La improbabilidad juega a favor y en contra de los hombres, pero que un sismo se repita en la misma fecha y en el mismo lugar es francamente inverosímil. Lo afirmo a contracorriente, sabiendo que es lo que se enseñará en los libros de historia dentro de unos años. El asombro, sin embargo, se hereda. Muchos se preguntarán lo que nosotros: ¿Cómo es posible que una catástrofe se presente en su propio aniversario?
El 19 de septiembre de 2017 fue el corolario de un ciclo de desequilibrios. En poco más de un mes mi país enfrentó huracanes, inundaciones, cambios bruscos de temperatura, tsunamis en las costas, e incluso otro terremoto, que causó pérdidas humanas y materiales devastadoras en los estados costeros de Guerrero y Oaxaca. Pero lo peor estaba por venir.
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A las once de la mañana sonó la alerta sísmica. Muchos continuamos realizando nuestras actividades. Por la ventana de mi departamento pude ver el desganado ritual conmemorativo del terremoto de 1985, ejecutado por empleados de aspecto resignado que, agrupados frente a sus lugares de trabajo, salieron a la calle, fumaron, revisaron su celular, intercambiaron algunas bromas y regresaron con calma a sus pequeños cubículos.
Dos horas más tarde todo parecía seguir su curso normal. Pero de pronto, sentí un movimiento súbito por debajo de mis pies. Era un golpe grave, desproporcionado, fiero. En ese momento las alarmas sísmicas comenzaron a desgañitarse y mis sentidos se embotaron. El miedo me hizo cambiar a modo automático: tomé mis llaves y salí despavorido. El terremoto era una fuerza bruta que lo sacudía todo peristálticamente y yo me sentía como un Job a punto de ser exhalado por el espiráculo de una ballena salvaje.
La violencia de las oscilaciones hizo que fuera casi imposible bajar las escaleras, que se estremecían cual acordeón con el fuelle desmadejado. Mientras cruzaba esos peldaños con botas de siete leguas, escuchaba cómo se derrumbaban vajillas y fotografías, recuerdos preciados. También oí gritos, lamentos, oraciones para peticiones muy difíciles y urgentes.
Tuve el privilegio de llegar primero a la puerta, pero solo para descubrir que la compresión de las paredes la habían inmovilizado. Jalé, empujé, pero no logré destrabarla. Resoplé, forzando la manija, pero el mecanismo de la cerradura se había estropeado. Una vecina me aventaba para que avanzara como si yo estuviera jugando con su miedo, pero estábamos frente a un obstáculo que parecía inamovible. “Es la trampa perfecta”, pensé. “Tan absurdo y milimétrico morir por culpa de una jodida puerta que se atora…”. De pronto, como un disparo que se acierta en la frente de una mosca, liberé la cerradura con una rotación inusual de mi dedo y pudimos salir a trompicones.
La calle era confusión en estado puro. La marea de gente se removía azarosamente, mientras se hinchaba el lomo del asfalto y la muerte encajaba el diente en una gasolinera que explotó a pocas calles de nosotros. Pensé en mi novia, en mis amigos, en mi propia vida breve. Los segundos me parecían siglos demasiado largos. Nadie acababa las frases que emprendía: todo era balbuceo. Estábamos ahí, inmóviles, obligados a presenciar el espectáculo de nuestra fragilidad ante aquellos muros temblorosos, esas estructuras de las que nos enorgullecíamos y que no eran más que juguetes inocuos en manos del destino.
Cuando el movimiento se detuvo, la multitud se dispersó en unidades de zozobra. Agitación y angustia. Intentábamos llamar a nuestros afectos, tener pistas de su bienestar. Con la luz eléctrica y la señal telefónica colapsadas, era inútil. En oleadas emprendimos una peregrinación para buscarlos, con cierto trote de caballo herido que no volverá a ser el mismo.
Mi edificio resistió estoicamente los embates del suelo, así que entré a mi departamento para recuperar lo que pude. El camino fue polvo, muros rajados y yeso desperdigado. Tomé lo esencial y salí de inmediato, temiendo que una réplica terminara con lo que quedaba de nosotros.
Mientras caminaba por mi colonia, no podía dejar de pensar en que la historia se repetía el mismo día que hacía treinta y dos años. Era ridículo, una broma cósmica. Lo malo de la memoria, pensé, es que traza correspondencias sin revelarnos su secreto. Que algo así ocurriese hizo que el mundo me pareciera un sitio más extraño, conformado por conexiones inexplicables y numerologías que escapan a nuestros cálculos.
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El terremoto tuvo como epicentro el estado de Morelos –a veinte minutos de la capital– y eso tuvo dos consecuencias: la primera es que la alarma sísmica no anticipó el temblor, pues la red de alertas estaba dispuesta para los seísmos que nacen en las costas, que son los más comunes. Estando tan cerca de la Ciudad de México el punto de origen de la actividad telúrica, no hubo aviso, y fue simultáneo el temblor y el sonido de la alerta. El segundo efecto es que por su ubicación, colonias muy turísticas como la Roma, la Condesa, Del Valle y Nápoles recibieron todo el rigor de la sacudida. Atravesar sus calles era escalofriante: los inmuebles parecían tazas de porcelana despostillada; las fachadas de vidrio, azucareras de cristal quebrado. Al recorrerlas pude ver una docena de casas y edificios desmoronados, rodeados de costras de cascajo que recubrían el piso como una segunda piel. Cada ventana o puerta que se abría tosía granito. Todo era incalculable despojo: las cosas se multiplican cuando se rompen.
Aunque México siempre ha ofrecido paisajes postapocalípticos, testifico que nunca he visto ni sentido un ambiente semejante, mezcla de tensión, luto e incertidumbre. Entre la gente pude vislumbrar a una familia que lo había perdido todo. La madre, el padre, dos hijos y una abuela permanecían abrazados afuera de su departamento en la calle de Linares. Estaban inmóviles, incrédulos, tratando de asimilar que todo su patrimonio se había perdido en menos de dos minutos. Un parpadeo. El hecho de que todos sobrevivieran, sin embargo, parecía su incredulidad mayor.
El ambiente en la ciudad comenzó a cambiar al paso de las horas. La información circuló con dinamismo –aunque muchas veces fue inexacta– y cuando se dimensionó la magnitud de la tragedia, las primeras docenas de personas voluntarias se convirtieron en cientos y luego en miles, quienes comenzaron a buscar a otros debajo de los escombros. La organización en el terreno era impresionante: las cubetas de ladrillo pasaban de mano en mano; varillas tronchadas y objetos aleatorios eran retirados en operaciones hormiga. Los automovilistas cedían el paso y se mostraban solícitos:
-¿A dónde van?
-Al centro de acopio del Parque Pushkin.
-¡Súbanse!
Se crearon ejércitos civiles que dirigieron oficiosamente el tránsito; otros tantos ayudaron a preparar comida para todos. Algunos más fundaron albergues temporales como si fueran repúblicas. Temiéndose robos en las tiendas, pasó lo contrario: muchísimas personas donaron cuanto pudieron y la solidaridad le ganó al miedo. Las calles fueron tomadas por propagadores de la calma y la gente comenzó a ofrecer a los demás lo que no tenía: esperanza.
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Al igual que millones de personas en la ciudad, durante el día diecinueve y los que le siguieron me estremecía cada vez que sonaba la sirena de una ambulancia o la alarma de un automóvil, que por angustiosos segundos se confundían con la alerta sísmica. El terremoto dejó a su paso muchas mentes derrumbadas y otras sin daño estructural, pero con profundas cicatrices en sus paredes interiores. Como es adentro es afuera.
Durante los primeros días tampoco fue posible dormir. Parecía que el techo caería a traición cuando dejáramos de mirarlo. Teníamos el espanto habitando los huesos. De algún modo, estar vivos después de una tragedia de esa magnitud nos creó una extraña sensación de culpa que sólo se sacudía ayudando en las tareas de rescate.
La búsqueda de sobrevivientes fue la parte central de aquellas jornadas. El primer día se creó incluso una suerte de coreografía instantánea: un puño cerrado y en alto solicitaba silencio para tratar de escuchar voces debajo de los escombros; levantar la mano con la palma abierta, la orden de que nadie se moviera; el dedo índice al aire, que había que seguir trabajando, y las dos palmas de las manos alzadas, que faltaba agua. Cuando un cuerpo era encontrado sin vida, el silencio se profundizaba. Pasaba una pequeña caravana y el trabajo continuaba, con sabor a hiel. Pero si una persona era encontrada con vida, en cambio, los aplausos estallaban: “¡Hay vida!”, gritaba alguno. Y alguien más: “¡Viva México!”.
En las tareas de rescate había muchos jóvenes, muchas mujeres. También participaron un grupo de caninos: Frida, Evil y Eco, perros entrenados por la marina para buscar rastros humanos entre los recovecos más insólitos. Con la nariz llena de polvo, sus patas estropeadas y el pelo agrietado, trabajaron infatigablemente. Por eso cuando alguien preguntó por qué las personas voluntarias también se arriesgaron para salvar a los animales atrapados por los derrumbes, la respuesta fue simple: “porque ellos también nos rescatan a nosotros”.
En las redes sociales los voluntarios urgían materiales: pinzas, picos, palas, cascos, mazos, vigas, garruchas y polipastos; también se solicitaron guantes desechables, cubrebocas, gasas, vendas, medicamentos y jeringas; leche en polvo, cobijas, lámparas, impermeables, escaleras y sierras circulares. Siempre lo obtenido duplicó o triplicó lo requerido. Se ofrecieron gratuitamente consultas médicas, terapias de apoyo psicológico, evaluación de riesgo de inmuebles, comida, transporte, wi-fi y llamadas telefónicas.
A diferencia del terremoto del 85, las imágenes cruciales de este seísmo fueron captadas por las multitudes, no por las grandes agencias televisivas. En ese sentido, el relato común se estructuró tecnológicamente mediante la suma de contribuciones de cientos de reporteros ciudadanos. Hubo iniciativas de contención emocional, se crearon grupos de difusión de información verificada, se donaron cientos de toneladas de alimentos y se organizó un “muebletón” para facilitar enseres en buen estado para los damnificados, entre muchas otras cosas. Esos pequeños actos son el verdadero legado, intangible, simbólico, memorístico, de lo que fueron eso días aciagos.
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El terremoto provocó un Estado de emergencia en el que por definición todo era posible. Se trató de una salida forzosa y masiva de la normalidad, que funcionó como un amplificador de la colectividad que la potenció en todas direcciones. Durante ese periodo se profundizaron los colores del tiempo: vivimos en otro ritmo y con otra intensidad emocional. Mientras que se detuvo el curso de la vida cotidiana, tuvo lugar una aceleración afectiva. Por eso sentíamos consternación esperanzada o una dicha afligida: el oxímoron es la lengua nativa de los humanos en los momentos excepcionales de su vida.
El terremoto tuvo por lo menos tres consecuencias sociales: cuando las autoridades fueron desbordadas, dejaron de ser tales y se convirtieron en simples empleados públicos, lo cual creó condiciones para el liderazgo civil de las labores de rescate durante los primeros días. En segundo lugar, se desmontó el prejuicio de que los jóvenes millennials eran indiferentes, apáticos y carentes de heroicidad: arriesgaron el cuerpo y se coordinaron a una velocidad sin precedentes gracias a su manejo de redes sociales. Por último, se produjo un proceso de transformación positiva de quienes participaron, pues las personas que se involucraron al principio sólo fueron a ver en qué podían ser útiles, pero terminaron convirtiéndose en héroes del momento. Evolucionó la seguridad con que se movían, la manera en la que hablaban, su confianza en ellos mismos y en los demás. Y aunque al final del día nadie recordará los nombres de cada uno, han escrito el mayor homenaje a nuestra ciudad, que por ellos se levantará una vez más, tal cual lo ha hecho desde hace siete siglos.
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El 23 de septiembre, tan solo cuatro días después de la tragedia, la ciudad despertó por el sonido de otra alarma sísmica. Millones salimos a la calle despavoridos. Aunque la tierra casi no se movió en la capital –el epicentro del temblor fue Chiapas, por lo que el movimiento se dispersó en el trayecto– el miedo que sentimos nos recordó que éramos sobrevivientes.
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Alejandro Meléndez Ortiz. Subdirector y fotógrafo de Periodistas Unidos. Ha trabajado en periódicos como El Financiero, La Jornada, Excélsior, Diario Deportivo Récord y en las Agencias Xinhua, Notimex, Clasos y Procesofoto. Autor del libro Culturas Juveniles editado por la UNAM.
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