Un tono verduzco inunda las imágenes de Familia sumergida (2018), filme debut de la argentina María Alché. Se trata de una decisión de orden estético que poco a poco revela la turbación de su protagonista (Mercedes Morán), cuya hermana Rina ha muerto antes de iniciar la película; aquí, el verde no es el color de la esperanza o la renovación, sino un tono que recuerda la soledad fantasmal de Edward Hopper –pintor que influenció, entre otros, a Hitchcock y David Lynch– y las mujeres que pueblan sus lienzos, que miran hacia adentro, un espacio íntimo, insondable.
Se podría decir que el cine de Lucrecia Martel es la semilla que dio origen a Familia sumergida: María Alché, de 36 años, y Mercedes Morán actuaron en La niña santa (2004), la segunda película de la creadora salteña. Alché, sin embargo, despliega una serie de elementos que confirman un estilo que la distingue en el panorama del cine latinoamericano. Su película es el reverso de, por decir algo, Gloria (2013), de Sebastián Lelio, cinta que tiene al personaje femenino más célebre de la última década en lengua castellana.
La historia de Familia sumergida es sencilla: Marcela, esposa y madre de tres hijos adolescentes, se encarga de deshacerse de las pertenencias de Rina. Ese motivo la vincula con Ignacio, un amigo de la hija mayor, interesado en los libros de la hermana. Se trata de un hombre joven que deshizo su vida en Buenos Aires para irse a trabajar a otra ciudad, aunque la empresa que lo había contratado retira su oferta en el último momento. El traslado fallido de Ignacio resuena en Marcela, que también se reencuentra con su medio hermano para cederle algunos objetos. Aunque son familia, los hermanos difieren tanto en recuerdos como en opiniones.
Alché evade los caminos conocidos de este tipo de historias, por ejemplo los enfrentamientos familiares de las películas de Hollywood e incluso el desarrollo explícito de la historia de amor otoñal entre la mujer madura y el joven seductor. Poco o nada de eso. Marcela ve en la televisión imágenes inquietantes de una serpiente que se deshace de su vieja piel. Las capas comienzan a desplegarse en el filme. De repente aparecen nuevos e inquietantes personajes que con su presencia invaden la sala de la casa familiar, llena de plantas. Lo espectral se hace concreto, torciendo la lógica, las imágenes se sumergen en un mundo indeterminado, el de Mercedes, que tiene algo, algo que es más sentido que explicado.
La normalidad cotidiana de la protagonista está anclada a relación con sus hijas y marido. Con Nahuel, el hijo menor, es otra cosa, el vínculo se tiñe con los colores de la imaginación. El muchacho hace voces y baila en la película, se divierte inventando. En un curioso guiño a Santa sangre (1989), de Alejandro Jodorowsky, Nahuel se pega al cuerpo de Mercedes y simula que sus brazos son los de la madre, moviéndolos para acentuar sus palabras; es un juego binario que une no solo dos cuerpos, sino también dos espacios, dos formas de aprehender, de asimilar la experiencia. Sin ánimo de ser concluyente, Alché induce al espectador a hundirse en la intimidad, que no sabe de realidad o ficción.
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