jueves, 6 de septiembre de 2018

Sobre la obra de Lydia Davis

El próximo sábado 8 de septiembre la escritora norteamericana Lydia Davis ofrecerá una charla pública, en el marco del Hay Festival Querétaro. Es una buena oportunidad para recordar su libro de relatos más reciente, No puedo ni quiero (2014), que en español se encuentra en la versión de Inés Garland (publicada por Eterna Cadencia, en 2015). El libro apareció al año siguiente de que se reconociera la obra de Davis con el Man Booker Internacional, cosa que tuvo su gracia pues dio pie a que los editores de Farrar, Straus and Giroux adornaran la contraportada del libro con la discreta noticia del reconocimiento (en su versión en pasta dura). De esa forma, además, el fragmento del breve relato que bautiza al volumen y que puede leerse en portada cobra un nuevo significado. El relato completo dice: “Hace poco me negaron un premio literario porque, dijeron, yo era perezosa. Lo que querían decir con perezosa es que usaba muchas contracciones: por ejemplo, no escribía las palabras enteras cannot y will not, sino que en su lugar las contraía con can’t y won’t”. La gracia de esto, claro, consiste en aludir a un mundo extenso que, sin embargo, sólo se adivina entre una bruma ¿irónica?, ¿lacónica?, ¿fría?: se encuentra detrás o por debajo del relato (o, mejor, en portada y en contraportada), por no hablar de la red de referencias aparentemente extraliterarias que rodean a la prosa de Davis. Se trata de uno de los aspectos que distinguen a su obra: o mejor, uno de los aspectos que hacen que la producción de Davis pueda, en efecto, considerarse una obra, a pesar de ser tan “breve”. En ella, antes que un número determinado de libros o de páginas o de peso a granel (además de esa comunicación constante con su extenso trabajo como traductora), lo que opera es una lógica, y es una distinta a la que define a tantos escritores (o artistas), más preocupados por producir como si la cuestión fueran las cuotas.

Ahora bien, que la prosa breve o brevísima de Davis posea una lógica (o una profundidad, al aludir a universos complejos con guiños y gestos sencillos), también pone en duda una de las ideas que han rodeado a su escritura: en suma, que se trata de una “ideal para los tiempos que corren”, una literatura para la “era del tuit o la velocidad”. Esta idea, que tiene su eco en el apodo de flash fiction (como algunos se han referido a sus relatos), por alguna razón presta más atención al silicón y al chip que a la larga tradición del relato breve, el aforismo o los fragmentos líricos, que tiene, obviamente, un peso histórico que va más allá de nuestras fugaces preocupaciones contemporáneas. Sí, Davis ha optado por la senda del fragmento y la brevedad, pero ello no la hace menos profunda ni precisa; no son los suyos relatos para leerse en un trayecto de elevador, como si fuera una especie de equivalente literario del Muzak.

Un ejemplo concreto, su serie de “cartas” dirigidas a instituciones, empresas o representantes de las mismas. En No puedo ni quiero se encuentran seis: “Carta a Frozen Peas Manufacturer”, “Carta a un administrador de hotel” y “Carta a la compañía Peppermint Candy”. Se antoja separar las otras tres que se parecen, al menos temáticamente: “La carta a la Fundación” (mucho más extensa que las anteriores, tal vez de allí que se le desmarque en el título con un artículo), la “Carta al jefe de prensa” y la “Carta al presidente del Instituto americano biográfico, Inc.”. Comos los títulos indican, estos relatos no parecen ser mucho más que, eso, cartas, dirigidas todas a distintos agentes. Pero el ejercicio revela un espíritu o una percepción kafkiana; una actitud. Una postura ante el mundo que se permite asomarse incluso detrás de los gestos más ordinarios (la compra de un dulce, la humildad extrema expresada en la extrañeza –la sospecha– por recibir un honor, la decepción ante un trato).

Davis, por supuesto, ha sido una lectora atenta de Kafka, como contó en una entrevista con Dan Gunn en el Quarterly Conversation, pero aún más importante, un espíritu afín (y que en nuestros tiempos tan dados al diagnóstico podríamos tildar de neurótico): “Ciertamente leí de manera atenta y constante a Kafka durante algunos años –aunque también estaba leyendo a muchos otros durante la misma época, como Hawthorne, Melville, Evelyn Waugh, Poe, Emily Dickinson, James y un montón de novelas de misterio. Algo me atrajo a la obra de Kafka, y seguramente absorbí algo de su sensibilidad y estilo. Claramente algo me atrajo más a Kafka que a James, por ejemplo –la sobriedad, la humildad (fuera asumida o real, o una combinación), la imaginación extraña. Él estaba interesado en la posibilidad de que dos manos se sintieran ajenas entre sí; los intereses de James estaban en otro lado. Durante años encontré a James difícil de leer; descubrí que su prosa no me dejaba espacio para respirar. Ahora lo admiro. Pero la afinidad sigue sin estar allí”.

Pero el gesto no sólo revela una postura kafkiana (en sintonía con esa imaginería, por un lado, de lo infraordinario, y por otro de espacios y canales burocráticos, de cartas que podrían perderse en el sistema, o peor, capaces de encontrar siniestros interlocutores en el corazón de las tinieblas teológicas…), sino un comentario –que corre el riesgo de la autobiografía– sobre una de las especifidades de la cultura de la clase media gringa, tan dada a la queja expresada judicialmente o en la carta abierta. Las seis cartas, debe apuntarse también, están diseminadas en las cinco secciones que componen Ni puedo ni quiero, cosa que habla también de una habilidad destacada para organizar una obra. Ignoro si esto se le debe a los editores o a Davis misma, pero tiendo a pensar que se trata de lo segundo: es una habilidad que tiene su eco en la creación de otros muchos relatos, miniaturas organizadas bajo una lógica rectora, como se nota en “Las espantosas mucamas”, que se comunica con “El problema con la aspiradora”; o su serie de sueños o sus relatos “tomados” de Flaubert. Este don organizativo es todavía más impresionante cada vez que se expresa en la misma prosa de Davis, capaz de expresar impresiones en miniatura, antes que descartarlas nombrándolas a través de una perezosa redacción.



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