lunes, 24 de septiembre de 2018

Una lectura entorpecida

Hace un par de meses sugerí, en este mismo espacio, que una de las prácticas comunes de la industria editorial, las coautorías bajo seudónimo, dieron pie a las productivas mesas de escritores que ahora le dan forma a los guiones seriales. Es una de las pocas zonas en las que la comparación entre la serie de televisión y la novela (entendida como un producto industrial y de entretenimiento, antes que como una disciplina artística) opera efectivamente. El periodismo cultural (o ya de plano de espectáculos) ha insistido demasiado en esta comparación en años recientes, a veces para ensalzar la calidad de la nueva televisión, pero también al grado de sugerir que ha “suplantado” a las aburridas y exigentes novelas. Un vistazo rápido por Internet ofrece, por ejemplo, que en 2011 Salman Rushdie compartió la idea (con matices); y en 2014 la comparación dio para que un par de escritores (Adam Kirsch y Mohsin Hamid) discutieran inteligentemente en el New York Times si una serie como Los Soprano o The Wire podía alcanzar la profundidad de las novelas de Dickens o Henry James (es sintomático que se eligieran autores decimonónicos…). Más recientemente, Lucrecia Martel (ya pasado el pico de la “demasiada televisión”), optó por salirse de las coordenadas industriales y de entretenimiento en las que comúnmente se enmarca esta discusión para poner cosas en claro. Dijo a El País: “Me la paso hablando de las series con espanto porque la gente no se da cuenta de que son un retroceso. La televisión mejoró, cierto. Basta comparar Dallas con Breaking Bad. Pero en términos narrativos de imagen y sonido, lo que se había conseguido ya con los documentales y ciertas películas era más rico que lo que están haciendo las series, que son otra vez el puro argumento, una estructura mecánica y decimonónica por más que esté bien hecha. Las series nos han devuelto a la novela del siglo XIX. Es fruto del momento conservador que estamos viviendo. Se arriesga menos”.

Es algo difícil de comunicar: que una obra artística no puede medirse con la misma vara que un producto de entretenimiento efectivo o “bien hecho”. Son esferas distintas que invitan a sospechar de los autores que ensalzan (a menudo estratégicamente) obras pensadas para el consumo masivo. Un famoso estratega, en este sentido, fue Jorge Luis Borges, quien celebró en varias ocasiones dos novelas de Wilkie Collins, incluyendo la policíaca La piedra lunar (la novela fue parte de la “Biblioteca Borges”, publicada en dos volúmenes por la barcelonesa Orbis). Es fácil comprender que un lector se entusiasme con una novela como La piedra lunar, así como un espectador puede seguir fielmente una serie como Better Call Saul.

Este año la novela de Collins cumple 150 años de haberse publicado como libro, aunque antes apareció periódicamente en la revista literaria fundada por Dickens, All Year Round. William Tinsey, quien la publicó como libro, recordó en sus memorias (citadas en la accesible edición de Penguin) el “fenómeno”: “Durante el tiempo en que La piedra lunar se publicó como serie, hubo escenas en la calle de Willington que seguramente les hizo bien al corazón del autor y su editor. Especialmente cuando la serie se acercaba a su fin, cuando llegaba a los kioscos se encontraba con tumultos de ansiosos lectores que esperaban el nuevo número, y supe de varias apuestas sobre dónde se encontraría, finalmente, la piedra lunar. Incluso porteros y chicos se interesaban en el relato, quienes furtivamente leían los nuevos números en esquinas, mientras cargaban con paquetes a sus espaldas…”.

Yo no había leído la novela, y leerla ahora es un placer extraño, parecido al que uno experimenta cuando ve la televisión para matar el tiempo. O eso creo: también comienzo a sospechar que la historia cultural de las novelas seriadas y su descendencia en las series televisivas entorpece la lectura. Cada vez que el narrador pospone información para otro capítulo (es decir, para lo que fue una “nueva entrega”), me cuesta trabajo no imaginar un fundido a negro, o acompañar la conclusión con un acento musical de misterio. Tiene algo de exasperante, leer una novela no como si fuera una novela, sino como una especie de televisión arcaica. La prosa ingeniosa y divertida de Collins, ay, no impide que me pregunte si no haría mejor en cerrar el libro y, mejor, ver alguna de las muchas adaptaciones a televisión o cine que se han hecho de la novela.



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