Una tarde de 1894, Manuel Gutiérrez Nájera le escribió a una ciudad asustada. Aquel día, un temblor había hecho crujir los campanarios y sacudir las aletargadas fachadas decimonónicas de la ciudad todavía provinciana. “No tiembles ya”, le dijo. Luego reparó en las minucias que componían el paisaje habitual, y que los embates de la tierra habían trastornado en su impasibilidad. Los pájaros que habían huido, ya reposaban en sus cornisas; el reloj que se detuvo en la hora exacta de la catástrofe, ya volvía a su ritmo acompasado. “Crónica color de bitter” llamó a aquella narración.
El miedo, pues, no nos es extraño. Un año después del #19S, los estragos siguen vigentes, aunque la cotidianidad los haya diluido. El miedo de los primeros días, tan presente, dejó una amarga impronta en los sentidos. Cualquier sonido similar al de la alerta sísmica, u otra oscilación desconocida, detonan en la y el capitalino un sobresalto mayor, apenas atenuado por la constatación de que ningún peligro remueve la tierra. No tiembla ya, pero las heridas dejaron huella, y otras, para los que se quedaron sin casa, sin nada, aún no cierran.
El miedo, decíamos, no nos es extraño. Pero tampoco nos es extraña la certidumbre de que todo pasa, y de que esta ciudad, que no dejará de tambalearse en el delgado filo de la catástrofe, es más nuestra porque cuando la vimos regada a nuestros pies supimos levantarla con el miedo cuajado a nuestras espaldas, y con las pupilas heridas por los escombros.
En la serie “No tiembles ya…” periodistas, escritores y escritoras y fotógrafos rememoran el miedo, la esperanza y el duelo de los días que siguieron a aquel 19 de septiembre, la fecha que hermanó a dos generaciones e hizo de la ciudad un baluarte de la fraternidad.
“No tiembles ya…” es un recordatorio pero, sobre todo, un homenaje a la ciudad y a sus habitantes.
Otra vida
por Sofía Secín
Nací cinco años después del terremoto de 1985; sin embargo el 19 de septiembre siempre estuvo plenamente registrado en mi memoria. Yo no recuerdo mucho, pero mamá dice que mi hermano Arturo y yo nos enteramos del terremoto a los cinco y siete años, respectivamente. Un día preguntamos por un niño que aparecía en muchas fotos familiares, pero que no conocíamos. Los dos las mirábamos y veíamos que se parecía a nosotros, pero sabíamos que no era ninguno de los dos. Un día Carolina, mi mamá, dijo que esperáramos a nuestro padre y le preguntáramos a él directamente. Esa noche supimos que antes de nacer habíamos tenido un medio hermano: Rachid.
Desde entonces recuerdo imágenes en las que Rachid entraba en mi vida como si siguiera vivo. En mi mente de niña mi hermano, a quien nunca conocí, se convirtió en una especie de mito; me gustaba imaginar que estaba con nosotros, que podía jugar con él, incluso que me defendía de mi hermano cuando me molestaba. Al poco tiempo de que Rachid hubiera tomado forma, Arturo y yo supimos algo más que provocó que él dejara de ser el único fantasma en la casa. Un día supimos que mi papá había estado casado con otra mujer antes de mi mamá. Pimpis, le decían.
Mi papá guardaba en su clóset una foto en la que él aparecía con barba, acompañado de una mujer de pelo negro, sentada en el suelo, y el niño pequeño de las otras fotos. Era un retrato de “su otra vida”, como él la llamaba y aún la llama. Recuerdo que desde que la descubrí constantemente me escabullía para mirar la foto. La veía a escondidas de mis papás, no porque fueran a regañarme, sino porque algo en mí quería construir un recuerdo personal para comprender que mi papá había sido otro. Ahora lo pienso con mucho dolor, pero creo que de niña era pura curiosidad, finalmente, ¿quiénes eran?, ¿quiénes eran esas personas tan cercanas a mí?, ¿tan cercanas a nosotros y al mismo tiempo tan irremediablemente lejanas? Pensaba que eran nuestros dobles, o más bien, que nosotros éramos sus dobles. Desde niña esos paralelismos me acompañaron intensamente, pues mi papá no solo había tenido otro hijo parecido a nosotros y otra mujer parecida a mi mamá, sino que yo había nacido el mismo día que ella: el 19 de diciembre. Creía yo que era fantástico. Aún no era doloroso.
Un 19 de septiembre, 32 años después, la vida volvió a crear un paralelismo incomprensible. ¿Cómo es posible que haya sido el mismo día? Mi papá justamente había ido al panteón y venía de regreso en el metro cuando ocurrió el temblor. Yo iba saliendo de dar clases cuando sentí el crujido. Inmediatamente pensé en mi papá, creí que se había quedado atrapado en el metro. Preocupada, salí a caminar en dirección a la estación del metro Barranca. Las calles estaban repletas de gente asustada, renuente a volver al trabajo. Justo cuando comenzaba a darme cuenta de lo absurdo que era buscar a mi papá en el metro (buscarlo en una estación donde probablemente ni siquiera estaba), levanté la vista y lo vi cruzar la calle. Lo único que le dije en ese momento, además de expresar mi alivio, fue que no podía creer que hubiera temblado el mismo día. Él estaba sorprendido, pero tranquilo. Ninguno sabía aún lo que había pasado.
Continuamos caminando por unos minutos antes de ir hacia la casa. De pronto, alcanzamos a escuchar una radio que provenía de un coche. “Se cayó un edificio en la colonia Roma”, oímos. Conforme la señal del celular fue regresando, un bombardeo de información nos reveló la situación. Más de un edificio había caído. También Coyoacán estaba afectada. Recordé entonces que hace dos años, en el 30 aniversario del temblor del 85, se hizo una gran labor de recuperación de imágenes para conmemorar el terremoto. Mi papá me dijo que tenía ganas de ir a la exposición en memoria del terremoto. A muchos les sorprendió su deseo, pero en el fondo creo que entendía su necesidad; la necesidad de ver. A pesar de lo que vivió y sintió, mi papá prácticamente no vio nada. Por algún motivo, sin embargo, no logramos ir a la muestra. Todos los fines de semana fueron llenándose de eventos o imprevistos que lo impidieron. Ahora, inesperadamente, todo indicaba que había vuelto a suceder.
Al volver a casa de mis papás mi hermano ya había llegado y mi mamá venía en camino. Sin pensarlo mucho tomamos las bicicletas. “¿Adónde vamos?”. “Vi un edificio derrumbado en el Viaducto. Vamos ahí”, contesté. Mi mamá se quedó en la casa y el resto de nosotros nos montamos en las bicicletas para atravesar una ciudad colapsada. Parecía que ella misma nos decía que retrocediéramos entre los autos atravesados, las ambulancias cada vez más recurrentes, y la gente desorientada.
Tomamos Patriotismo y condujimos sobre la pista entre decenas de ciclistas que acompañaban el tortuoso trayecto. En ese momento, las bicicletas eran el único medio de transporte capaz de filtrase entre el caos. Juntos pedaleamos y nos dimos aliento. Cada alto alguien a nuestro lado comentaba su situación; algunos iban por sus hijos a la escuela, otros de vuelta a casa con la ansiedad de conocer las consecuencias del temblor. Sin embargo, a pesar del miedo, todos procurábamos transmitir ánimo.
En la última pausa, Lorena, una mujer de unos 25 años que volvía del trabajo, se nos unió. Como nosotros, quería encontrar una ruta y un destino donde ayudar. Después de casi una hora logramos llegar a la calle de Tanana, en la Piedad Narvarte. Mientras buscábamos un sitio donde dejar las bicicletas, se nos acercó una mujer para ofrecernos su estacionamiento. “Vayan tranquilos, aquí voy a estar”. Rápidamente las dejamos y tomamos solo lo necesario: un celular casi inservible por falta de señal y algo de dinero.
Nos apresuramos a la lateral del Viaducto y nos sumergimos en un tumulto invadido de gritos, polvo, adrenalina y terror. Entonces lo vimos: lo que alguna vez fue un edificio, ahora eran toneladas de concreto, varillas, muebles destrozados, madera, colchones, tinacos y gente. Mi papá corrió junto con mi hermano y escalaron hasta llegar a donde la gente había empezado a remover piedras. Yo me quedé muda, quería moverme y acercarme, pero solo podía pensar: mi papá estuvo ahí enterrado. Mi papá estuvo ahí y ahora está allá arriba con su hijo. Quería abrazarlo y decirle que se bajara, que no era necesaria su presencia. Me sentí verdaderamente inútil.
De pronto, un grito que exigía que nos moviéramos del paso, me regresó al presente. En realidad no había tiempo para ensimismarse y fugarse en una angustia propia. La tragedia, lejos todavía de ser personal, aún era una acción colectiva, incesante, de adrenalina vital. Por imposible que pareciera, había gente que aún podía salir. Yo sabía eso de primera mano.
Escuché que una mujer al final de la calle pedía ayuda para remover los escombros previamente removidos del edificio: “Necesitamos espacio para que salgan las carretillas”. Lorena y yo nos acercamos a ella, y mientras movía las piedras y ayudaba a rellenar bolsas con agua, reconocí a un amigo que estaba repartiendo cubre bocas. Nos dimos un abrazo enorme. Creo que nunca nos habíamos abrazado, pero una cara conocida entre cientos de personas en el caos no hace más que recordar que aún eres parte de tu propio mundo. Mi amigo me regaló un cubre bocas y se alejó asegurando que estaría por ahí.
Sin embargo, conforme pasaron las horas y fue llegando más gente, transitar por esa calle se hizo imposible. La cantidad de personas reunidas, lejos de ayudar comenzaban a entorpecer el trabajo de rescate. Entonces la confusión comenzó a apropiarse de nuestra voluntad. “¡Ya no se necesitan manos aquí!”, decían, “hay que movernos hacia la colonia del Valle”. Confiando en cualquiera que supiera medianamente lo que paso, despejamos la calle y emprendimos una larga caminata. Desde lejos miré que mi amigo tomaba otro rumbo. No tuve oportunidad de avisarle. Me alejé de él y también dejé atrás a mi hermano y a mi papá. La angustia sobrevino, pero aún no había tiempo para ella.
Conforme caminamos, la masa de gente fue disgregándose hasta que quedaron unos cuantos grupos aislados que discretamente seguían los pasos del otro. Sin celular, nadie sabía realmente adónde dirigirse. Pero el murmullo de un edificio colapsado se hizo presente y terminó por guiarnos. Por supuesto, ese murmullo indicaba que ahí también sobraba la ayuda. Debía haber algo que pudiéramos hacer; buscamos la forma de acercarnos a alguien que supiera un poco más. Finalmente, una señora nos pidió ayuda para distribuir herramientas y agua entre los dos edificios de la calle de Escocia.
Por unos minutos encontramos una sensación de tranquilidad. Lejos del derrumbe, el trabajo lograba que nos olvidáramos un poco de lo que ocurría. Trabajamos con diligencia en una tranquilidad extraña y temporal. Nos mantuvimos a distancia hasta que alguien nos pidió que lleváramos el agua a los que estaban removiendo los escombros. Nos insertamos entre la gente con el cargamento en nuestros brazos. El polvo y el sonido de los martillazos se hacían cada vez más intensos y, en cambio, el sonido de las voces se acababa. Parecía que entrábamos en una atmósfera totalmente distinta: había silencio.
Le di una botella a un joven de chaleco y casco naranja y dejé unas cuantas en el suelo. Al levantar la cabeza, miré el derrumbe. La imagen del edificio del Viaducto irrumpió en mi memoria. Pensé en mi papá y apareció de nuevo esa angustia que busca, mordaz, la abstracción de uno mismo. Le dije a Lorena que deberíamos regresar al edificio. Necesitaba saber qué había pasado con Arturo y mi padre.
Durante el camino de vuelta, el sol comenzó a ponerse. Noté que Lorena se ponía nerviosa. Ella vivía justo al otro lado del edificio al que nos dirigíamos y no quería dormir en su casa. Solamente quería ir, sacar algunas cosas y luego tomar su auto para ir al Estado de México, con su familia. Me ofreció irme con ella. Estuve a punto de hacerlo cuando vi que la multitud que habíamos dejado horas antes había crecido; entendí lo difícil que sería encontrar a mi familia. Le dije a Lorena, sin embargo, que prefería ir por mi bicicleta y volver de esa forma. Ella respondió que recogería la suya otro día y se marchó cuanto antes. Al dirigirme al departamento donde guardamos las bicicletas, me encontré a la dueña hablando en la esquina con un oficial. La habían desalojado porque uno de los edificios colindantes estaba en riesgo. La señora me dio su número telefónico y se alejó con el oficial hacia la patrulla.
Me quedé sola. Inocua, sentí el vacío de la posible pérdida de mi bicicleta… una bicicleta. Busqué una última vez a mi papá y a mi hermano. También busqué a mi amigo. Era absurdo. Metí mi mano en la bolsa para confirmar que al menos tenía mi celular. Me alejé varias calles para buscar señal y le mandé un mensaje a mi novio. Le pregunté si podía ir por mí. Dijo que sí y en ese instante se acabó la pila del teléfono.
Durante esa espera fue imposible mantener la serenidad. Estaba preocupada por Arturo y mi papá, pero se suponía que estaban bien. Era el 85 lo que comenzaba a acechar mi cabeza. Las reflexiones que habían querido irrumpir durante el día finalmente lograron apropiarse de mí. Me di cuenta de que este día estaba dejando de ser un día en el que se hace un simulacro. El 19 de septiembre de 1985, para mí, se me revelaba como el día en que mi papá lo perdió todo en segundos: su casa, sus cosas, su hijo y su mujer.
Pasados unos 20 minutos, miré el coche de mi novio. “Corrí hacia él y me subí. Qué bueno que apareciste, tus papás llevaban horas buscándote”. “¿Entonces mi papá ya volvió?”, pregunté. Me dijo que sí, hacía como una hora que había vuelto. Arturo se había quedado ayudando en el edificio.
Esa noche y al día siguiente mi papá estuvo en silencio. No se veía triste, más bien parecía que estaba lejos, muy lejos. Pasaron unos días hasta que una tarde que comimos solos me contó que Eusebio, su mejor amigo, le había estado llamando por teléfono casi a diario para ver cómo estaba. “Hace tiempo que no era tan cercano”, me dijo. Mis ojos se llenaron de lágrimas y me sentí culpable por ser yo quien lloraba. Le pregunté cómo estaba y entonces se removió todo. A pesar de que conocía bastante sobre su experiencia en el temblor del 85, un nuevo temblor –y una nueva coincidencia– lo cambió todo. Mi papá me miró con sus ojos profundos, y reconstruyó su historia con un detalle sin precedentes para mí.
Contó que aquella mañana del 85 sobrevivió gracias a que Germán, su hermano, y Eusebio corrieron al departamento de Xola a buscarlo a él y a su familia. Germán acababa de remodelar su departamento y, como ingeniero, sabía perfectamente dónde había que buscar. Sin embargo, las horas pasaban y la tarea no era sencilla. Mi papá cuenta que al no escuchar sonido alguno creyó que la ciudad entera se había acabado. Golpeaba en un baúl para intentar hacer ruido, pero nadie respondió hasta que Germán gritó su nombre. El baúl, además de permitirle hacer ruido, creó una especie de triángulo que previno que el concreto le cayera en la cabeza y el tórax. Bety, la gran cocinera que hoy sigue en nuestras vidas, estaba viva junto con él, solo que ella en estado inconsciente. Del edificio de dieciséis departamentos solo sobrevivieron Bety, mi papá y el portero, quien también perdió a toda su familia.
Mi papá estaba consciente, pero apenas podía consigo mismo. Él no sintió el temblor, sintió un leve movimiento y de pronto ya estaba en la oscuridad. No vio la ciudad en ruinas. Cuando lo sacaron apenas pudo levantar la cabeza y ver el edificio. Durante seis meses estuvo inmovilizado; el dolor del cuerpo era lo único que lograba hacerle olvidar el dolor de su vida. Del 85 vio muy poco. Sin embargo treinta y dos años después pudo estar del otro lado y observar lo que su familia y amigos vieron. Inexplicablemente el temblor del año pasado le permitió a mi papá retornar al inicio de su segunda vida. Arturo y yo también pudimos verlo.
Los días pasaron y, entre los silencios, nuevas conversaciones aparecieron. El temblor había removido la memoria de mucha gente, que se acercó a mi papá por primera vez. Lo que muchos se guardaron por años para evitar remover el sufrimiento, ahora emergía de manera inevitable. Cada acercamiento implicaba la reconstrucción de otro fragmento de la historia. Mi papá me confesó que él quería saber los detalles de las historias, quería saber qué habían sentido y visto los que se quedaron afuera, y que nunca se atrevió a preguntar. Por treinta y dos años ni sus hermanos ni Eusebio le relataron lo que ellos vivieron. Ahora se enteraba de que algunas cosas que él creía que habían sucedido, no habían ocurrido tal y como su memoria se lo contaba.
Por esos días le recordé a mi papá de la vez que descubrí que algunas novelas que había leído en la casa eran de Pimpis. Sobrevivieron sus libros. Sí, sobrevivieron sus libros y llegaron a mí con algunas de sus notas. Mis papás no sabían de su existencia hasta que yo les pregunté. Ni siquiera sabían quiénes eran los autores. Después de ojearlos por unos minutos, mi papá comprendió que esas novelas habían sido de Pimpis. “También leía muchísimo, tal vez lo sacaste de ella”, concluyó riendo aquella vez.
Luego de recordar eso, decidí escribir sobre las emociones que vinieron esos días; escribir algo sobre la vida de mi padre, la antigua y la actual, y sobre nuestra propia vida. Nunca había llorado tanto al escribir y al mismo tiempo nunca había sido tan fácil. Quería decir tanto. Al terminarlo se lo di y me fui. No me atrevía a quedarme ahí y ver su reacción. Él me respondió con una nota al final del texto. “Se removió el dolor que tengo clavado como una estaca desde hace treinta y dos años, pero aquí están ustedes”. Sí, aquí estábamos Arturo, mi mamá y yo.
Una misma tragedia, un mismo día, cuestiona incisivamente las reglas de la vida, así como lo hace un nacimiento un mismo día. Después del terremoto que sí me tocó vivir, el del 19 de septiembre de 2017, se convirtió en un recordatorio de que la vida no tiene un solo sentido, sino múltiples e inesperados. Entendí que tampoco tiene algún sentido que yo hubiera nacido el 19 de diciembre, el mismo día que Pimpis, y que, contra todas las probabilidades, hubiera temblado el mismo día luego de más de treinta años.
Concluí que la vida ofrece hechos aleatorios y repetitivos (muertes, paralelismos, sobrevivencias, palabras) que de pronto no podemos resistir a interpretarlas como si fueran pistas de algo. A veces creo que sirven como lecciones para vivir más intensamente. Y, justamente, creo que mi papá aprendió muy bien de estas lecciones inexplicables que se presentan en la vida como metáforas bellas y aterradoras.
Mi papá se reconstruyó y junto con mi mamá construyó una vida que me dio la vida a mí y a mi hermano. Mi papá vive con todas las capas de cemento que lo oprimieron y mi mamá lo recibió con todas ellas, sin ocultarlas. Junto con Pimpis y Rachid, vivimos, todos, la segunda vida de Ricardo, mi padre.
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Sofía Secín es egresada de la licenciatura en Literatura Latinoamericana, con experiencia en producción cinematográfica y docencia. Cuenta con publicaciones acerca de la vida doméstica contemporánea y el feminismo. Ha pasado los últimos años investigando acerca de las memorias familiares ante la experiencia de la muerte, empleando formatos audiovisuales y literarios. Entre sus proyectos educativos se encuentra su blog Re-creación y sus proyectos audiovisuales Desde la Tierra. Otra vida, proyecto también audiovisual, se encuentra en desarrollo.
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Alexis Chávez Guevara es estudiante de Comunicación de la Universidad Nacional Autónoma de México. Dirige la agencia de fotografía Alter Ego DF. Miembro fundador de la agencia de marketing digital ANT Communication Services. Se desempeña como fotoperiodista independiente. Actualmente cursa el noveno semestre de su licenciatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.
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