Varias imágenes icónicas de la cara de Daniela Vega interpretando a Marina Vidal son la carta de presentación para la película Una mujer fantástica (2017), de Sebastián Lelio. De tal modo se superponen el rostro de la actriz con la del personaje, que nos recuerda al formato semidocumental y semiexperimental que Lelio ha ido perfeccionando desde su primer largometraje, La sagrada familia (2005). Sin embargo, a diferencia de la película de 2005, Lelio aspiró a representar al otro femenino bajo una línea dramática bien delineada para provocar identificación con los dolores de su protagonista. Al actualizar el género melodramático que usa como plantilla, el director interviene varios de sus aspectos fundamentales. En la cinematografía, en esos primeros planos y encuadres centrados en el rostro de la protagonista mientras reprime una emoción, resuena el trabajo de otros directores hombres –King Vidor, Douglas Sirk y sobre todo Pedro Almodóvar, cuyo nombre resuena como productor– para mostrar a mujeres en situaciones dramáticas extremas y, así, poblar de lenguaje a (o apropiarse de) la subjetividad de la mujer/la otra. Por su parte, al inscribir en Marina esa estructura narrativa tan propia de la manera en que el sujeto minoritarizado mujer ha entrado en el circuito comercial, Lelio guía la forma en que el espectador debe aprehender esa “otra subjetividad-otra”, volviendo legible y transparente a la mujer transgénero. En entrevistas, Lelio ha dicho que la intención de la película supera con creces la política de la identidad, pero me parece a mí que más que la representación de una trangénero en la pantalla, el centro neurálgico de esta película es justamente la situación extrafílmica de incluir a una actriz transgénero. En Una mujer fantástica es imposible soslayar que Marina Vidal es Daniela Vega, y en ellas radica el éxito y la importancia de la película.
Una mujer fantástica se centra en el duelo de Marina Vidal después de la muerte de su amado, un sastre burgués y con dinero, con el que compartía un hogar. El proceso psíquico se complica debido a que, de manera similar a sus heroínas predecesoras Pamela, Stella Dallas o Juana Lucero, Marina debe sortear los obstáculos del poder biopolítico –la familia, los médicos, la policía, el estado, los hombres, el patriarcado– que no sólo ponen en duda la veracidad de sus afectos, sino que la violentan una y otra vez verbal, discursiva y físicamente. Como anuncia el título de la película, el tono es de triunfo: ella supera los obstáculos y completa su duelo. Al mismo tiempo, al concentrar la intolerancia en personajes más bien esquemáticos y, la verdad, bastante estúpidos, la audiencia sale del cine indemne, totalmente identificada con Marina, cumpliendo los preceptos del happy end. En el bello rostro de la protagonista, en las intervenciones surrealistas de sus estados psíquicos, nos dejamos seducir y empatizamos con ella. Una vez logrado eso, todo es posible, incluso la suspensión de la crítica de los más conservadores, pues ¿quién podría darle la razón a la amargada ex esposa del sastre, a su hijo intolerante, a esos parientes violentos o pusilánimes si sabemos el vínculo real que existía entre los amantes? Nadie, y menos los críticos de cine que se precien de se contemporáneos.
Creo que esta es una estrategia extrafílmica y comercial a la que debemos poner atención: la película es en muchos sentidos bastante esquemática y, a ratos, aburrida; diríamos una película menor y bastante criticable en sus transas comerciales. No obstante, es una película insoslayable debido a que neutraliza cualquier posibilidad de crítica a ese cogollo patriarcal-económico que se materializa, no ya en los vectores representativos, sino en su sistema de producción y en su lenguaje estético melodramático. Al salir del cine, sentí lo que críticos de la subalternidad han identificado como un doble vínculo: por un lado se nos invita a deconstruir el género al mismo tiempo que aportamos a la solidificción de un cogollo del poder masculino/económico que apunta a olvidar que las intervenciones críticas del género deben estar unidas a la revolución de la estructura económica. Paralizada, pues, por ambos lados.
Al pensar más profundamente sobre este afecto, entiendo que el doble vínculo está ya anunciado en el título. Muchos críticos que dejan fascinar su retina con más facilidad que yo anotaron que Una mujer fantástica es un título raro, pero ninguno de ellos notó que nos presenta de suyo una anfibología. Claro, el adjetivo fantástica adosado al sustantivo mujer puede denotar una mujer fuera de lo común, extraordinaria, en la línea de “mujer maravilla” o suprahumana; por otra parte, connota la fantasía, indicando que aquella mujer no existe. A raíz del primer significado que anoto me pregunto, ¿qué la hace suprahumana? ¿No estaría acaso el segundo significado estableciendo una distinción falsa, creando un abismo entre dos grupos minoritarizados que siempre han luchado a la par?
Pues sí, intuyo que mi doble vínculo va por ese lado: en el título, los significados neutralizan, olvidan y excluyen las particularidades con que las mujeres han marcado el paso para la revolución de los cuerpos y los dineros. En particular si atendemos a la certera violencia con que las actrices Aline Kuppenheim y Amparo Noguera asumen en sus roles el control biopolítico, a tal punto que se convierten en una violencia mayor que la que puede uno sentir frente a, por ejemplo, los hombres ricos violentos que raptan a Marina –tan acostumbradas estamos ya a esa crítica a su propia clase que aparece en las películas de Pablo Larraín, uno de los productores de la película–. Asimismo, observo cómo la película neutraliza la lucha de las transgénero en el campo social. En varias ocasiones, Marina soporta la violencia verbal del resto de los personajes, incluso de una hermana incapaz de establecer con ella una real red de apoyo. Haciendo caso omiso a la historia de las trans deslenguadas –recuerdo aquí a Hija de Perra en Empaná de Pino (2008) y en sus entrevistas–, Marina responde con silencio: en primer plano, podemos ver cómo absorbe, una vez más, la violencia sin responder. Este silencio me parece particularmente chocante viniendo de Marina, cuya profesión es el canto. ¿Es que acaso su voz ha sido entrenada para sólo performar, aparecer y posar? ¿O puede ser que aquí haya un desliz en el guion, revelando una incapacidad para representar y hacer hablar a la otredad? En ese título no sólo cada uno de estos grupos pierde la paticularidad de su lucha, sino también la potencia de pensarlas en conjunto. En ese abismo que se establece entre otredades, la película ubica nuevamente el nombre del padre con su distribución material y de lo sensible. La estrategia es archiconocida: usar el lenguaje de un grupo de sujetos minoritarizados para crear bandos entre ellos y desviando la atención de lo que realmente importa, que es un grupo de hombres el que puebla nuevamente su lenguaje de los otros.
Al salir del cine, encantada también por el trabajo seductor de sus imágenes, me preguntaba: ¿dónde quedó la voz de ella?, ¿dónde, la red de apoyo afectivo?, ¿dónde, la comunidad que se ha opuesto de manera tan categórica, con tanta protesta, movimiento, a que se les trate con violencia? La tesis de la película, melodramática hasta el cansancio, es que esa red de apoyo está en la pareja y la respuesta a la violencia en la mera presencia, cuyas poses podrían de por sí desarman el tejido social. No es menor. La presencia de Marina/Daniela en la pantalla desencaja el entramado melodramático de la cultura hétero cis. ¿Pero es, a estas alturas, la pose lo mismo que la voz? Para la industria del cine parece ser suficiente. Por mi parte, quiero más.
Quiero traer aquí las lenguas voraces de las mujeres trans, su estética disruptiva y desobediente que nos saca de la comunidad de la audiencia y la estatuilla dorada. Rescato esas voces que requieren de nosotros vocear una respuesta y eventualmente experimentar con un mundo que hiciera caer los nodos que atan al patriarcado con poder económico.
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