miércoles, 20 de marzo de 2019

El disco que cambió la jugada

UNO

¿Qué más se puede decir sobre Kind of Blue? A 60 años de que Miles Davis y su sexteto entraron al estudio a grabar las cinco piezas que terminarían en aquel icónico álbum, el estatus del mismo se vuelve inalcanzable a medida que pasan los años. El álbum definitivo para buena parte de las publicaciones especializadas de jazz acumula dinero –The Guardian calcula que se venden alrededor de 5 mil copias semanales del álbum– y elogios por doquier: es el “jugo de naranja” de Quincey Jones (quien aseguraba escucharlo todos los días para inspirarse); también es la columna vertebral de buena parte de los acordes de Dark Side of The Moon, según el tecladista de Pink Floyd, Rick Wright; por no decir todos los comentarios positivos de prácticamente cualquier músico de jazz. Miles es un genio, de ello no cabe duda, y Kind of Blue el pináculo de su carrera. A las reseñas y opiniones hay que sumar la abundante bibliografía existente sobre el trompetista de East St. Louis, Illinois: ocho libros que ahondan en casi cualquier aspecto de su carrera y un poco menos de su elusiva vida privada. Y sin embargo, siempre se puede decir algo más. A la luz de algunas anotaciones vertidas en la copiosa bibliografía del trompetista, tal vez, podamos generar un comentario renovado sobre la importancia del célebre disco en el panorama musical y cultural actual, así como su legado en términos de innovación, progreso, integración de la tradición negra y sincretismo con el academicismo europeo.

Kind of Blue se grabó en dos sesiones, la primera el 2 de marzo, de la que surgieron “So What”, “Freddie Freeloader” y “Blue in Green”. La segunda, registrada el 22 de abril, arrojaría las piezas que conforman el lado B del disco: “Flamenco Sketches”, y “All Blues”. La sede fue el famoso 30th Street Studio de Columbia Records, un recinto con techos abovedados bastante altos que solía ser una iglesia ortodoxa. Un Miles trajeado y de corbata luce en la portada, mirando al suelo o a su trompeta. Por el rostro sereno y las mejillas relajadas, se intuye que el músico interpreta algo sutil. Y sí: desde la primera canción hasta la última esa será la constante. Hay ahí una intensa atención a las posibilidades expresivas más amplias tanto de la improvisación musical como de la composición siempre en la búsqueda de nuevas formas y métodos, siempre personales, para descubrir una gama más amplia de posibilidades para tocar sensiblemente sin dejar de lado el virtuosismo.

Parados desde el siglo XXI, parece que el álbum se encuentra en un lugar privilegiado muy por encima de cualquier producción de jazz. Su aire suave nos hace pensar todo menos que se trata de una producción turbulenta. Pero lo cierto es que es el inicio de algo más grande dentro de la música popular. Y también, es, por decirlo de alguna manera, el cénit de muchas cosas que se estaban generando en 1959. ¿De qué revolución estamos hablando?

Cierta crítica musical tradicional coincide en que después de la década de 1960 el jazz entró en una etapa de maduración y eventual declive. Sería insensato replicar esta afirmación existiendo tantos músicos que empezaron sus carreras justo al inicio de aquella época y en años posteriores, aunque algunos factores nos llevan a reflexionar sobre ello: la ventas alicaídas, la victoria de la nostalgia sobre las producciones actuales, la domesticación por parte de la academia, el auge de los festivales del rock que eclipsarían a los recitales de jazz y la pérdida de popularidad, propiciada entre otras cosas por la ininteligibilidad de las melodías bebop que sucedieron a las grandes piezas populares de las big bands. Tal vez (eso sí puede entenderse), ciertos escuchas quedaron tan embelesados por las producciones generadas en años anteriores que los hicieron quedarse varados en el pasado. Nadie los culpa por ello habiendo tantos grandes álbumes: tan sólo el último año de la década de 1950 salieron a la luz Ah Um, de Charles Mingus; Giant Steps, de John Coltrane; y Shape of Jazz To Come, de Ornette Coleman, y el popular Time Out, de Paul Desmond (que incluye “Take Five”). Toda la música en su sentido moderno ya estaba ahí, con sus ambiciones de romper los límites tanto en lo estético como en lo formal. Una adición más a este selecto grupo ayuda a cimentar la idea de que estamos ante uno de los años cumbre de la música popular: Kind of Blue. ¿Por qué un escucha habría de buscar más opciones musicales cuando sus mejores exponentes están en el pasado? El álbum de Miles nos puede dar algunas claves para tener puestos los oídos en el futuro y con ello mantener con vida la esencia del jazz.

DOS

En la jerga anglosajona se ocupa la palabra “game changer” cuando un determinado fenómeno o actor cambia las reglas y el resultado de una determinada lógica en la que se llevan a cabo una o varias prácticas específicas; tal “definidor del juego” llega a alterar el dominio o industria de tal manera que las cosas no vuelven a ser las mismas. Ciertamente, Miles Davis puede ser descrito con este adjetivo en la medida en que la última gran apuesta reformadora del jazz proviene de él y de su All Star Band de 1959. Y claro, de Ornette Coleman y John Coltrane, que llevarían a sus últimas consecuencias las melodías y la supuesta estabilidad de los centros tonales, dando origen a lo que conocemos como improvisación libre o free. Pero la trayectoria de Miles traspasa los límites del jazz y se instala en prácticamente en el subconsciente de toda la música pop.

¿Cómo entender las improvisaciones de casi cualquier grupo de rock sesentero/setentero sin las infinitas posibilidades que Miles y compañía sacaron de la repetición y de la plasticidad a partir de un puñado (a veces solo uno) de acordes? ¿Y qué decir de su secreta conexión con la música ambient, tan dada a crear pasajes etéreos interminables con mínimas materias sonoras? Dicho de otra manera: el álbum de Miles sofisticó lo sencillo e hizo que lo sencillo pareciese fácil, trampa en la que cayeron muchos, que hipnotizados por la maestría de Davis y compañía en dos acordes (el caso de “So What”), se aventuraron a crear sus propias experiencias basadas en la improvisación modal, entendida por Ashley Kahn (2009), como “cualquier música, o sistema sónico, basado en un patrón con una nota central ‘tónica’”. Lo que los incautos y poco estudiosos de las formas no entendieron era que aquel monolito suave de 45 minutos representaba la culminación de un vaciamiento que le había costado a  Miles años de aprendizaje en un camino parecido a la filosofía zen, en el que nada es incorrecto o correcto. Un álbum de movimiento perpetuo que paradójicamente se sentía como una gran nada fluyendo. Ahondaré en ello más adelante.

Antes de Kind of Blue, el jazz había producido sus innovaciones más drásticas quince años antes con el bebop, que en su momento modificó las reglas establecidas por el hot jazz en la década de 1920 y el swing en los treinta. El bebop implicaba dominar con soltura una serie de cambios de acordes, sustituciones armónicas, modulaciones y melodías de un grado altamente técnico. Se requería ser un virtuoso e ir un paso más adelante (tal vez dos) que cualquiera. Incluso una pieza lenta como “Ballade”, de Charlie “Bird” Parker, aún sigue causando dificultades a cualquier instrumentista; y qué decir de “KoKo” (1945), apropiación birdiana del tema “Cherokee”, que había sido un éxito gigantesco para Charlie Barnet en 1939, pero que en clave bopera se vuelve todo un reto para el solista y escucha más entrenado. Pero, a fin de cuentas, el bebop estaba atado a estructuras de acordes, algunas de ellas renovadas versiones de estándares clásicos del repertorio jazzero. Tan sólo hay que escuchar “Ornithology”, de Parker, para notar que sus acordes son prácticamente los mismos que los de “How High the Moon”, salvo las modificaciones en la velocidad y el desenfreno. Esa sería la pequeña crítica a un género tan disruptor: no importaba cuántas sustituciones y extensiones crearan los boperos, de alguna manera sus composiciones estaban sujetadas a una leve camisa de fuerza. Con la llegada del jazz modal –introducido por Davis en la banda sonora del filme Ascensor para el cadalso, de Louis Malle, y en la canción “Milestones”, en el disco homónimo, ambos de 1958–, se rompería una constante: la de las abundantes progresiones de acordes en los temas. En el libro The Blue Moment. Miles Davis’s Kind of Blue and the Remaking of Modern Music (2009), Richard Williams explica la importancia que tuvo la complicidad de Miles con otros músicos, no necesariamente del universo jazzístico, para la evolución de su sonido, que desembocaría en toda su producción de 1958 y 1959. Williams destaca la colaboración con el orquestador Gil Evans, gran admirador de Satie, Ravel o Fauré, compositores impresionistas de los que también Davis aprendió aquel “sonido que colgaba de una nube” tan característico del Kind of Blue. Juntos, Davis y Evans, trabajaron en una reelaboración de Porgy and Bess de Gershwin, en la que el trompetista jugó, según Williams, “un papel casi análogo al de un cantor, entonando textos sagrados”. A diferencia de los mencionados Parker y Gillespie o Art Blakey y Duke Ellington, grandes solistas, protagonistas y acaparadores de los reflectores en el jazz, el papel de Miles se movió un poco a caminar en el flujo de un todo, como una pieza más de ajedrez, más que destacar entre un cúmulo de virtuosos. El trompetista permitió que las melodías se extendiesen de una manera mucho más holgada, utilizando armonías modales conocidas en el mundo durante siglos, desde los ragas indios hasta los cantos gregorianos, pero cuyas latitudes y espacios se habían clausurado durante largo tiempo debido a las rígidas jerarquías de la composición clásica occidental, las cuales habían permeado a toda la música popular.

En sus primeros años como profesional, Davis logró colocarse como el alumno más avanzado de “Bird” y Gillespie en la escuela bebop. Su estilo elegante era un imán para un público blanco que usualmente vinculaba la ferocidad e impecable técnica de semicorcheas de instrumentistas que más bien parecían atletas en una carrera de cien metros, compitiendo por ver quién tocaba más rápido. Alejándose de esta postura, Miles prefería tocar relajado, incluso de espaldas a los escuchas, en una actitud retadora para su tiempo. Esta filosofía que buscaba centrarse más en la ejecución y la atmósfera generó varios adeptos. George Russell, John Lewis, Lee Konitz, Kai Winding, Al Haig, Max Roach, Gunther Schuller, Al McKibbon, y después monstruos como Sonny Rollins, John Coltrane, Red Garland, Paul Chambers, y Philly Joe Jones seguirían al nuevo apóstol del jazz luego de la vacante dejada por “Bird” con su muerte acaecida en 1955. Los mejores estaban con él.

Para 1959, Miles no vio necesarios los malabarismos del bop, aún presentes en Milestones. De hecho, todo Kind of Blue puede considerarse una antítesis bopera. Antepongamos la mencionada “KoKo” con “So What”, pieza de 32 compases con dos acordes divididos en 16 compases en Re menor 7, seguidos de ocho compases en Mi bemol menor 7 y cerrando con otros ocho compases de Re menor 7. Liberándose de los elementos boperos y enfocándose en las escalas en términos de estructura e invenciones melódicas mediante el uso de acordes modales, Miles cambió la jugada. Escuchemos su lenguaje improvisatorio al tiempo que florece su tono brillante, de la mano de un control soberbio de los tonos largos y los espacios; sin duda, era lo opuesto al estilo veloz e intenso del bebop, un salto gigantesco en términos de innovación a través de la simplicidad. Sus cómplices serían Cannonball Adderley en el saxofón alto (excepto en “Blue in Green”); John Coltrane en el sax tenor; Bill Evans y Wynton Kelly (en “Freddie Freeloader”) en el piano; Paul Chambers en el bajo; y Jimmy Cobb en la batería. Nombres que hoy figuran en el panteón sagrado de cualquier biblia musical.

Desde los primeros segundos de Kind of Blue el cambio es evidente. Evans genera un ambiente misterioso en el preludio anterior a la obertura, creando expectativas ante lo que está por venir. Cerrado por Chambers fuera de tiempo, el preludio es la entrada del riff tan característico del disco, salido de la trompeta de Miles. Parece por un instante que es su voz y no su instrumento la que sobresale de la batería y el piano, modulando medio tono un mismo motivo. Tras dos minutos, Coltrane hace su aparición. El ritmo marcado por Cobbs y Evans llevan al saxofonista a explayarse durante su primer puente y regreso a la línea melódica principal. Su improvisación destaca, sobre todo, en una pausa previa al cambio modal, explotando después en una nueva floritura improvisada. Después llegan Cannonball y Evans, quien toca dos notas a la vez durante unos segundos, provocando así una pequeña disonancia hasta fundirse delicadamente rumbo al final.

El suspense iniciado en el preludio de “So What” se replica en “Blue in Green”, tercera y última pieza grabada durante la primera sesión de grabación de Kind of Blue. Cabe afirmar que de las cinco piezas del álbum ésta es la menos modal junto a “Freddie Freeloader”. Es Evans de nuevo junto a Chambers quien da inicio al tema. Mientras el pianista impregna de una nata opaca la pieza, el bajista marca suavemente el tempo, mientras que las escobillas de Cobb dan una suavidad reconfortante. Por otro lado, el solo de Coltrane, es lento y cauteloso, como en sus mejores piezas solistas (“Naima” es un buen ejemplo de ello). Los sutiles acordes de Evans, sutiles y quebradizos, le dan una cualidad perfecta y robustecen el sonido de Miles; el minimalismo en su máxima expresión.

Pero si tenemos que hablar de una pieza que rompe con todos los esquemas hasta entonces mostrados en el jazz, la indicada es “Flamenco Sketches”, serie de cinco escalas, cada una interpretada durante el tiempo que desee el solista hasta que completara la serie. El tema más solemne de Kind of Blue, sin duda. Inicia con la trompeta lánguida de Miles en un movimiento crepuscular que se cuela entre el piano de Evans y las escobillas de Cobb. Tras Miles llega Coltrane, en un tono similar al de “Blue in Green”, oscuro e intenso, al que le sigue Adderley, replicando nuevamente el sonido Trane. Se nota sobradamente la cautela con la que los músicos improvisan sobre las cinco escalas, con calma y pausa, buscando la mejor manera de prolongar el ambiente inquietante de la pieza. Evans retoma su solo tranquilamente previo al regreso de Miles, quien deja una sensación de suspenso que no se irá nunca.

TRES

En general, suele asociarse a Miles Davis con la figura del innovador y del genio. Esa especie de tara que casi todos los críticos y comentadores de la obra del trompetista repiten en las glosas y efemérides a propósito del algún aniversario (de nacimiento, luctuoso o de un disco) o conmemoración a propósito del jazz. Huelga decir que todos esos adjetivos son más que merecidos. Al rey lo que es del rey. Y es que realmente podríamos contar con los dedos de una mano a un puñado de jazzistas que han pasado por todas las épocas, fases y corrientes musicales que tuvo el género durante la segunda mitad del siglo XX y además hacerlo con una soltura envidiable. Miles pasó del bebop al cool jazz, del hardbop al modal e incluso tuvo algunos coqueteos con el free jazz –después de algunas disputas ideológicas que tuvo con Ornette Coleman y Cecil Taylor– hasta llegar a su fase eléctrica con elementos funk y roqueros de finales de los sesenta y principios de los setenta –particularmente ese binomio de portadas surrealistas: Bitches Brew y Live Evil–; también se subió a la ola del jazz fusión, y llegando al final de su vida, incentivó la mezcolanza con el rap y los sonidos callejeros estadounidenses de los ochenta. “Debo cambiar. Es como una maldición”. Una de las afirmaciones más citadas de un hombre que ciertamente utilizó la transformación como un ethos, se ha vuelto también el epitafio de una carrera en constante evolución y que incluye a los más grandes músicos en cinco décadas –imposible mencionar solo a algunos: ya que estaríamos omitiendo y discriminando a otros–. Ningún otro jazzista acaparó tanto como esa estrella llamada Miles Davis; tanto que un sinfín de músicos brillantes quedaron opacados por su oído, sensibilidad, técnica y relaciones públicas. En uno de sus cuentos más destacados (“El perseguidor”), Julio Cortázar dibuja a un saxofonista preocupado con la innovación y el futuro. Le angustia vivir en el mañana. Desde luego, es sabido que el personaje Johnny Carter es un trasunto de Charlie Parker, pionero en un nuevo sonido más salvaje y virtuoso llamado bebop. En algún momento de la historia, Carter-Parker le muestra su angustia a uno de sus músicos, de nombre Miles. Obviamente se refiere a Davis: “Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana”. Paradójicamente, y tras el paso de las décadas, el personaje de Carter tiene más semejanzas con el Miles de carne y hueso: es la encarnación del futuro vertida en unas cuantas notas sugeridas en una partitura que tiene miles de interpretaciones, todas válidas.

Pese a todo esto, sin embargo, el blues representa un punto de enclave en todas las fases y cambios radicales de Miles Davis. Tan es así que podemos escucharlo desperdigado en toda su carrera: en su primera grabación profesional para la orquesta de Herbie Fields, “Bring It On Home” (1945) con escasos 19 años, y también al final de su carrera, con atuendos y trompetas de colores. Como si al mirar al futuro para Miles fuera indispensable también voltear al pasado y a las raíces. Regresar al terruño. Algunos de los standards de Davis se han vuelto parte del canon jazzístico en el repertorio de cualquier músico que se jacte de profesional. Nunca faltan en los conciertos o en los “real books” piezas como “Sippin’ at Bells”, ”Israel”, ”Footprints”, ‘”Walkin’”, ”Blue ‘n’ Boogie” o “Star People”. Si regresamos a Kind of Blue, nos daremos cuenta que hay dos piezas de blues: “Freddie Freeloader” y “All Blues”.

“All Blues” fue el último tema en ser grabado en el mítico álbum. Doce compases en 6/8 que expresan su poderío en tan sólo unos cuantos cambios modales y la melodía libre de Miles. El arranque del tema, a cargo de Evans y Chambers, es sucedida por los metales, produciendo riffs continuos que van revoloteando en una especie de vals que navega en una tarde nublada pero alegre. Miles da profundidad a la pieza mientras va añadiendo cambios estructurales al blues original. En esta ocasión es Adderley quien sigue a Miles, completamente desenfadado, dado que el blues era su especialidad. Coltrane entra con su tono grave característico antes del solo de Evans, quien se mueve en dirección ascendente y descendente, inoculando al tema todo el espíritu de devaneo inherente a todo el álbum.

Kind of Blue puede ser visto como un álbum pop sin la repetición simplona inherente en casi cualquier álbum pop. Según Williams, Davis introdujo “estructuras abiertas para reemplazar la tiranía de la repetición de coros”. Y, en gran medida, fue esto (entre otras cosas) al álbum a convertirse, como dice el autor, en “el único álbum de jazz” que poseen millones de personas. Sus estructuras abiertas le permitieron ganar impulso como “la música ambiental más exquisitamente refinada”. No es absurdo decir que Miles Davis creó el primer disco indispensable en cada consola occidental. Hay una anécdota en la que el célebre John Scofield, guitarrista de Davis en la década de los ochenta, cuenta sobre el Kind of Blue y que ejemplifica bien lo dicho anteriormente. La escena tiene lugar en Boston en los años de estudiante de Scofield, en la prestigiada Berklee College of Music. Una de esas noches en el departamento del bajista con el que tenía una banda, el guitarrista buscó, sin suerte, el disco de Miles entre su colección de vinilos. Eran las 2 de la mañana, lo cual no fue impedimento para que ambos tocaran cada puerta vecina para solicitar prestado un ejemplar de Kind of Blue, asumiendo que lo tendrían. “Y lo tenían. Era como el Sargeant Pepper”, recuerda Scofield.

A 60 años de Kind of Blue, se seguirán escribiendo más páginas de tal proeza iniciada el 2 de marzo de 1959 y publicada el 17 de agosto del mismo año. Escuchemos.

 



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