Vivir es ser otro.
Fernando Pessoa
– Silencio
Un silencio reverencial colmó nuestros ojos asustados. La sorpresa de sabernos vulnerables, presas de la fatalidad nos secó la garganta y entumió nuestras manos. Un odio ciego nos apaleó a trasmano, agazapado. Más que el estruendo de los edificios que se desgajaban, fue la sorpresa de sus escombros la que nos dejó mudos. Estupefactos. El silencio se espesó en nuestras gargantas; grumos de arcilla se adhirieron a nuestros ojos. Una película de incredulidad, entre las pupilas y los escombros, nos confrontó con la realidad que vimos y la que asimilamos.
Vimos sin ver. Hablamos del terremoto como de un suceso tan lejano como abstracto. Pero no. No. Fue aquí. A la vuelta de tu trabajo. En el edificio que visitaste ayer. En la oficina de tu padre. En el compañero que ya no vas a ver porque una loza se le vino encima. En la vecina que lo perdió todo. En la esquina donde se besaron. En ese edificio que veías cuando caminabas a tu librería, y al que buscaste y no encontraste la tarde del 19 de septiembre, del que supiste su destino porque el sol no daba así en esa calle. Fue aquí.
Pero no lo supiste. No lo supimos. Te enteraste al caminar. Para ti, para nosotros, un temblor más, uno menos. Tan habituales como el esmog o el ruido. Pero lo supiste, lo supimos al mirarnos las caras, al mirarnos correr. Asustados. “Algo anda mal”, te dijiste cuando la mirada del hombre de al lado en la parada del autobús, antes tan indiferente, se volvió turbia, vidriosa.
Tu celular, antes tan ágil, te dejó varado. Tu vínculo más próximo, el más inmediato, con el mundo que te rodea se rompió. Sin señal, sin Internet, anduviste a tientas. Si algo hizo el terremoto después de las primeras horas, fue recordarnos la función más animal, primitiva, de la ciudad: la tribu. Ese día, esa tarde calurosa del 19 de septiembre, nos movimos juntos. Nos reconocimos en los pasos esquivos que dimos.
Conociste la desesperación. La sentiste, la sentimos nacer en el estómago, atravesar el pecho y rasgar el paladar. Ese día conocimos su regusto ácido, agrio. No sabías nada de nadie. Sin tu celular, no existía nadie y no existías para los demás. “¿Dónde está mi papá?, ¿por qué no contesta?, ¿adónde iba a andar mi hermana?”, te preguntaste con un dejo de inquietud, para responderte, falsamente tranquilo, embusteramente racional, que las líneas telefónicas estaban, como es usual en casos así, colmadas de hijos y hermanas preocupados por sus papás y hermanas. Pero volviste a marcar, y otra vez escuchamos esa grabación ofensiva. Y volviste a marcar.
Al fin, cuando el celular regresó a la vida, sólo lo hizo como un emisario indiferente de la desgracia. Ahí, por la pantalla inocua, te enteraste que la diferencia entre una calamidad y el tranquilo transcurrir de la vida a veces depende de un par de metros, el espacio vital entre un puñado de cristales afilados, ciegos y mortíferos, o un cráneo abierto, la incoherente decisión de salir de la oficina para recoger cualquier cosa y admirar, desde lejos, a esa misma oficina desgajarse en trozos de cemento y varillas retorcidas. La elemental diferencia entre un padre sin hijos, o un hijo sin madre. Así descubrimos que la vida es eso que pasa cuando no sabes qué está pasando.
Detrás de ti un hombre joven entró al mismo autobús. Como tú, se notaba, lo notamos, contrariado. A través de él te enteraste del desastre, al menos de una parte. En el reconocimiento del pasmo compartido, establecieron una complicidad que no por fugaz fue menos íntima. Tan íntima que te reveló, antes de que cada uno tomara su camino, el temor que lo movió a cruzar la ciudad. “Metieron a mi primo a las galeras de unos juzgados. Lo tengo que ver. Ya sabes, la familia”. No le preguntaste su nombre.
Tus calles, nuestras avenidas, estaban abrumadas. No de autos, de personas. Personas que caminaron, que corrieron, que lloraron. Personas con el rostro marcado, anguloso de angustia. También había quien reía, y quisiste ser como ellos. Reforma e Insurgentes era un caudal de caminantes perezosos, agobiados por el sol y por las ráfagas de noticias que iban y venían. Aquí, una mujer madura lloraba y a la zaga un adolescente con el uniforme de secundaria seguía sus pasos; allá, alguien calmaba a un vendedor de chicles.
“Fumar”, te ordenó la mente. “Fumar”. Pero la contraorden fue perentoria: “No se puede fumar, joven. Hay fugas de gas”. La frase rebotó entre tus recuerdos, dormidos por la emergencia del momento. “Fugas de gas”, repetiste. En los pliegues de tu cerebro excitado, una charla –¿muchas charlas?– fue llamada a cuentas. Como si desde entonces, cuando te fue pronunciada, hubiera esperado oculta para ser recordada en ese momento, en esa tarde que recordó una mañana de hace 32 años. Una mañana que no viviste. Pero que recuerdas porque te la refirieron una y otra vez, en esta fecha, en muchas otras. Porque antes que el olor dulzón de los cuerpos en descomposición, te contaron, la ciudad olió a gas.
“¿Cuántas probabilidades había de que temblara hoy?”, nos preguntamos entonces y lo seguimos haciendo. “Qué puta casualidad”, le recriminaste a nadie porque nadie era el culpable. Sucedió. La fatalidad te ahogaba. Como ahora, como a partir de ahora. La historia, entonces y ahora, te pareció una caprichosa casualidad, delirante y enloquecedora, que se ceñía a un guion siniestro. ¿Cuántos de los muertos, o de los que quedaron bajo los escombros vivos y a los que el aire –la vida– se les acabó bocanada a bocanada, se les cruzó por la cabeza la idea de que ese día, otro 19 de septiembre, no debía temblar?
La colonia Roma olía a gas y, como tú, nadie fumaba. Acordonada, la fachada de la iglesia de la Sagrada Familia, a unos pasos del parque Río de Janeiro, mostraba estragos mínimos. Ese montón de piedras esparcidas por la acera no te impactó. Otro rasgo sí: el silencio. El mismo silencio abrasivo que hallaste tan nítido, tan concreto, en cada uno de los edificios colapsados o derruidos con los que te encontraste.
No lo sabrías, no lo sabríamos entonces, pero a unas cuadras de tu camino, sobre Álvaro Obregón, un edificio –lo que fue de él– aprisionaba decenas de cuerpos, y otras tantas angustias, debajo de gruesas capas de cemento y acero. Entre ellos, el de un compañero de tu universidad, de la misma generación. Con tu edad. No lo sabrías hasta muchos días después, pero ese compañero tuyo murió casi instantáneamente cuando un trozo del edificio lo golpeó. Cuando caminaste esa tarde a unos pasos de los escombros, quizá tu compañero estaba muerto. Pero no lo sabías. La noche que supiste de su muerte, muchos días después, despertaste sofocado, sin aire que llevar a tus pulmones.
26 grados de temperatura descargaban su rencor sobre nosotros. Gotas de sudor surcaron entre tu espalda y la ropa. Las aceras ardientes, en tanto, se llenaron de niños y padres. Los esquivaste, hábil, con un mohín de desesperación –chilango al fin– por sus pasos torpes y porque, otra vez, tu celular jugaba contigo y con tu angustia: “¿Por qué no contestas, papá?”; sin embargo una vibración insistente, casi funesta, te llamaba la atención sobre la pantalla otra vez brillante.
Mensajes. Mensajes. Mensajes. Uno grabado, de tu madre: “Rodrigo, comunícate cuando puedas”. La voz, vacilante y acuosa. A un punto del llanto. Otro más escueto, brutal, dibujó ante ti, ante nosotros, los pormenores de esa tarde terrible. Leíste, mientras caminabas, las direcciones de los derrumbes. Calles que conocías, que caminaste. Un inevitable embate de llanto golpeó tu garganta y se cristalizó en tus ojos, pretenciosamente secos hasta ese minuto revelador, atroz, que arrojó ante ti el nuevo perfil, involuntario, de la ciudad.
Con la mano cubriste tu boca. Tu vista, oblicua y cada vez más húmeda, se prendió del largo mensaje que tu celular desplegaba. En el borde de tus ojos, una masa sutil de agua amenazaba precipitarse para caer lentamente entre tus dedos. Volviste a llamar a tu padre. Sin éxito.
“¿Por qué madres no contestas?, ¿adónde iba a andar mi hermana?”, interrogaste, absurdo, a la pantalla de tu teléfono. Las primeras lágrimas de la jornada recorrieron el camino de tus pestañas a las comisuras de los labios. La desesperación te supo amarga, y con ella llegó un nuevo catálogo de sinestesias durante la tarde.
Una mujer trajinaba la acera con una niña de la mano. Pasó a tu costado. Te miró, ladeó el cuerpo y alejó a la niña de tu paso. Así te veías. Así nos vimos.
– Ruido
La multitud resonante se agolpaba en la esquina. Una organización somera, improvisada, articulaba los balbuceos de su voluntarismo; corrían presurosos a cargar agua, o se tropezaban unos con otros para entrar a las zonas de desastres. Alguien llevaba un casco; otro más allá un chaleco fosforescente. De ese lado una joven levantaba un marro. Uno más, al final de la desordenada fila que desembocaba en los escombros, levantaba el puño. Pocos lo entendieron. Otros tantos interpretaron aquella señal como un aliciente frente al desconcierto. En realidad, aquel hombre pedía silencio. “¡Cállense!”, gritaba. Debajo de los escombros, vidas de hombres y mujeres dependían de sus murmullos.
Poco después, pesado y sin entusiasmo, un tráiler del ejército rompía el frágil sosiego que el hombre del puño en alto logró imponer. En el remolque del camión un bulldozer daba tumbos por la calle maltrecha, reducida por los voluntarios y los víveres precipitadamente reunidos sin concierto a mitad del camino. El gesto pasó desapercibido dos o tres horas más tarde del terremoto; días después una escena similar habría significado la víspera de un motín: la maquinaria pesada anula las posibilidades de hallar personas con vida debajo de los escombros.
En esa, como en otras calles, edificios con muecas aviesas desperdigaban sus paredes vencidas sobre el asfalto, comprimidos los pisos en una estructura compacta de pedacerías de concreto, fierros y vidrios. La abrupta irregularidad del paisaje, cimbrada recientemente, parecía extenderse en la actividad febril de los primeros rescatistas y en el desorden que invocaban los gritos alrededor. Órdenes y contraórdenes eran emitidas simultáneamente, sin tiempo para acatarlas, mucho menos para sopesar su eficacia supuesta.
Si antes el silencio había erizado el ambiente, llenándolo de ansiedad y confusión, ahora el ruido, casi el escándalo, abigarraba el ánimo social y clamaba por su territorio originario: la ciudad.
Como prolongación de la calle, las redes sociales se plagaron de videos, imágenes y convocatorias de ayuda. La cauda de alertas espesó de tal forma el espacio digital que intercambió su heterogeneidad temática por el monocorde color ocre de los edificios vencidos. No hubo más horizonte que el temblor y sus secuelas, las que de poco en poco se conocerían.
El ayuno digital, debido a la intermitencia de la red, acicateó, quizá, el uso casi furioso de las redes sociales como espacio protagónico de difusión y plataforma para la construcción de redes de auxilio entre los afectados y los usuarios de Internet. No obstante, como consecuencia perversa de la desordenada cauda de información que circuló, fue inevitable la divulgación de datos inexactos, atribuibles a la emergencia del momento, pero igualmente devastadores para el sensible ánimo colectivo y los ensayos de organización.
Valorar la información que emitían usuarios de redes sociales –fuente tan veloz como la emergencia–, de un mínimo de rigor, fue tan útil y necesario como palear escombros o acarrear agua. No de inmediato, pero sí más adelante, cada convocatoria de ayuda sería firmada con la fecha y la hora de su emisión. La primera batalla, se diría, fue contra la confusión.
La especulación alcanzó grados fascinantes de neurastenia con la divulgación de derrumbes ficticios. Uno famoso, en la delegación Coyoacán, movilizó la ayuda de decenas de voluntarios. Otro más, el de un hospital en el municipio de Tlalnepantla, Estado de México, causó estragos similares entre los buenos samaritanos que ahí se congregaron. Particularmente crítico fue el bulo que consignó el inminente colapso del Centro Médico Siglo XXI o del Hospital La Raza. “Los hospitales que vos derrumbáis –cabría decir– gozan de cabal salud estructural”.
La tragedia fue oportunidad provechosa para los fabuladores. Mentes afiebradas, por lo menos, desgastaron su ingenio en la creación de advertencias increíbles, respaldadas, desde luego, por medios de comunicación –como la CNN– u organismos internacionales –como la ONU.
“La ONU ALERTA sobre megaterremoto en México y Estados Unidos en las próximas 48 horas… Una noticia alarmante acaba de sacudir al mundo. El jefe del departamento de sismología del Instituto de Geofísica de la Universidad de Harvard, Clin Roberts, alertó a los gobiernos de México y Estados Unidos a prepararse sobre la llegada de un megaterremoto que afectaría a ambos países en las siguientes 48 horas”; se leía en los mensajes que se difundieron entonces. Sin embargo, a propósito del federalismo, el mismo mensaje sería difundido con breves pero trascendentes modificaciones. Una versión advertía a los pacíficos habitantes de Yucatán –“si se acaba el mundo me voy para Mérida”– y Quintana Roo de la inminencia de un megaterremoto. En otros casos, la vocación internacionalista de los conspiradores atribuyó a los experimentos nucleares de Corea del Norte los movimientos telúricos en tierras mexicanas. Hubo quien lo creyó.
Si bien popular, la regurgitación conspiracionista fue acallada gradualmente, aunque no del todo. Charlatanes hicieron suyas las aprensiones de los crédulos y volcaron para sí las ansias de muchos por creer en unos cuantos. La coyuntura era precisa para la especulación metafísica. Un eclipse total –al menos en Estados Unidos– el 21 de agosto hizo las delicias de los agoreros; luego vendrían los tres huracanes que azotaron, uno más devastador que el otro, las costas del Atlántico; y, como si no fuera suficiente, el 7 de septiembre un temblor más potente que el del 85 –8.2 grados Richter– se hizo sentir en el centro y sur del país, particularmente en Chiapas y Oaxaca, donde sus estragos fueron trágicos.
Aun así, una suerte de pedagogía de las redes sociales fustigó la difusión de embustes. El logro no fue menor. Mucho menos en un contexto donde la debilidad por las patrañas es más la regla que la excepción.
Al margen de elucubraciones y licencias ficcionales, lejos del pantano de suposiciones fincadas en la movediza arena de la imaginación, la dimensión de la tragedia se impone por su elocuencia numérica. 471 personas murieron en los temblores de septiembre de 2017. 102 muertes provocó el sismo del siete, 369 el del 19. Por ese terremoto, en la Ciudad de México murieron 228 personas, en Morelos 74, en Puebla 45, en el Estado de México 15, en Guerrero 6 y en Oaxaca una persona; por el terremoto del 7, en Oaxaca fallecieron 82 personas, en Chiapas 16 y en Tabasco 4.
Cerca de 12 millones fueron los afectados por ambos sismos. 250 mil personas, aproximadamente, quedaron sin casa. 16 mil 136 escuelas quedaron dañadas.
Mientras en las redes sociales la batalla más acuciante era contra la desinformación, en las calles el combate fue contra los prejuicios.
– #Nosotres
Somos los “pordioseros de la historia”[1]. Nunca vimos llegar al invasor. No nos asombramos por sus armaduras ni por las bestias que montaban. Tampoco escuchamos el toque a degüello. No cargamos a bayoneta, ni conocimos los rostros de Masiosare –el extraño enemigo. Mi generación, nuestra generación, no abrevó del heroísmo hierático de las estatuas, más que por aburrimiento, por pura vocación herética.
En lugar de fusiles, palas. En vez de espadas, cubetas. No hubo cargas de caballería, pero sí cadenas humanas. Sin caballos, montamos en bicicletas. No tiramos mandobles, lanzamos tuits.
…
– Denisse. 26 años, copywriter: donó ropa y formó parte de cadenas humanas para transportar objetos.
“Mi primer pensamiento fue: ‘me gustaría que si yo estuviera en esa situación, alguien hiciera lo mismo por mí’; después, la neta, culpa de haber sobrevivido.
Creo que al final es lo mismo”[2]
…
Le llamaron “milagro”, como si en eso no se escondiera la provecta mirada de la condescendencia. Millares de jóvenes, nosotros, traspusimos una vez más los muros que dan a la calle. Ahí nos encontramos. Otra vez. Porque nunca nos hemos ido de ella. Aunque se digan gratamente sorprendidos de nuestra última “gracia”.
El “milagro” para serlo exige de la sorpresa, de una alternativa ante la fatalidad de un destino inevitable. ¿Vernos trasponer los muros fue un “milagro”?, ¿qué no lo habíamos hecho antes, muchas veces? Salimos a la calle en 2010, cuando reparamos en el reguero de sangre que hacía del país una carnicería sin respiros; en 2012, cuando cuestionamos la inevitabilidad de los resultados del proceso electoral porque, recordamos, la democracia exige de un elemental sentido de competencia e incertidumbre; en 2014, porque vivos se llevaron a 43 estudiantes, y vivos los queremos de vuelta, como a muchos otros miles, decenas de miles. Entonces no nos vieron marchar; apenas vieron un ensayo de muchedumbre informe, sin horizontes.
…
– Francisco. 26 años, estudiante y trabajador en una OMG: canalizó fondos a la Ciudad de México y a Morelos.
“Ayudé porque fue mi primera reacción. No lo pensé mucho.
Después he pensado mucho en eso. Y creo que es porque el temblor me hizo sentir en mucha vulnerabilidad…Y saber que alguien me va a ayudar en caso de emergencia me reconforta”.
…
Porque “ellos”, nos dijeron, ellos sí que construyeron utopías. Nosotros, apenas, barruntamos pálidas alternativas. Aunque se empecinen por regresar sobre sus mitos fundacionales, unos y otros se despeñan –de cuando en cuando– sobre los prejuicios que nunca abandonaron.
…
– Julia. 26 años, estudiante: alimentó a cerca de 120 personas, participó en diferentes brigadas
“No podía quedarme en mi casa… La verdad hasta pospuse mis deberes y tareas porque sentía que no podía estar en mi casa sabiendo que había tanta necesidad”.
…
Somos los narcisistas que por horizonte tenemos los likes de Facebook. Los caprichosos irresponsables que abandonamos los puestos de trabajo que generosamente nos ofrecen. Los que no salimos de Twitter porque nos agobia el mundo “real”. Somos los que no terminamos de “sentar cabeza”. Somos los antipáticos que hicieron de lo “políticamente correcto” un insufrible valladar al exquisito humor que hacía escarnio de las mujeres o de los homosexuales.
Somos los mismos que paleamos escombros. Los mismos que compramos y distribuimos víveres con nuestro salario exiguo. Los que nos preocupamos porque sólo información verídica circulara por la red. Los que no tenemos nada porque todo lo que lo permitía, como la estabilidad laboral, fue extirpado de nuestras condiciones laborales. Los obsesos del discurso de género porque no nos convenció el “así ha sido siempre” que argüían como justificación para anular otras realidades.
…
– Alfredo. 22 años, estudiante: entregó víveres en Morelos y Puebla.
“Ayudé por mera humanidad”.
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Somos los que brigadearon en bicicletas –“pinches estorbos”– alrededor de la ciudad, entre los escombros, para llevar o traer martillos, serruchos o alimentos. Sobre todo alimentos. Los que con una mochila repleta de sándwiches y agua embotellada visitaron concienzudamente a los brigadistas que se concentraron en cada derrumbe. Los que hicieron a las afueras de cada edificio caído un centro de operaciones para la recepción y administración de herramientas y víveres. Los que hicieron tanta comida que se echó a perder, los que llevaron tanta agua que terminó por estorbar.
Los que no olvidaron a Oaxaca ni a Chiapas, a donde llevaron despensas semanas antes, y continuaron llevando después del 19 de septiembre, porque, acertaron, la atención se trasladaría mayoritariamente aquí, a la Ciudad de México. Porque tras siglos de feroz centralismo, hay inercias históricas que no tienen trazas de concluir y, por el contrario, se confirman a menudo.
…
– Jonathan. 27 años, negocio propio: transportó y administró víveres
“Realmente no sé por qué ayudé, pero sentí la necesidad de hacerlo; no es que tenga un fin personal o una razón en específico, solamente quería hacerlo”.
…
Somos a los que exigieron asistir a su trabajo un día después del terremoto, aún sin conocer si las oficinas estaban aptas para recibirnos; a los que obligaron a regresar a una normalidad ficticia, inexistente, porque nada era normal, nada podría serlo otra vez. Y tuvimos miedo de que ya no lo fuera. Somos los que perdieron todo, porque sus casas –rentadas– quedaron tan maltrechas que no pudimos regresar por nada o apenas por muy poco, por lo poco que teníamos. Somos los estafados por las constructoras, los que pensamos que nuestro edificio lo resistiría todo porque era nuevo, y terminó por desperdigarse por el suelo; los que salimos por la mañana a trabajar, acostumbrados a la solidez de nuestro piso, habituados a su estabilidad, y de la que tuvimos noticia de su precaria condición apenas reparamos en su consistencia blandengue, ondulante.
…
– Samuel. 19 años, estudiante: empaquetó víveres y habilitó un centro de acopio en su propia casa.
“Sólo supe que mi obligación como estudiante era ayudar, no podía quedarme con los brazos cruzados con todas las personas que pagan mi educación en la universidad; no podía creer todo lo que vi, pero aunque tenía miedo de que temblara de nuevo, y me tardé dos semanas en poder dormir sin que me levantara a medianoche creyendo que estaba temblando, seguía yendo de voluntario. Al final me di cuenta que muchos de mis amigos también fueron voluntarios en diferentes zonas y definitivamente creo que todos pudimos ayudar”.
…
También somos los estudiantes de ingeniería y arquitectura que organizaron brigadas para revisar edificios aporreados. Los que franqueamos la puerta a conocidos, o desconocidos, para que durmieran bajo nuestro techo porque el suyo había acabado en el suelo. Somos los estudiantes de psicología que auxiliaron a las víctimas del estrés postraumático, porque el insomnio excedió su cuota habitual y una angustia inexplicable nos llenaba de pesimismo.
Somos los sensibleros que se ocuparon de los perros y gatos –“¡qué banales!”– que corrieron hacia cualquier lugar porque sus dueños se esfumaron o simplemente los perdieron. Los que dedicamos tiempo –“¿en qué cabeza cabe?”– a cuidar mascotas o que, en el camino, adoptamos otras. Como el perro amarillo que llegó a casa dos días después del temblor y se aposentó de una modesta esquina de mi patio, al que ya no pudimos -no quisimos– echar a la calle. El mismo que me mira mientras esto escribo, con sus ojos negrísimos, absorto en algún pensamiento inacabado, muy perruno.
…
– Andrea. 24 años, estudiante: removió escombros y trasladó víveres en bicicleta por las zonas de derrumbe.
“Eso había que hacer: crecí en una familia que siempre me habló del 85 y la reacción ciudadana post-temblor y de alguna forma eso me hizo saber qué tenía que hacer. Mi familia, casa y amigos estaban bien por lo que podía y me tocaba ayudar a quienes no. Porque el que gente estuviera aún atrapada bajo lozas demandaba que hacer cualquier otra cosa se sintiera equivocada”.
…
Todo paralelismo es insuficiente, incluso artificioso. Nada se parece el México de ahora al de 1985. Se trató de una casualidad trágica, nada más, que otro 19 de septiembre fuera fecha referencial de la desgracia. No hay fechas ni moralejas para la naturaleza y sus ciclos, casi siempre regidos por leyes ciegas, impenetrables. La sociedad civil en 1985 tenía un carácter larvario; sería el sismo el que delineara los perfiles de ese rostro impreciso. El terremoto dotó de discurso los balbuceos de la colectividad. Porque la desgracia no sólo revela, también prohíja mitos. A veces más que mitos. Como esa tarde del 19 de septiembre, el día que le dimos cuerpos, miradas y voces, otra vez, a la peregrina idea del “nosotros”. Tú y yo.
Silencio (2)
“¿Rodrigo?, ¿estás bien?”. Respiras al fin. Es tu padre. Le cuentas lo que viste. No sentiste, en tanto, cuando te incrustaste entre un puñado de personas que cruzaba la calle.
“¿Sabes algo de mi hermana?”, contienes la respiración.
“Sí, ya hablé con ella”. Respiras otra vez.
Caminas. Caminamos.
…
Rodrigo Coronel (Ciudad de México, 1990), es periodista y politólogo. Tiene una licenciatura en Ciencia Política por la UAM-I, concluyó la Maestría en Periodismo Político por la Escuela Carlos Septién García, y cuenta con la Especialización en Literatura Mexicana del Siglo XX por la UAM-A. Ha publicado en La Jornada Semanal, La Tempestad, Terceravía, Zócalo y Horizontum. Lector y peatón.
Alexis Chávez Guevara es estudiante de Comunicación de la Universidad Nacional Autónoma de México. Dirige la agencia de fotografía Alter Ego DF. Miembro fundador de la agencia de marketing digital ANT Communication Services. Se desempeña como fotoperiodista independiente. Actualmente cursa el noveno semestre de su licenciatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.
[1] El poema de Juan Villoro, “El puño en alto”, relativo a la tragedia del 19S, recoge experiencias tan nítidas como cercanas, no obstante las críticas relativas a su hechura formal. El poema se justifica por la inmediata identificación del yo lírico con la experiencia de sus lectores. Ese “puño en alto” fue el mío, o el tuyo. Porque finalmente somos los que “no dejan de escuchar”.
La frase “pordioseros de la historia” está consignada en la siguiente estrofa:
“Eres, si acaso, un pordiosero
de la historia.
El que recoge desperdicios
después de la tragedia.”
[2] Los testimonios aquí consignados fueron recabados en Facebook. El autor convocó, a través de redes sociales, a algunos de quienes participaron en las brigadas de voluntarios que inundaron la ciudad después del 19 de septiembre. Dos fueron las preguntas: ¿qué hiciste? y ¿por qué ayudaste?
El autor guardó la grabadora y recopiló las respuestas –más de las que aquí se muestran– que le hicieron llegar escritas, porque #millennials.
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