I could hear everyone’s heart
Raymond Carver
Durante un terremoto, un minuto tiene más de sesenta segundos.
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Un tic-tac aterrador. El edificio tronaba como un reloj descompuesto que no marcaba sino gritos, llanto. Y un polvo denso en el aire, y un perro cagándose del susto en las escaleras mientras su dueño lo bajaba en brazos, con los libreros cayéndose, las copas de cristal tiritando como un corazón a punto de reventar, crocantes muros en donde se apoyaba la gente que se quebraba a destiempo. Tic-tac, tic-tac hacíamos por dentro como un reloj arrítmico.
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Boxeaba en un gimnasio a dos cuadras de mi departamento y cada mañana, entre jabs y uppercuts, me sentía volar como mariposa y picar como una abeja. Sobre todo cuando tocaba sparring. Tres minutos de combate glorioso. Esa estructura se desplomó. Afortunadamente aquella mañana no entrené. Un amigo me había invitado unos tragos la noche anterior en el bar que estaba al otro lado de la calle, justo enfrente del gimnasio. La resaca más bien me invitaba a ver una película en Galerías Coapa. Comprar unos nachos, un Ice y perderme durante ciento tres minutos. Sin embargo preferí dormir un rato más, así que no alcancé la función de la una y tuve que quedarme en casa a esperar hasta las tres. Ese día no vi ninguna película porque a las trece horas con dieciocho minutos la plaza estaba completamente destruida. A un costado unos departamentos se desplomaron. Ahí vivía una chica de veintisiete años que falleció, me dijo un vecino. No la conocía, pero yo tengo veintiséis. Me aterra pensar en el reloj que pudo haber colgado sobre la pared de su sala. Que yo el siguiente año tendré veintisiete, como ella. Que dentro de dos años tendré veintiocho y ella seguirá teniendo veintisiete. Que mi tic-tac sigue, pero que aquella tarde también pudo detenerse. No sé si fue mi habitual impuntualidad, ese trago extra que me tomé la noche anterior o esos fortuitos y escasos metros de distancia entre su edificio y el mío lo que me salvó. Pero sé que si hubiera gritado a todo pulmón cualquier otro día, posiblemente esos vecinos me hubieran escuchado. Ese día grité, pero nadie escuchó nada porque sólo oía el tac-tic de los edificios y sus muros. A los vecinos llorar. El silencio de mi abuela mientras miraba aterrada cómo el edificio se doblaba cual caja de cartón.
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Un minuto tiene sesenta segundos. Excepto durante un terremoto. Un minuto puede entonces tener más de sesenta segundos. Puede tener cuatro años de amistad universitaria, un hijo, un padre y una madre, un amigo con quien quedaste de ir por un café pero al que por pereza ya no le marcaste. En un minuto puede haber una vida entera. En sesenta segundos una vida entera se puede truncar. Un minuto puede unir en un tic-tac dos horas, dos días, semanas, meses e incluso puede ser la unión entre dos años. Un minuto también puede unir en un tac la vida con la muerte.
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Desde el #19S me aterra la idea de morir en un terremoto. La idea de que sea mi cuerpo el que sacan de entre los escombros durante el noticiario de las siete. La idea de que a nadie le importe porque un rescate fantasma se robó los reflectores. La idea de que no me encuentren. La idea de que una losa de concreto me reviente, quedar deforme, irreconocible y que mi funeral sea con el féretro cerrado para no causarle horror a mi madre, a mi tía o a mi abuela. La muerte no sólo es una idea. Ya no es una suposición, sino algo real que casi sucede. No es que no me sienta querido. No es que no sepa que decenas de amigos irían en mi busca así como yo fui a buscar a los míos. Es la sencilla idea de morir. La fragilidad. Una copa de cristal que puede vibrar cuando le pasas el dedo pulgar e índice por encima para emitir un suave sonido, una tenue melodía. Una copa de cristal que, si accidentalmente presionas de más, se quiebra.
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El sábado 23 de septiembre un periódico versaba en su encabezado Los jóvenes mexicanos toman el liderazgo tras el terremoto. Mientras lo hojeaba, una señora le murmuraba a otra que ya era tiempo de que los millennials hiciéramos algo de provecho. Pero ¿es verdad que aquella tarde fue la primera vez que mi generación salió a las calles? ¿Que por fin “madurábamos” y nos hacíamos cargo de la situación? ¿De dónde viene, pues, esa descalificación sin fundamento de que los millennials echamos todo a perder? En el fondo, lo que me pregunté aquella tarde era ¿qué significa ser joven? Somos acaso, a la vista de nuestros padres, los pordioseros de la historia. Fuimos nosotros, dice una amiga, –no recuerdo quién– los jóvenes, los millennials, quienes organizamos el movimiento #Yosoy132 y las protestas por los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Y todo a pesar de haber heredado un país desangrado por una guerra contra el narcotráfico que no parece tener fin. Nosotros los millennials somos la (de)generación que creció pecho tierra y, sin embargo, hemos demostrado que la guerra no aguantará la vida que somos. ¿Que aquella tarde fue la primera vez que hicimos algo por el país? Quiero creer que es el deterioro mental de los adultos debido a la edad por la cual ya no recuerdan que mi [de]generación desde mucho antes ya tenía el puño en alto en señal de esperanza; sin todo ese trabajo previo, sin todos esos ensayos sociales y políticos, aquel #19S la organización hubiera sido mucho más lenta, torpe y demorada. Segundos que se tradujeron en vidas.
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Esa tarde, todos los vecinos acudimos principalmente al Colegio Rébsamen y al edificio en los Girasoles. Entre todos empezamos a sacar piedras y no hay nada más terrible que enfrentarse a las pertenencias de una persona muerta. Sacar de entre los escombros las ruinas de las ruinas. Significados y recuerdos en torno a una vida que se desvanecieron entre el polvo denso de los ladrillos. Algo se rompe cuando una vida termina. Un camino que nos impide regresar. Es decir, las cosas cambian aunque parezcan iguales. Están y dejan de estar. Camisas, fotografías, abrigos, libros, discos, cepillos de dientes, rastrillos que no volverán a ser usados. Tirar un rastrillo a medio usar puede revelarnos cosas que no queremos saber. Una conciencia de la materialidad del cuerpo y de su condición desechable. Las personas en ese sentido también somos cosas hechas de sesos, carne, huesos, piel y cicatrices, guiados apenas por un pensamiento y la ligera esperanza de un mañana. El departamento de un fallecido en poco se distingue de las ruinas de una civilización antigua. Nos dice algo sobre esa persona, vestigios de una soledad, decisiones que poco a poco iremos desechando hasta que no quede nada. Como si Roma fuera un rastrillo usado que se tira en el bote de basura.
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Pasó una semana antes de que cogiera un libro y dos para que pudiera escribir siquiera una línea. Acaso breves notas y recuerdos en mi diario. Pasó un mes antes de que volviera a ver una película. Incluso pasaron cinco días para que viera en la televisión algo más que los noticieros o para que volviera a escuchar mi canción favorita. Esa que siempre me hace sonreír y que dura apenas tres minutos. Pero no dejo de pensar que un terremoto también dura tres minutos. La literatura, entonces, podía también esperar. En ese momento la vida estaba primero. Dice Miguel Hernández: “Después del amor, la tierra / Después de la tierra, todo.” Pasaron días antes de poder dormir ocho horas corridas, pasaron semanas antes de que pudiera llorar, pasaron semanas antes de que pudiera tener una erección. Ha pasado un año y aún me despierto cada tanto porque sueño con la alerta sísmica. Es un constante recordar cómo el temblor se esparció tan rápido que varias almas no tuvieron tiempo de abandonar los edificios. Pareciera que habitan cada ladrillo condenado. Aquellos espacios en la ciudad donde antes había hogares, aquellas ruinas que siguen igual desde el #19S son un monumento al dolor esculpidos por la impunidad. Edificios perdurando el rictus, la desesperación y la locura que nos envolvió como un manto.
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Para llegar a mi trabajo tengo que recorrer Miramontes, y a un año del terremoto aún se ven sobre la calle todos los edificios en fase terminal que quedaron inhabitables. Sus cicatrices mortales eran evidentes hasta que una mañana los trabajadores empezaron a tirar con sus mazos la primera construcción. Golpe a golpe, desde la avenida se escuchaba el tic–tac acompasado con el que azotaban los muros. Cada día que pasaba había una planta menos. Tac- tic hacían los trozos de ladrillo al desplomarse. Era como si la costra cayera lentamente. Sin embargo seguía siendo difícil ver cómo un hogar se desmoronaba con una cuna aún adentro, por ejemplo. La vida no se destruye. Es la forma que le hemos dado lo que se hace añicos. La piedra, la madera, el acero, todo material con el que construimos nuestros hogares lo suponemos inmóvil. Pero si lo pensamos, vivimos en medio de un abismo girando alrededor de una enorme esfera de hidrógeno que se combustiona. Cualquier día ese infierno que orbitamos nos carboniza. Somos un denso polvo en el aire que nació a partir de una gran explosión. Todo era calma, pero no había nada. Tuvo que empezar el caos para que empezara la vida. Y así de pronto, incluso esta colonia en la que nada pasó en el año 85, Coapa que permaneció intacta a ese dolor, un barrio de clase media que creíamos el más firme, también se quebró. Nuestra Troya, que era defensa contra la noche, el hambre y el frío, cayó. El denso polvo del cemento que se levantó cayó como ceniza sobre la lengua con la que dijimos “que tengas buen día” aquella mañana.
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En el costado derecho tengo una cicatriz de apéndice que a veces duele. Cuando hago mucho esfuerzo siento que se me va a desgarrar. Ha sanado y hace años que fue la cirugía. Jamás me volverán a operar del apéndice, pero aún así muchas veces duele. Los tres minutos del terremoto también son ahora parte de nosotros. Un minuto tiene más de sesenta segundos durante un terremoto. Puede durar, por ejemplo, toda una vida. Aún hay días en los que estoy sentado o acostado y siento que el mundo se desmorona. Peor: hay días en los que estoy sentado o acostado y siento que sólo donde yo estoy, que sólo mi edificio, se desploma. Siento que la casa está chueca y que en cualquier momento se va a caer. Siento que, como muchos edificios de la ciudad, nunca volveré a estar completamente erguido.
En cada lugar al que vayamos, una parte de nosotros siempre vibrará como una copa de cristal. La cicatriz quedará para siempre, pero está en nosotros el cómo sane. Este texto es mi forma de tatuar la cicatriz, es mi forma de darle color, darle alguna forma a una marca en mí que durante mucho tiempo no supe qué era o cómo era. Cada quién se puede tatuar lo quiera en sus cicatrices, o pueden simplemente dejarlas así. Cada cuerpo, cada ciudad, cada colonia recuerda de maneras diferentes
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El 29 de septiembre escribí en mi diario unos versos de Oscar Han que se me revelaron mientras acomodaba los libros que el terremoto derribó: “Pasarán estos días como pasan / todos los días malos de la vida.” Es cierto: toda herida en algún momento deja de sangrar. Lo que ayer se perdió será encontrado. Y el sol volverá a salir mañana por un costado del planeta. Como la sangre. Y así será hasta que un día ya no lo haga. Como la sangre. Sin embargo, cada mañana ha dejado de ser un sol más. Ahora cada mañana es un sol menos.
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Joaquín De La Torre (Cd de México, 1991) es autor del poemario te soñé / sombra (Ediciones Simiente, 2015). Textos suyos aparecen en los libros ¿Somos poetas y qué chingados? (HNE, 2012), La crónica como antídoto: la calle como espacio de intercambio (UNAM, 2016). Ha publicado en medios como Este País, Periódico de, Punto en línea de coca, entre otras. Actualmente es becario en la Fundación para la Letras Mexicanas.
Alejandro Meléndez Ortiz. Subdirector y fotógrafo de Periodistas Unidos. Ha trabajado en periódicos como El Financiero, La Jornada, Excélsior, Diario Deportivo Récord y en las Agencias Xinhua, Notimex, Clasos y Procesofoto. Autor del libro Culturas Juveniles editado por la UNAM.
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