¿Habrá en algún lugar del mundo una palabra para expresar aquello que despierta dentro de nosotros cuando vivimos un terremoto? Quizá alguna palabra intraducible como sisu en finlandés, que expresa la perseverancia ante la adversidad, gigil en tagalo para nombrar el deseo de abrazar con fuerza a un ser querido o iktsuarpok, de la cultura inuit, que refiere a la espera anticipada de la llegada de alguien más, con deseo de salir a comprobar que está por llegar. Quizá ya una lengua le dio un nombre al epicentro que sacude nuestra condición humana durante un sismo, como habitantes de un mundo en el que también somos vulnerables.
Eso sentí por primera vez el 11 de marzo de 2011, cuando un terremoto de 8.9 grados en la escala de Ritcher sacudió Japón, el más fuerte en la historia del país y el cuarto en el mundo. La fuerza de la tierra anunció la ola gigante que llegó minutos después a la costa de Fukushima, y regresó al mar arrastrando una historia de olvido y radioactividad.
Tenía 18 años y me encontraba en el quinto día de mi escala en Tokio, camino de regreso a México después de pasar medio año en una isla mucho más pequeña y tropical en Filipinas. Salía del metro Asakusa en dirección a los templos Senso-Ji cuando el terremoto entró primero por mis oídos: un grito seguido de otros más que parecieron ecos, el canto desesperado de los pájaros, los cables eléctricos meciéndose frenéticamente y el movimiento de los autos estacionados frente a mí… todo en un mismo ritmo orquestado por la tierra. “Se va a caer” pensé repetidamente, mientras alternaba la mirada entre el edificio frente a mí y el suelo enfurecido, en espera de un derrumbe o la aparición de una grieta gigante bajo mis pies.
Pregunté sin éxito qué había pasado, de cuánto había sido, si había pérdidas o edificios colapsados. Algunas personas respondieron enseñándome sus celulares con símbolos que no entendí y continué mi necio camino turístico hacia los templos sin la mínima noción de lo que había pasado, con la única certeza de haber sentido algo que no podría nombrar.
Nada se cayó. No había escombros como los que había visto en las fotografías del terremoto de 1985 en México. Tampoco pánico. Sin una referencia clara de la magnitud de los temblores que mi cuerpo había ignorado hasta entonces, consideré que podía tratarse de uno de los sismos más fuertes de entre los que recuerdo como evacuaciones torpes en el patio de la escuela, entre el coro “no corro, no grito, no empujo” de los maestros. Aún no sabía del tsunami, tampoco de la planta nuclear que ya había comenzado a liberar radioactividad a casi 250 kilómetros de Tokio.
Pronto me encontré con pantallas que mostraban imágenes devastadoras de una ola gigante y la palabra tsunami resonaba entre los demás peatones. Decidí avisar a mi familia que me estaba a salvo. Sin un celular o computadora conmigo, busqué sin éxito un café Internet, pero encontré una computadora en un club de aficionados de manga donde lectores sumergidos en sus cómics parecían estar muy lejos de Tokio. Después de llenar un formulario que me hacía miembro del club, me senté a redactar un breve correo anunciando que había temblado “por si se enteraban”, que estaba bien y volvería al día siguiente como estaba planeado.
Llegué a mi hotel después de ocho horas de trayecto entre largas caminatas y el caos ordenado, casi simétrico, que atiborraba las escasas líneas abiertas del metro. A la mañana siguiente desperté con la noticia de que mi vuelo había sido cancelado y no podría salir hasta próximo aviso. Llamé a mi familia y hablamos del tsunami y la radioactividad, los escuchaba como subtítulos de las imágenes de Fukushima que veía en la televisión. Por la ventana del hotel se asomaba intacta la ciudad de Tokio, con la misma energía que me había sorprendido desde mi llegada.
Dos días después recibí la noticia de que podría tomar el primer avión hacia México. Quise abordar el tren al aeropuerto, pero la línea estaba clausurada por la falta de energía que provocó –o algo así me explicaron entre señas– una falla más en los reactores de Fukushima. “Toma un taxi ahora mismo, es muy importante que te subas a ese avión”, me dijo por teléfono personal de la Embajada. Alcancé mi vuelo, sin imaginar el alivio que sentiría al despegar lejos de la inquietud de la Tierra.
Llegué a México con la sensación de haber vivido un rito de paso que me activó un sismógrafo interno, sensible al movimiento telúrico que nunca antes había percibido. Esa noche no pude despegarme de las noticias: todo parecía una película en la que estuve por unos segundos, para después salir a verla desde la comodidad del sillón de mi casa.
Desde aquel 11 de marzo en las calles de Japón, el sismógrafo escondido en algún lugar de mi alma parece programado para registrar cada sismo e inventar algunos más entre rastros de camiones que sacuden mi escritorio o paredes que crujen al anochecer. También en sueños recurrentes que parecen tan surreales como mis días en Tokio y tan humanos como esa sensación sin nombre. A veces tan reales como otros sismos que he vivido.
En mi segundo trimestre universitario, en 2012, tembló y me gané a mi mejor amiga, quien me dejó abrazarla sin control a media calle de Iztapalapa, y me tranquilizó con una carcajada que revive cada vez que recuerda ese momento.
En la madrugada del sábado 16 de junio de 2013, horas antes de correr mi primer medio maratón, un temblor de 6.0 grados me obligó a saltar de la cama y correr afuera de la casa. Cambié las escasas horas de sueño que me quedaban por una obsesiva revisión de las noticias en Twitter, en busca de derrumbes o grietas en la ciudad. Me alcanzó el amanecer y corrí los 21 kilómetros en un trance sonámbulo.
En la noche del primero de abril de 2014 me encontraba en Santiago de Chile como estudiante de intercambio, cuando el terremoto de 8.3 grados con epicentro en Iquique llegó hasta la capital del país y lo sentí bajo mis pies. Salí corriendo a la calle en pijama, intentando recordar en qué momento elegí Chile, habiendo tantos otros países que no conocen de terremotos.
Después del primer episodio de mi historial telúrico me regalaron un ejemplar de 8.8: el miedo en el espejo. En sus páginas Juan Villoro cuenta el terremoto de 2010 que vivió en Chile durante un encuentro de escritores, 25 años después de haber vivido el terremoto que arrasó con la Ciudad de México. Lo leí en un día, reconfortada por encontrar en las palabras de alguien más todo eso que sentí en Japón, todo lo que después me dispuse a escuchar durante días en largas pláticas con familiares y amigos que vivieron el del 85. “Para María, esta crónica de la tierra que se abre para unir a la gente” escribió Villoro el día que conseguí su dedicatoria, palabras rebasadas por la realidad que viví tras los sismos de septiembre de 2017, y que hoy compartimos en recuerdos que vuelven como réplicas.
La noche del 7 de septiembre trabajaba en casa de un amigo en el noveno y último piso de un viejo edificio en la Condesa. Escuchamos la alarma sísmica y yo me paré como un resorte “No te preocupes”, me dijo, “ayer sonó igual y no pasó nada” y nos miramos como esperando el alivio de una falsa alarma, pero pronto comenzó el movimiento y con él esa sensación sin nombre que invade el cuerpo y nubla la mente, esas ganas de salir, de querer detenerlo, de apagar esas extrañas luces en el cielo que iluminaron esa noche como un fin del mundo hollywoodense. Quise bajar por las escaleras pero el movimiento de la tierra no me dejó dar ni un sólo paso, tampoco salir a la azotea. No quedó más que esperar, y sentir un profundo temor a morir entre escombros.
Al bajar del edificio llegó una avalancha de whatsapps, mi familia, mi novio, amigos y colegas bien, mis vecinos en la colonia Roma también. Entré a Twitter con la certeza de que encontraría terribles noticias sobre las zonas vecinas, la cicatrices de la Ciudad que guarda la memoria del 85. Pero las zonas afectadas estaban en otro lado: fotografías del Istmo de Tehuantepec en escombros, comunidades de la costa de Chiapas y Oaxaca cuyos nombres nunca aparecen en la agenda de los noticieros. Los números ascendentes de muertes me mantuvieron una vez más pegada a las redes sociales, como si el saber todo en el instante hiciera sentir más cerca a lo que estaba pasando en el sureste.
La ciudad parecía haber librado un sismo más con saldo blanco. Los edificios resistieron y no hubo pérdidas humanas, a pesar de la misma incertidumbre de siempre, sin saber si la seguridad se encuentra arriba o abajo, si confiar en el triángulo de la vida o en los marcos de las puertas. Días después, el sismo continuaba como protagonista en las conversaciones cotidianas y se habían establecido ya diversos centros de acopio ciudadanos para las comunidades afectadas en el sureste del país. Comenzábamos a hablar de reconstrucción cuando las placas tectónicas decidieron reacomodarse nuevamente, como lo habían hecho ese mismo día 32 años atrás.
Entraba a la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM cuando sonó la alarma sísmica y caminé con tranquilidad hacia donde indicaban los brigadistas, consciente del simulacro realizado cada 19 de septiembre desde que tengo memoria. Pensé en el sismo reciente y en el ruido que anunció el terremoto en Japón, recordé las pláticas con mis padres sobre el 85 y al amigo que guarda ese día en la memoria como el primer recuerdo de su vida. También pensé un cuento de Haruki Murakami en Después del terremoto que narra cómo una gusano gigante que vive bajo la Tierra provoca un temblor con cada uno de sus enojos.
Dos horas después, sentada en un salón de planta baja, me disponía a leer un artículo sobre “30 datos sobre el terremoto del 19 de septiembre de 1985” cuando sentí el movimiento brusco de un terremoto que llega sin avisar. “No mames, no mames, no mames, no mames” repetí en mi cabeza como el peor mantra de la historia y salí por la puerta del salón hacia un embudo de estudiantes. Los brigadistas ya estaban en las mismas posiciones que ocupaban dos horas antes, como si el simulacro hubiera sido el ensayo final de una obra que se estrenaría dos horas después.
En el estacionamiento de la facultad había llanto y ataques de pánico, megáfonos pidiendo paciencia en espera de indicaciones y preguntas infinitas por todos lados. Después de una hora anunciaron la suspensión de clases. Salí de Ciudad Universitaria y regresó la señal de celular, con ella los mensajes en grupos de whatsapp que calmaron mi ansiedad, y la de las seis personas que se subieron a mi automóvil en el paso por el caótico periférico.
También llegaron videos de edificios colapsándose y en el radio ya hablaban los daños en la colonia Roma, la Condesa, la del Valle, Tlalpan, Taxqueña y Xochimilco. Sugerían evitar traslados que entorpecieran el paso de ambulancias pero el Periférico era ya un estacionamiento.
¿Cómo podía estar pasando esto el 19 de septiembre? Sentí recordar algo que nunca viví, pero que he escuchado desde niña. Un déjà vú que llevaba implícita la certeza de que éramos nosotros, la sociedad civil, quienes responderíamos al desastre, y no el gobierno. Una sensación que encontré reflejada en tantos jóvenes que vi apoyando en la calle desde ese momento, resultado de una memoria colectiva que nos compartieron con recuerdos.
Decían que no había que ir a las zonas de desastre, que había mucha gente y más de nosotros entorpeceríamos las horas cruciales de rescate. Caminé a casa de mi prima, ella y mi tía ya preparaban sándwiches para llevarlos a un hospital, no fuimos las primeras y mucho menos las últimas en hacerlo: llegó tanta comida a los centros de acopio y a las zonas de desastre que se tuvo que difundir el mensaje de detener la producción de las tortas que aprendimos a llamar “alimentos no perecederos”.
Dormí en casa de mis padres y regresé a la mañana siguiente a mi casa en la colonia Roma. Sólo se habían caído un par de libros. Caminé con mi prima por Álvaro Obregón hasta llegar a la multitud que rodeaba el edificio colapsado, cientos (¡o miles!) de manos ya cargaban y recibían víveres, medicinas, material para remoción de escombros. Lo mismo en el Parque México y el Parque España, rodeados de edificios colapsados y desalojados. El terremoto es un inspector de la honestidad arquitectónica, dice Villoro en su libro, y esta vez destapó la corrupción inmobiliaria que costó derrumbes, pérdidas y la vida de cientos de personas.
Nos unimos a una cadena humana para elaborar botiquines que se llevarían a otras zonas de desastre, también a una fila para descargar litros y litros de agua que llegaron en camionetas. Publicábamos en las redes sociales las necesidades que escuchábamos; como tantos, reporteamos información confusa y desorganizada.
Tan rápido como Facebook, Twitter e Instagram se convirtieron en el canal para transmitir las necesidades de los centros de acopios y zonas de desastres, un grupo de jóvenes organizó la plataforma digital verificado19s.mx para corroborar y organizar la información que facilitó el desbordado apoyo ciudadano. Los 40 mil seguidores en su perfil en Twitter dan cuenta de su papel como fuente confiable y oficial, organizado por jóvenes de la sociedad civil con el uso de las herramientas digitales en manos de los jóvenes.
Seguimos sin parar, en una línea delgada entre la ayuda y el estorbo. No tenía la capacidad de regresar a sentarme y apoyar desde la casa, como muchos sugerían con sensatez. Caminamos hacia la calle de Ámsterdam vestidas con casco, guantes y tapabocas preparadas para encontrar el momento en el que pudiéramos ayudar en la remoción de escombros. En el camino un par de jóvenes corrían de un lado a otro dirigiendo afónicos el tráfico en la esquina de Sonora y Parque España “¡víveres por la izquierda, otros autos por la derecha!”, repetían al mismo tiempo que bloqueaban el paso a la calle que rodea el parque, con la advertencia de una fuga de gas.
Lo apoyamos colocándonos en medio de la calle, explicando a los peatones y conductores que no podía pasar porque había una fuga de gas a unas cuadras. Algunos siguieron su camino, otros asintieron con cara de asombro y se dieron media vuelta o preguntaron por una vía alterna que desafortunadamente no conocíamos. “No hay paso, poli. Hay una fuga de gas” escuché decir a mi prima cuando dos policías en bibicleta quisieron pasar. Asintieron, se dieron media vuelta. Y nos volteamos a ver con ojos de “¡estamos bloqueando una calle!”. Permanecimos durante un par de horas más en que otros voluntarios caminaban ofreciendo café, agua y sándwiches, al igual que lo hacían diversos locales de la zona con víveres en la banqueta. Mucha ayuda desorganizada, pero mucha, muchísima ayuda.
Al día siguiente conseguí una mochila de UberEats con la esperanza poder apoyar de alguna manera a bordo de mi bicicleta. Llegué a la Glorieta de la Cibeles a preguntar si había algo que transportar a alguna zona de desastre. “Allá están los bikers”, me dijo uno esos líderes espontáneos que surgen en las emergencias, mientras descargaba cajas de víveres de una camioneta que había llegado desde Satélite. Llegué con un grupo de veinte jóvenes en bici –algunos auténticos repartidores de UberEats– quienes acababan de regresar de un largo viaje transportando material a la Colonia del Valle y descansaban en espera de nuevas indicaciones.
Me sumé al grupo y fuimos al Parque México para cargar víveres y transportarlos al centro de acopio del Junior Club, de donde salían camionetas cargadas de víveres hacia Puebla y Morelos. Salimos del parque en fila, cargados de agua y comida en nuestras mochilas, recorriendo las calles de la Condesa en una larga marabunta de bicicletas, pasando edificios acordonados y militares en las esquinas cargados con metralletas sin sentido. “Son para protegernos”, me dijo uno de ellos ¿De temblores o de tanto voluntario organizado? ¿De los jóvenes en las calles respondiendo a una catástrofe? nos preguntábamos en cada vuelta.
Llegamos a descargar y en el acopio nos recibieron con un aplauso convertido en energía para una vuelta más. Así hicimos cinco recorridos. Comenzó a llover, nos dieron de cenar y nos cubrieron con impermeables para el camino. Ese día abrimos un grupo de Whatsapp que sirvió durante los siguientes días para notificar y canalizar a acopios que necesitaran a personas en bicicleta.
De pronto las líneas de vida, los polines, las pijas y topógrafos, binomios y botitas para perro, se volvieron parte del lenguaje cotidiano. Los grupos en las redes sociales cambiaron los memes por información sobre víveres, listas de centros de acopio, cambios de turno en zonas de desastre e invitaciones para ir a otros estados para apoyar. Amigos que imaginaba en sus oficinas enviaban información desde zonas de desastre, mientras otros ya estaban clasificando víveres. A los pocos días ya se habían organizado brigadas para visitar los albergues con niños, grupos de arquitectos voluntarios y abogados que ofrecieron sus servicios para quienes perdieron su casa.
Entre recorridos aprendí que el acopio no es sólo recibir y enviar, es informar, catalogar, etiquetar y empaquetar, resolver el envío y la llegada de los víveres. Me lo enseñaron todos los que vi responder al desastre y a la tragedia de los que se vieron afectados por el sismo, los que cargaron, llevaron y aplaudieron, los que mantuvieron el puño en alto para pedir silencio.
La casa de mis papás se convirtió en un centro de acopio permanente para Ixhuatán, comunidad del Istmo de Tehuantapec en Oaxaca, luego de que transportistas de Tequixquiac organizados con la comunidad del Estado de México acordaran colaborar dejando algunas toneladas de espacio en su viaje a Tapachula para descargar víveres en su paso por Oaxaca. Así continuó el acopio hasta diciembre.
El terremoto en la Ciudad de México amenazó con que olvidáramos a Oaxaca y Chiapas, donde no dejó de temblar y de llover durante meses. Ahora nos amenaza la posibilidad de conformarnos con lo que ya hicimos durante los días de desastre y dejar solos a quienes perdieron todo, solo también al proceso de reconstrucción en el país, que apenas comienza y camina mucho mejor en colectivo.
Frida Sofía no existió, pero sí la sociedad civil que trabajó día y noche mientras la cámara de Televisa sólo tuvo ojos para buscar un personaje ficticio. Había tantos otros personajes en la remoción de escombros, en los centros de acopio y en las zonas de derrumbe, en el monitoreo y en la difusión, que no había que inventar a nadie para contar la historia del despertar de una sociedad civil.
Pronto llegó el lunes junto con el temor de muchos de volver a la normalidad y se propuso una normalidad diferente, como la que vivimos en días anteriores: colectiva y ciudadana. Seguir adelante sin dejar atrás todo lo que descubrimos de nosotros mismos el 19S.
Eso que sentimos y vimos después del terremoto nos permitió vernos organizados, activos y comprometidos, nos permitió ver que se puede vivir así en una Ciudad como la nuestra. Y aquello que despertó, escuche por ahí, fue un despertar para siempre.
…
María Álvarez Malvido (Ciudad de México, 1992) estudió Antropología Social en la Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa. Ha publicado en medios como el suplemento dominical del periódico Milenio, Animal Político, Chilango y Revista Mi Valedor. Trabajó en el Consorcio Internacional Arte y Escuela (ConArte A.C.) y actualmente es Coordinadora de Conectividad Indígena como parte de Redes por la Diversidad, Equidad y Sustentabilidad A.C. Colabora en la sección “Cultura y Vida Cotidiana”, en la plataforma digital de Revista Nexos.
Alexis Chávez Guevara es estudiante de Comunicación de la Universidad Nacional Autónoma de México. Dirige la agencia de fotografía Alter Ego DF. Miembro fundador de la agencia de marketing digital ANT Communication Services. Se desempeña como fotoperiodista independiente. Actualmente cursa el noveno semestre de su licenciatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.
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