Acaso no haya pensadora más urgente en Latinoamérica que Rita Segato. Proveniente de la antropología, sus textos superan los campos de estudio académico y se vinculan estrechamente con las luchas feministas y decoloniales. En esos vínculos radica su potente originalidad. Sus estudios sobre la cosmología yoruba, por ejemplo, (que pueden leerse en volúmenes clave como Las estructuras elementales de la violencia, de 2003), proponen un nuevo modelo para repensar el género, más allá de las escuelas estadounidense y europea. Ese horizonte de sentido, el que otorgan las luchas históricas de Latinoamérica, obliga a repensar incontables categorías filosóficas en tensión con las realidades a las que son sometidas las mujeres de la región. Ahí se inscriben trabajos como La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez o La guerra contra las mujeres, editados por Tinta Limón en 2013 y 2017, respectivamente. La siguiente entrevista se publicó originalmente en el número 120 de La Tempestad (marzo de 2017); la recuperamos aquí porque, en el contexto de las potentes movilizaciones de la Marea Verde a propósito del #8M, la resonancia de las ideas de Rita, felizmente, no ha dejado de crecer.
¿Constituye Latinoamérica un punto de partida para su pensamiento? ¿En qué medida ha moldeado sus ideas?
Sin la menor duda América Latina o, como prefiero llamarla –porque algunos aspectos y bolsones de nuestro continente no son predominantemente “latinos”–, Nuestramérica, o también Améfrica –aludiendo al maravilloso término “amefricanidad” de la pensadora negra brasileña Lélia González–, es para mí un concepto indispensable, un marco de sentido. La razón es francamente histórica, pues no olvidemos que en el pasado, especialmente en tiempos de las administraciones de ultramar, los espacios del subcontinente estaban mucho más vinculados que en el presente. Los intercambios intensos perduran, yo diría, hasta la Segunda Guerra Mundial, luego cada una de las naciones se va encapsulando. Pero Latinoamérica es, también, producto de un construccionismo estratégico de vínculos y autorrepresentaciones que resultan de problemas comunes de opresión y expropiación. Aquí es relevante recordar lo que he afirmado en diversos textos desde 1997, cuando publiqué en la revista Nueva Sociedad una primera versión de mi artículo sobre la globalización de “identidades políticas” a expensas de lo que allí comienzo a describir como “alteridades históricas”, formas nacionales y regionales de ser “otro” muy diferentes a las identidades políticas globales en las que hay una manera estereotipada y estabilizada de ser “negro”, “mujer”, “indio”, “gay”, etc., que acaban devorando, cancelando y, al final, censurando otras posibilidades de esas diferencias y produciendo “hegemonías” que reproducen la colonialidad en el interior de los movimientos sociales.
Como parte de ese argumento, y para reafirmar la importancia de no agredir las “alteridades históricas”, comencé a formular la idea de las “formaciones nacionales de alteridad”, matrices que las historias nacionales y regionales van decantando y que organizan la otredad dentro de cada nación latinoamericana, aunque con semejanzas. Terminé de desarrollar esta idea en mi libro, publicado en 2007, La Nación y sus Otros. La división central de esas formulaciones es constituida por la frontera Norte-Sur del continente, pues las identidades políticas que se globalizan son las del mundo anglo: el paradigma de la diversidad y el multiculturalismo que no toca el proyecto histórico del capital, que no lo agrede, se expande desde y con el respaldo de los Estados Unidos. Entonces ser “negro”, ser “gay”, ser “indígena” se define desde el Norte Global y se empuja hacia el Sur Global, y tiene un impacto particular en América Latina. Pero lo que interesa decir aquí, respaldando nuestro horizonte común de sentido, es algo que he sustentado como parte de ese argumento, y es que todas las naciones del subcontinente, de México a la Argentina y Chile, operan con un mismo léxico para nombrar los tipos de actores o sujetos propios de sus territorios: negros, indios, mestizos culturales (cholos), mestizos raciales (blanqueados), blancos –mejor blancoides, porque en nuestro continente, como argumento en “Los cauces profundos de la raza latinoamericana”, nadie es blanco cuando visita el Norte–, criollos (ladinos), provincianos (interioranos), metropolitanos (capitalinos), élites políticas, élites ilustradas, élites administradoras, terratenientes, comerciantes, industriales, etc., que combinan la dimensión racial con la económica, la política o la educativa.
¿Existen “conceptos latinoamericanos”? Y, si existen, ¿por qué pareció llevarnos tanto tiempo generarlos? ¿Siempre estuvieron ahí, latentes, pero no habían sido acuñados, reivindicados?
En nuestro continente hay y hubo un pensamiento. También hubo –hoy muy desestimulado– un género literario para contar ese pensamiento, que es el ensayo. Pero así como el proceso de las identidades políticas que se globalizan desde un lugar de producción hegemonizan las otras “formas de ser otro”, por las mismas razones una “tecnología del texto”, como el texto académico norteamericano, se va comiendo las otras formas de pensar y escribir. Lo he dicho al escribir sobre la gran contribución de Aníbal Quijano al pensamiento latinoamericano y mundial, pues él es uno de los poquísimos autores en el campo de las ciencias sociales y las humanidades –junto a Paulo Freire y muy pocos más– que ha formulado una concepción del mundo y, sin conceder en su forma de escribir, con gran elegancia y libertad, han atravesado sus formulaciones al Norte, cruzando la frontera Norte-Sur en sentido contrario. Es una proeza rara.
Nuestras dificultades para reconocernos pensadores, para reconocernos autores, para reconocernos teóricos, no se originan en la ausencia de pensamiento de este lado del mundo, sino en algo muy concreto como es la división mundial del trabajo intelectual y en un control de mercado, es decir, una verdadera, deliberada y bien establecida reserva del mercado de ideas (también a nivel editorial) por parte de los países de lenguas hegemónicas: inglés y francés. Casi podríamos hablar de un “bloqueo”, con el cual hemos contribuido desde la cátedra. La vida académica reproduce el mercado global de una manera sorprendentemente fiel. El docente considera que la tarea de sus estudiantes es “aprender”, aprender lo pensado. Pero ese “lo pensado” tiene un subtexto, pues está asociado a un predicado tácito, “lo ya pensado”, al que se adhiere un segundo predicado, “lo ya pensado en otro lugar”. Es raro el profesor que dice a sus estudiantes: «Esto lo estoy pensando, lo estoy elaborando, súmense y pensémoslo juntos». En general el docente en nuestro mundo es una autoridad basada en la información, pero que no autoriza. Y las palabras autoridad, autoría y autorización están profundamente emparentadas. Ese tipo de práctica docente tiene como consecuencia que concluyamos que nuestro papel en la división mundial del trabajo intelectual es la de compradores de modelos teóricos y categorías, y no la de productores.
En este sentido, me interesa especialmente su análisis del género a partir la cosmología yoruba. Para analizar el carácter transitivo, andrógino y antiesencialista de los géneros –una discusión supuestamente exclusiva de la actualidad–, usted acude a la santería orixá. ¿La materia prima de nuestros análisis ya está dada? ¿Estamos buscando en los lugares equivocados?
Esta pregunta me sorprende y me alegra, porque me quedo siempre con la impresión de que no consigo explicar con suficiente fuerza que aprendí a pensar y obtuve “autorización” para modelizar, en el sentido de lo que acabo de explicar, sólo cuando percibí la extrema sofisticación de lo que he llamado el “códice afrobrasilero”, aludiendo a la encriptación y la simbolización complejas de un ideario muy propio y diferente del occidental. Es una parte menos conocida de mi obra porque, en el tiempo en que construí mi etnografía, no se hablaba de “raza” ni de “violencia de género”. Se trataba de una colectividad igualitaria en términos de género y militantemente adversa a la biologización de la identidad en todo sentido. Uno de esos ideogramas, que percibí durante mi largo trabajo de campo realizado en acuerdo con la exigente tradición británica (ya que mi orientador fue discípulo de un discípulo del fundador Malinowski), era la suspensión de los determinantes biológicos, tan caros al Occidente colonial, de las adscripciones de parentesco, género e identidad. Y allí se puede decir que aprendí a pensar. En el momento en que percibí la estabilidad de ese elemento del códice quedé perpleja. Y no tenía todavía la herramienta del concepto de “género”. Las ideas de performatividad y de desencialización no circulaban todavía; estamos hablando de la segunda mitad de los años setenta. Entonces recurrí nada menos que al género gramatical, el “él” y el “ella”, para poder representar lo que estaba viendo en el campo.
Me resulta sorprendente hoy darme cuenta de que la manera en que utilicé la idea de género en mi tesis, defendida en 1984, no me vino de la teoría feminista, que estaba formulándose simultáneamente en Europa y los Estados Unidos, sino de la lengua, pues tenía que abstraer el género, traerlo al campo de lo arbitrario, ir a su estructura y no a su naturaleza, es decir, tenía que desnaturalizarlo. Eso para dar cuenta de una civilización, como dice la pregunta, en la que la transitividad de género era posible, era la norma, por diversas razones observables que no es posible analizar ahora, pero que están en mis textos, en especial en uno publicado por primera vez en 1986, una parte de mi tesis doctoral llamada “La invención de la naturaleza”, incluida en mi libro Las estructuras elementales de la violencia, de 2003. Entender eso, y ver luego el momento del feminismo que se vivía en Europa, tuvo un impacto también en mi “política”. Fue un primer momento de pensamiento decolonial, pues concluí inmediatamente que las mujeres con quienes había convivido en el Xangô de Recife sabían hacía tiempo lo que el feminismo occidental estaba recién descubriendo. Debo agregar que sólo ahora, con la expansión del Estado y la intervención del frente estatal colonial moderno en los espacios reservados de la religión de orixás, a pesar del discurso de los derechos y las políticas públicas, las mujeres están perdiendo su poder.
Uno de los puntos más originales de sus análisis es que, al tiempo que se centran en el cuerpo, lo hacen para describir estructuras de poder mucho más amplias. ¿Qué tipo de estrategias de pensamiento son necesarias para mantener esta amplitud de miras sin dejar de preocuparse por los cuerpos específicos de las personas?
Veo que ésa es precisamente una de las grandes dificultades del movimiento social. Vengo repitiendo que el feminismo no debe guetificar sus temas, pero no veo que eso suceda. Los activismos se dividen, se guetifican, y no consiguen percibir y dirigirse a las conexiones que existen entre los diferentes temas, no consiguen distanciarse y vincular los diferentes aspectos epocales de la realidad. Las personas siguen entendiendo la violencia de género como un problema de los hombres contra las mujeres o, peor, en muchos casos, como el problema de un hombre y una mujer, y no ven las tendencias históricas que posicionan y estimulan a comportarse a los personajes de esta escena dentro de una tendencia comprobable. Por ejemplo, en nuestro tiempo, con la espiral de agresiones y la escalada de los números y de las formas de crueldad aplicadas a los cuerpos femeninos o feminizados.
No deja de sorprender y, por lo tanto, de resultar revelador que hable de que la violencia contra los cuerpos de las mujeres (en Ciudad Juárez, por ejemplo) no es instrumental ni meramente sexual sino una “violencia expresiva”, en el sentido en que responde a un llamado, a un mandato, de pertenencia a una masculinidad patriarcal. ¿Por qué referirse a esa violencia bajo los términos de una “escritura”? ¿Es una escritura que acepta equívocos, metáforas?
El concepto de “violencia expresiva” no es mío, lo encontré en Violencia y civilización, la obra de Jonathan Fletcher sobre Norbert Elias. Y lo uso, igual que ese autor, en oposición a la “violencia instrumental”. En la larga escucha que hice, junto a un equipo de estudiantes de la Universidad de Brasilia, de los sentenciados por violación en la penitenciaria de esa ciudad, fui percibiendo que no podían explicarse a sí mismos lo obtenido, lo logrado, mediante el acto de violación. Publiqué ese primer descubrimiento en Las estructuras elementales de la violencia. Surgió entonces la idea de la prueba de masculinidad, que no es otra cosa que la prueba de potencia, que no es otra cosa que la prueba de que se puede extraer un tributo de un cuerpo subyugado, sometido, haciendo circular ese tributo de la posición femenina a la masculina, resultando en la construcción de esta última. Ése es uno de los ejes interpretativos que me acompañó desde esa primera investigación sobre la violencia sexual –o, mejor, por medios sexuales– hasta Ciudad Juárez, cuando algunas organizaciones de madres y aliados entendieron que el modelo se adaptaba para comprender la situación que estaban enfrentando.
De allí partí para hablar del carácter expresivo y no utilitario, como la mayoría de las otras hipótesis sostienen, para entender que en el tratamiento que se da a las víctimas lo central y principal es que se envía a la sociedad un mensaje de soberanía, de potencia y cohesión de los miembros de la hermandad masculina mafiosa. De allí la idea de “la escritura en el cuerpo”, que es el título del ensayo. La otra gran diferencia es la que establecí al advertir que los crímenes sexuales son crímenes no destinados a la satisfacción sexual sino a la exhibición y la espectacularización del poder, en el sentido de capacidad de control jurisdiccional, cometidos “por medios sexuales”. Rescato lo sexual, la relación sexual, de sus cruces y contaminaciones sombrías que, en nuestro mundo, suele tener con la agresión y la dominación. El paso siguiente en este camino interpretativo fue Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres, publicado como un pequeño libro justamente en México, por la editorial militante Pez en el Árbol; ahora es uno de los capítulos de la antología La guerra contra las mujeres, que Traficantes de Sueños, de Madrid, publicó en diciembre de 2016.
Se refiere con frecuencia a una “prehistoria patriarcal de la humanidad” en la que, de hecho, todavía estaríamos viviendo. Somos seres prehistóricos: es una idea desafiante. ¿Cuál es, entonces, su concepto de la historia? En estos términos, pareciera que no sólo debemos acceder a la historia, sino merecerla.
Mi pensamiento no es utópico, incluso he hablado del “autoritarismo de la utopía”, es decir, de aquellas doctrinas que tienen una idea, un cuadro de la sociedad de llegada, de la sociedad futura como debería ser. Si hay algo en lo que creo es en la imprevisibilidad de la historia, en la sorpresa histórica. Creo en la incapacidad de controlarla de las naciones más armadas. La expresión “prehistoria patriarcal de la humanidad” hace referencia al larguísimo tiempo de perduración del cristal duro del género. Ha sido un tiempo único, desde la emergencia de la especie, cuando de la superioridad muscular y hormonal del macho primate se pasa a la gran variedad de mitos de la desobediencia o la infracción femenina, al estilo del edén del Génesis bíblico, que justifican la conyugalización de la hembra, su domesticación y la autoridad política del macho como primera ley del mundo que ha pasado a ser humano. Es un tiempo prehistórico porque ha habido cambios, inflexiones importantes dentro de ese tiempo, pero perdura una estructura fundacional asimétrica, opresora y expropiadora de valor. Es la estructura que llamamos patriarcado, que funda y sustenta la economía material y simbólica de todas las escenas marcadas por la desigualdad.
Si las sociedades machistas establecen una pedagogía de la crueldad, ¿qué oponer a ella?
He dicho que la pedagogía de la crueldad es indispensable para la fase actual del capital, que depende como nunca de la falta de empatía, o sea, de la insensibilidad con relación a lo que sufre el prójimo. La pedagogía de la crueldad nos habitúa y nos insensibiliza respecto al despojo y a la incursión de formas cada vez más abusivas de explotación del trabajo y de la naturaleza. Una contrapedagogía de la crueldad es una pedagogía de la vincularidad, que coloca al arraigo local y comunitario en el centro de la vida. Ese arraigo es, por excelencia, disfuncional al proyecto histórico del capital.
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