y vienen como un recuerdo oscilatorio de la tragedia.
Al final, el 19 de septiembre significó una suerte de bautizo identitario. El tener que pasar por esa experiencia sola, a mis veinticuatro años, en una ciudad que no conocía del todo, lejos de mi familia y del lugar que alguna vez llamé hogar me obligó a crecer en semanas lo que no había crecido en años. Sé que volverá a temblar y aquí voy a estar porque hoy reconozco a la ciudad como mi hogar.
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Don’t dwell on what has passed away or what is yet to be. The wars they will be fought again.
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Michelle Monter Arauz (Monterrey, 1993) es provinciana de nacimiento, citadina por elección. Lingüista por la Universidad Autónoma de Nuevo León, especialista en Literatura Mexicana del Siglo XX por la UAM-Azcapotzalco. Integrante del Laboratorio de Arte Comunitario: Fundidora 3×3. A 30 años del cierre. Actualmente estudia la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea en la UAM-Azcapotzalco. Ha traducido diversos artículos de ciencias sociales, además de escribir crónica y ensayo.
Alejandro Meléndez Ortiz es subdirector y fotógrafo de Periodistas Unidos. Ha trabajado en periódicos como El Financiero, La Jornada, Excélsior, Diario Deportivo Récord y en las Agencias Xinhua, Notimex, Clasos y Procesofoto. Autor del libro Culturas Juveniles editado por la UNAM.
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