viernes, 19 de enero de 2018

‘Fuera de cuadro: Gabriel de la Mora’

Gabriel de la Mora (1968, Ciudad de México) vive y trabaja en la Ciudad de México. De la Mora enfoca su práctica artística en el uso y reutilización de objetos descartados u obsoletos que parecen haber concluido su vida utilitaria. Más interesado en la deconstrucción y fragmentación de un objeto o material a través del tiempo, De la Mora rechaza la noción del artista como virtuoso y se concentra en la reconstrucción a partir de prácticas basadas en el paso del tiempo y los procesos, haciendo eco del concepto de ready-made.

 

En 1926 B. Traven publicó La nave de los muertos, recuento ficticio en primera persona de un marinero estadounidense quien, tras perder su tarjeta de marinero –único documento que lo acredita como ciudadano de dicho país–, se queda varado en una Europa transformada y convulsionada tras la Primera Guerra Mundial. A pesar de que los infortunios del protagonista son narrados por Traven con gran precisión, su retrato del sufrimiento y la explotación a la que son sometidos los trabajadores indocumentados es una premonición sobre la precariedad laboral y migratoria actual, es otra la cuestión que capturaba mi atención página tras página: el barco epónimo. El Yorikke, la nave de los muertos, es donde se les obliga a trabajar, vivir, y deambular por los siete mares a hombres como los retratados en el libro, individuos sin prueba alguna de ciudadanía a quienes se les prohibe permanecer en cualquier país. Además del tono declaradamente político y social de la obra, bajo la pluma de Traven tal situación adquiere un aspecto fantasmagórico: un navío devenido chatarra que apenas y puede mantenerse a flote, un objeto inanimado que se convierte en un personaje por derecho propio y adquiere tanta agencia en la historia como cualquiera de sus compañeros humanos. Desde el momento de su aparición, el barco es presentado como un personaje más:

 

¡Pero qué barco más raro viene por ahí…! Ha soltado amarras, pero no acaba de zarpar. Se arrastra a lo largo del muelle, agarrándose a él con uñas y dientes. Es evidente que no quiere salir, le tiene miedo al agua. Yes, sir, puede estar usted seguro de que también hay barcos que le tienen miedo al agua. Muchas veces nos olvidamos de que los barcos tienen su personalidad y es un error. Tienen su personalidad y sus caprichos exactamente igual que una persona. Aquel viejo cascarón era todo un carácter, saltaba a la vista que aguantaba pocas bromas.[1]

 

Y así, en su carácter como un personaje más que contribuye al desarrollo de la historia, el Yorikke genera relaciones con los marineros que recorren el mundo abordo de él. Gales, el protagonista de esta odisea infernal, recuenta:

 

Puede que la tripulación abandone el barco, pero los relatos jamás lo abandonan. Una vez que el barco ha escuchado el relato, pasa a formar parte de él. Penetra en el hierro, en la madera, en los camastros, en la bodega de carga, en la bodega del carbón, en la sala de calderas. Y desde allí cuenta sus historias a la tripulación, a sus camaradas, cada noche palabra por palabra, al pie de la letra, como si las estuviera leyendo en un libro impreso.[2]

 

A lo largo de buena parte del libro, pero en particular en este pasaje, me viene a la mente el cuerpo de obra de Gabriel de la Mora, en el cual objetos inanimados se convierten por igual en la fuente, punto de partida y provocación para una suerte de narración en negativo.

Con una trayectoria artística de veinte años, De la Mora ha logrado consolidar su práctica a partir de la cuidadosa y obsesiva recolección, manipulación y sistematización de materiales que aparentemente son basura o desechos cotidianos: polvo, suelas de zapatos usadas, cerillos quemados, cáscaras de huevo, antigüedades, plafones de casas de finales del siglo XIX, puertas metálicas oxidadas, placas de impresión, carteles pegados en postes de luz, pinturas viejas. El rasgo que comparten estos elementos sumamente disímiles es su relación cercana con el decaimiento, una condición liminal que se acerca peligrosamente a la desaparición física. Éstos han absorbido una enorme cantidad de energía durante su tiempo de vida y, al igual que con la nave de los muertos, las historias penetran su materialidad misma.

En 2006 De la Mora comenzó una serie con un intrincado proceso de remoción para separar la superficie de muros de distintas casas construidas hace más de un siglo. Al igual que los marineros abordo del barco, el artista ve en estas paredes una acumulación de vida e historias en potencia: “Las piezas que realicé con fragmentos de muros antiguos me interesan como registros de la vida de un lugar; de su energía”.[3] Un método similar fue implementado para remover los plafones que cuelgan de los techos, no obstante, tal compulsión por explorar la cualidad energética de las cosas y lugares también ha sido canalizada en proyectos que requieren una manipulación mínima.

En Inscripciones sonoras sobre tela (2013), De la Mora simplemente retira los pedazos de manta que cubren las bocinas de radios viejos que ha adquirido en mercados de pulgas y tiendas de segunda mano de la Ciudad de México. Las telas atestiguan el paso del tiempo a través de las figuras que quedan marcadas en la superficie de cada una, predominan en ellas composiciones sencillas de círculos y líneas de distintas tonalidades sepia, crema, rojizas y marrón que evocan en ocasiones a la arquitectura de la época de su fabricación. Las siluetas han sido provocadas ya sea por la vibración al salir el sonido, por la exposición a la luz solar o por el contacto con materiales metálicos durante las décadas de funcionamiento del propio aparato radiofónico. Podría decirse que las miles de voces que pasaron entre los hilos de cada tela (canciones, conversaciones, chismes, llamadas y dedicatorias del público, noticias, actualizaciones sobre el tráfico y el clima) permanecen atrapadas entre los tejidos: todo ello da forma al repertorio de historias que han atravesado a las telas y al interés que tiene el artista en ellas.

A diferencia de De la Mora, quien se involucra con los objetos a partir de su propia idea de energía, me propongo a explorar la naturaleza animista de su obra, que engloba tanto su interés en tratar las vivencias capturadas en y por diferentes materiales así como la investigación alquímica a la que los somete. Las transformaciones que él emprende suceden, en principio, gracias a la destreza artesanal que ha caracterizado a su práctica desde una etapa muy temprana así como al diálogo entablado con estrategias tomadas del arte conceptual (la repetición, la desmaterialización, la “muerte de la pintura”, etcétera) conjugadas, irónicamente, con obsesivos métodos de manipulación. Mientras desarrollaba estas ideas, me encontré más y más interesada en desarrollarlas pero bajo un tenor distinto, en los momentos previos a la exhibición de la obra. Por ende, este pequeño libro pretende brindar una perspectiva diferente de la producción del artista, desplazando el enfoque hacia los procesos mas que concentrarse en la producción supuestamente final. El objetivo es evitar aceptar o repetir la concepción de las obras como productos; tal acercamiento sugeriría que éstas realmente se concluyen, que son las únicas portadoras de interés y experimentación o los únicos espacios de discursividad dentro de su práctica.

Intentaré entonces ir desenredando lo que permanece oculto ante las espectadoras cuando experimentan la obra bajo, digamos, un formato expositivo. Mi propósito es entonces tratar a cada pieza cual si fuera un objeto vivo y animado, situación que me ha requerido estudiarlas principalmente fuera del espacio de la galería. Con suerte, en estas páginas se abordarán los métodos de trabajo del artista de una manera más íntima, cual si se abriera una puerta a su estudio. Como lo explica el mantra que impulsa a su práctica, el arte no se crea ni se destruye, únicamente se transforma, sus obras exploran no sólo la transformación de la materia sino también la del significado. Son los pasos que permiten esto, en ambos niveles, los que me dispongo a estudiar, no obstante, la mera concepción de proceso requiere una reflexión paciente; la palabra misma generalmente se asocia a la noción de una multiplicidad de pasos que pueden seguirse cabalmente para lograr un resultado fijo (como el proceso para purificar agua, por ejemplo). En realidad, aquí tomaré una dirección distinta y en lugar de abordar lo procesual me enfocaré en lo procesal: el primer término, utilizado de manera casi exclusiva dentro del campo del arte, apela al linaje histórico del arte de procesos, el cual se deriva de la desmaterialización del objeto artístico. Por el contrario, el segundo es tomado del ámbito legal y hace referencia a la serie de actos que buscan normar relaciones, tal como el derecho procesal. ¿Cómo se va dando forma a una práctica con el paso del tiempo? ¿Cuáles son las negociaciones que suceden entre sus múltiples elementos? Bajo esta veta, es necesario mencionar que la historia del arte ha desatendido a menudo el estudio de únicamente analizan las obras de arte como objetos autónomos e inmutables producidos por un genio solitario.[4] El arte moderno contribuyó en poner a prueba esta convención y, gracias a acciones cada vez más corporeizadas, exigió de parte de críticos e historiadores de arte una atención mayor al proceso de realización de una obra. Para ilustrar este fenómeno, podemos considerar las fotografías ahora icónicas de Jackson Pollock derramando pintura sobre un lienzo; no obstante, el mito del genio continúa en plena operación en estas imágenes.[5]

Por otro lado, con el advenimiento de los proyectos artísticos englobados bajo el término práctica social,[6] los procesos han tomado el primer plano dentro de cada recuento, descripción, análisis e incluso crítica de una obra de arte[7] y tanto críticas como curadoras han enfocado su atención en los procesos sociales e interactivos puestos en marcha para crear la obra. Éste, evidentemente, no es el caso dentro de la práctica de estudio y la mirada de las estudiosas rara vez se posa sobre los procesos—el interés se cierne sobre las obras. Hasta cierto grado, mi propuesta se inspira vagamente (y sin seguir su metodología) en la literatura sobre la práctica social: deseo invitar a la lectora a profundizar en los procesos de diálogo que dan forma a la práctica de Gabriel de la Mora. Por ende, en lugar de proveer un estudio exhaustivo sobre resultados materiales, aquí se pretende resaltar los muchos elementos que moldean el trabajo del artista. Mientras que la cuestión sobre lo que realmente significa sumergirse en un proceso permanece algo incierta, dado que implicaría todo aquello previo a la conclusión de una obra de arte, me ha parecido necesario buscar un término que pudiese ser más útil para este propósito. En estudios cinematográficos, fuera de cuadro sirve para englobar todo lo que sucede fuera del cuadro de la película, tanto a nivel físico (escenografía, cámaras, sistema de iluminación, equipo, actores y actrices, rieles, dollies y demás) como dentro de la ficción cinemática (otros personajes, lugares y, en resumen, lo que sea que conforme al espacio cinematográfico y escape a un cuadro específico). Mirar la obra de cualquier artista en una modalidad fuera de cuadro no apela a develar meramente procesos de creación física; por el contrario, esto conlleva una inmersión en sus influencias, obsesiones y pasos a seguir para dar forma.

Los textos aquí reunidos se limitan a algunas de las series más recientes de De la Mora, comenzando desde 2006, y exploran un cambio gradual en su producción: el desplazamiento de un contenido autobiográfico[8] hacia lo que la curadora Cecilia Fajardo Hill ha llamado “la biografía de las cosas”.[9] Este tema aparece de manera explícita en obras como El peso del pensamiento (2011), serie aún en curso para la cual ha recolectado miles de suelas de zapatos desechadas que posteriormente se consolidan sobre distintas superficies que fungen como lienzo. Cada suela está cargada con información sobre el deambular de la propietaria/usuaria: cada paso dado dejó una huella en su superficie, y la repetición provocó su erosión, al grado en que ciertas partes han desaparecido por completo. Los agujeros consecuentes, en ocasiones círculos perfectos, no son sino el testimonio de la vida de cada suela. Sin importar su suspensión actual, un paréntesis creado al postularlas como obra de arte, el material mismo continuará decayendo, incluso si sucede a un ritmo significativamente más lento. Los plafones y puertas de metal sufrirán el mismo destino, poniendo de manifiesto la tensión entre perennidad y caducidad.

Lo que utiliza De la Mora como materia prima evidencia por igual las transformaciones que escapan a su mano y cualquier intento por controlar su devenir, así como los diferentes registros de información que pueden contener. Por ejemplo, en Sangre (2008-2009), una serie de pinturas donde el mismo pigmento contiene información genética del artista, los tonos y matices que conforman a cada obra continuarán cambiando conforme pase el tiempo. “A lo largo de la historia, el arte ha sido una fuente de información,” una reflexión pintada en G.M.C. O+ / 11,600 cm2 (2009), parece una afirmación apropiada para comprender su acercamiento a los materiales. Igualmente, en sus murales recientes compuestos de telas tomadas de bocinas de radios antiguos (TCA, 2016), el paso del tiempo y su inscripción sobre la materia son visibles—no obstante, la serie también aborda la relación que cada material establece con una usuaria potencial (Inscripciones sonoras sobre tela, 2013 en adelante). Nociones sobre función, afecto y desgaste emergen. Las suelas de zapato, la sangre y las telas representan más que su mera materialidad; simultáneamente, éstas apuntan a ausencias.

En oposición al Yorikke de Traven, las obras creadas por el artista se rehusan a contar historias; nos son insinuadas pero jamás reveladas. Esta negatividad es quizá una interpretación contemporánea de la idea de reliquia—esto es, un objeto que es venerado por, o se convierte en una fuente de fascinación debido a la ausencia que representa. Este punto me lleva a un elemento esencial: la práctica de De la Mora extendida al coleccionismo. Dentro de ésta él ha atesorado una vasta colección de arte y antigüedades donde sobresalen elementos relacionados con funciones religiosas, artículos de devoción y culto que oscilan desde pinturas tradicionales hasta mementos, e incluso animales disecados mediante taxidermia. Sin embargo, es al desempeñar el rol de artista cuando De la Mora pone en marcha una noción mucho más compleja de reliquia: si buena parte de su producción opera bajo el método del ready-made o del ready-made asistido (se elige un objeto y se propone tal cual como obra de arte), al pretender invocar el espíritu de la materia en cada objeto, este término artístico es contaminado por el carácter devocional de la reliquia.

Crucificado (2014), por ejemplo, es una pintura cromada del siglo XIX adquirida por el artista en un bazar severamente dañada, cubierta casi en su totalidad por capas y capas de polvo y con una superficie craquelada. Conservando el cromo tal como lo encontró, De la Mora procedió a cancelar la imagen cubriéndola con pintura acrílica negra que a su vez se mezclaba con el polvo, a excepción de las partes manchadas o las líneas de las fracturas del papel donde la imagen ya había desaparecido. El resultado es un monocromo negro a través del cual emergen algunas fisuras que asemejan ser líneas blancas. Bajo la capa de pintura negra, además de la imagen pía se oculta igualmente el paso del tiempo: años de abandono, incontables plegarias, anhelos y peticiones que las creyentes (muy probablemente) proyectaron sobre la imagen están atrapadas debajo de la pátina negra. Gabriel de la Mora no ejemplifica la figura del artista-arqueólogo quien reconstruye narrativas faltantes a partir de restos materiales, por el contrario, él preserva las historias sin contar, cual si cada una de sus piezas fuera una cápsula del tiempo. Sus obras comprenden lo que no vemos pero que nos mira de regreso.[10]

Más que una doctrina filosófica o religiosa, el animismo que he intentado trazar en el cuerpo de obra de De la Mora es la convicción de que los objetos, gracias a las distintas vivencias que han tenido o han atestiguado, poseen energía. Ésta emerge en los procesos de manipulación física llevados a cabo por el artista o en las situaciones a las que los somete. En sus manos, la fuerza animista de cada cosa, siempre latente más no revelada, se pone en diálogo con la agencia de elementos extraños al propio objeto. Como tal, hago referencia a la agencia de la historia del arte, la cual permea la mirada del artista sobre todo aquello que lo rodea. Capturados por la cámara de De la Mora, plafones, muros, gotas de lluvia cayendo sobre el pavimento, la luz proyectada sobre una pared, una telaraña, entre otros, se convierten en una pintura encontrada. El artista está cautivado por la potencialidad pictórica de distintas superficies, situaciones y materiales. Es así que, a pesar de su jubilación temprana de la pintura (en su acepción tradicional)[11], su extraordinaria sensibilidad pictórica no ha desaparecido ni ha quedado de lado su interés por el medio. Más que considerarse una suerte de pintura expandida, las obras aquí abordadas fungen como una interrogación sobre la naturaleza de la pintura misma, esta preocupación se extiende por igual a los elementos que la legitiman como una disciplina artística y económica. Por ejemplo, en Originalmentefalso (2010-2011)[12], De la Mora aborda preguntas sobre autenticidad, falsificación, imitación, maestría técnica, genio y la ecología de la imagen; también explora las tareas de investigación, colección, regateo y autenticación de obras pictóricas, incluyendo la ardua labor de rastrear pinturas.

Sus series más recientes han establecido una relación distinta tanto con la historia del arte como, específicamente, con la historia de la pintura. Atraído por la cualidad material de objetos cotidianos como las lijas usadas de las cajas de cerillos, portaobjetos para microscopio o mantillas de caucho y placas de aluminio provenientes de máquinas de impresión en offset, De la Mora juega con la composición, el ritmo y la luz para crear obras de gran formato que evocan el lenguaje visual del arte abstracto y minimalista, así como las estrategias de producción del arte conceptual. Asimismo, también hace eco con nombre y apellido a artistas como Mark Rothko, Sol LeWitt, Ad Reinhardt, Frank Stella, Carl Andre, entre otros. Estas series no son una cita de los artistas mencionados sino que representan una de las maneras a través de las cuales se manifiesta la fascinación que tiene De la Mora con el arte conceptual, así como la contestación que éste provoca en él. Marcel Duchamp, Robert Rauschenberg e Yves Klein, al igual que las artistas conceptuales estadounidenses, han jugado un papel fundamental para definir su concepción sobre la labor de la artista: no son hacedoras de objetos, dan forma a ideas y conceptos. A pesar del claro hecho de que el trabajo de Gabriel de la Mora está atravesado por la historia del arte conceptual dado que cuestiona la naturaleza de la creación artística misma, es la combinación de este elemento con la admiración por los fenómenos ordinarios (es decir, la vida cotidiana y sus manifestaciones físicas), la naturaleza animista antes descrita y un entusiasmo incesante por probar técnicas nuevas y cada vez más desafiantes lo que constituyen su núcleo. Estos elementos en conjunto sirven para cuestionar la permanencia de la vida material.

En un esfuerzo por comprender el marco de pensamiento que informa el trabajo de De la Mora, en un período de más de dos años visité frecuentemente su estudio y tuve la posibilidad de pasar horas mirando las imágenes y objetos que colecciona. Mientras navegaba por los archivos de la computadora de su estudio me encontré con una imagen de Édouard Isidore Buguet, un fotógrafo del siglo XIX conocido por su creencia férrea en la psicoquinesis, esto es, la facultad de influir en lo físico a través de lo psíquico: moviendo objetos, levitando, o realizando la teletransportación con la mente. Efecto fluídico, la fotografía en cuestión, presenta a un hombre y una silla que flota junto a él, sus manos sugieren que es él quien provoca el desafío del mueble a la gravedad. Es revelador que De la Mora sienta atracción por la imaginería del fin de siglo, la cual refleja con fidelidad las esperanzas y anhelos de finales del siglo XIX e inicios del XX: conforme se desarrollaba la investigación científica, el medio fotográfico podía capturar imágenes que el ojo no podía ver y, creando un cierto paralelismo, el psicoanálisis probó que la comunicación con lo invisible –el inconsciente– era igualmente posible. Dado que la gente buscaba la inmortalidad, la ciencia se convirtió en un canal para la magia; una creencia común de la época es que los cables eléctricos transportaban mensajes de espíritus. ¿Acaso se canaliza una búsqueda similar a través de los plafones, puertas, muros desprendidos, suelas de zapatos y demás obras? A pesar de que la respuesta no es afirmativa, las series aquí abordadas destacan las relaciones que cada objeto o material generó con un mundo en vías de desaparición, son testigos mudos del fluido social.

Gabriel de la Mora es tanto un artista de ideas y, a diferencia de la caricaturización de la artista conceptual, es también un artesano profundamente involucrado con las técnicas y la experimentación material. Personalmente, creo que no es muy distinto de los marineros de Traven abordo del Yorikke ni de las moradoras de finales del siglo XIX que experimentaban y cuestionaban la vida a través de las historias contenidas en distintos objetos, historias que, en este caso, permanecían sin contar. Su labor no es relatar historias sino preservarlas a través de sus vestigios materiales, conjugando el animismo, el diálogo con la historia del arte, y la experimentación material exhaustiva. Objetos en decaimiento, frágiles y cuidadosamente creados, se convierten en el vehículo para una jornada de exploración artística y espiritual.

[1] B. Traven, El barco de la muerte (Madrid: Acantilado, 2009), p. 119.

[2] Ibid., p. 155

[3] Cita de Gabriel de la Mora tomada de Pulsión y método (México: Turner,

2011), p. 136. Énfasis añadido.

[4] “Creo en la dedicación; nunca he sido de la idea de que el artista no necesita estudiar porque el talento es innato. Una de las cosas que me dejó [la] arquitectura fue la disciplina, que me parece fundamental para llevar a cabo cualquier trabajo, incluido el artístico.” (De la Mora en Pulsión y método, p. 229)

[5] Las fotografías fueron tomadas por Hans Namuth en 1951, mostrando a Pollock en su estudio mientras trabaja en algunas de sus action paintings; se realizaría también una película en la que Pollock chorrea pintura sobre una hoja de vidrio. La intención de usar un material distinto como soporte, vidrio en lugar de un lienzo, respondía al deseo por parte de Namuth de mostrar la huella de la pintura.

[6] Práctica social es un término que ha sido empleado en Estados Unidos para denotar proyectos de que se realizan gracias a la participación de un público determinado previamente o encontrado de manera aleatoria.

[7] La mayoría de estos textos se enfocan en la ética del proceso social, interrogan la relación establecida por parte de las artistas con las participantes. Por ejemplo, ¿fueron sometidas las participantes a la voluntad de la artista o fueron tratadas como iguales? ¿Fue la participación/colaboración pagada o siguió un modelo de explotación? Ver Claire Bishop, Infiernos artificiales: arte participativo y políticas de la espectaduría (México: Taller de Ediciones Económicas, 2016) para una reflexión a detalle.

[8] Las series tempranas de Gabriel de la Mora, específicamente aquéllas que muestran una vertiente autobiográfica (por ejemplo Retratos de pelo, 2004), son objeto de muchos textos y ensayos. Si bien la serie que ilustra mejor esta veta autorreferencial —Brújula de cuestiones (2007)— coincide con este período, decidí no hacerlo parte de la selección ya que, a mi parecer, el énfasis en el elemento biográfico ha eclipsado los logros artísticos de la misma. A pesar de emplear distintos medios y estrategias, buena parte de las preocupaciones filosóficas y conceptuales desarrolladas por De la Mora en los años siguientes ya estaban presentes en estas series.

[9] Ver “Desbordar los límites. Nada es imposible. Todo es posible.”, contribución de Cecilia Fajardo-Hill a este libro.

[10] Parafraseo aquí el título de la exhibición individual más grande del artista a la fecha, Lo que no vemos, lo que nos mira (Museo Amparo, 2014), curada por Willy Kautz.

[11] De la Mora es Maestro en Pintura por parte de Pratt Institute, Brooklyn. Un año tras su titulación, decidió dejar la pintura (en un sentido ortodoxo) con la finalidad de seguir probando los límites y las convenciones del medio. Para un recuento más amplio de esta transición, ver la entrevista realizada por María Minera en Pulsión y método, pp. 227-238.

[12] Originalmentefalso es un proyecto desarrollado en colaboración con el escritor y curador Francisco Reyes Palma.



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