“Una nueva especie me bendeciría como a su creador…”
Como ha señalado Fredric Jameson, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de Mary Shelley, es uno de esos raros textos que cobra una importancia referencial al considerarse, convencionalmente, como el detonador original de un género literario. Podría argumentarse, es verdad, que Frankenstein… dio inicio a la ciencia ficción (en disputa con La máquina del tiempo de H.G. Wells que, aunque posterior a la novela de Shelley, también se considera inaugural). Pero la importancia de Frankenstein… no puede medirse solamente en referencia a la ciencia ficción. También se trata de una novela de horror y, aún más, una obra que se enmarca en la larguísima tradición del relato fantástico. La amplitud espectral de los intereses temáticos plasmados en la novela ya había sido advertida por la autora, como se lee en su famoso prefacio: “El doctor Darwin, junto con algunos escritores científicos de Alemania, ha considerado que los acontecimientos en que se basa esta novela de ficción podrían haber ocurrido realmente. No querría que se diera por sentado que, en cierto modo, considero fidedigno tal despliegue imaginativo. A pesar de comprender que se trata de una obra de ficción, sin embargo, tampoco me he dedicado a encadenar meramente un conjunto de hechos terroríficos y sobrenaturales”.
Si es difícil situar a esta obra en un subgénero se debe a la facilidad con la que reconocemos su impacto cultural más allá de la disciplina literaria. Se trata, después de todo, de un clásico: las ideas delineadas por Shelley en esta novela han tenido eco en otros ámbitos artísticos (icónicamente, en el cine) pero también en deseos y pesadillas transhumanistas que hoy todavía son palpables; un vistazo al periódico o a las redes sociales bastará para encontrar nueva información sobre el desarrollo en inteligencias artificiales o argumentos que advierten sobre los riesgos que conlleva el desarrollo científico o la celebración, porque sí, del progreso tecnológico.
Pero dada su importancia histórica, no sólo el tema tratado por Shelley ha dejado una marca en el relato del pensamiento humano. También, para la literatura, lo hicieron las circunstancias documentadas en que comenzó a escribirse la novela. La anécdota es conocida: “Una conversación intrascendente inspiró la situación en que se basa mi historia”, explicó Shelley. “Se inició, en parte, como un divertimento, pero también como un ejercicio para desvelar los recursos desconocidos de la mente”. Y más adelante en el mismo prefacio: “Pasé el verano de 1816 en las afueras de Ginebra. La estación fue fría y lluviosa, y por la noche nos congregábamos al calor de la chimenea y nos entreteníamos contándonos historias de fantasmas de procedencia alemana que por casualidad habían caído en nuestras manos. Esas narraciones nos inspiraron, a modo de divertimento, el deseo de recrearlas. En compañía de dos amigos (de la pluma de uno de los cuales surgen historias que el público recibe con muchísimo mayor interés que el que yo pueda soñar en suscitar), acordamos que cada uno escribiría un relato basado en algún suceso sobrenatural. […] El mal tiempo, no obstante, escampó de repente. Mis dos amigos se marcharon de excursión por los Alpes y, subyugados por los magníficos parajes en los que se encontraban, abandonaron todo recuerdo de sus visiones fantasmagóricas. La siguiente narración e la única que fue concluida”.
Sólo esta anécdota literaria, en la que se explica el origen de Frankenstein… ha dado pie a obras creativas de corte más o menos parasitario. En este mismo sitio mencionamos ya Bravura (1984), la novela de Emmanuel Carrère que recupera el episodio referido por Shelley, así como lo omitido, a saber, que esa misma noche también se escribió uno de los primeros relatos modernos que retomaron el mito del vampiro (“El vampiro” de John William Polidori). Ciertamente es interesante que en la misma noche se encontrara el germen moderno de dos monstruos que habrían de marcar la pauta para algunas pesadillas del siglo XX y XXI, ya fuera la del depredador que roba la fuerza anímica de sus víctimas (el vampiro) o la de la inteligencia no humana que nos atormenta (el monstruo anónimo de Frankenstein que hoy tiene descendientes en las inteligencias artificiales, los androides, los clones y otras creaturas de la bioingeniería).
Visiones peligrosas
La novela de Carrère también le rinde un homenaje a la modesta caja china con la que se construyó la obra de Shelley. Pero en Carrère lo que se vuelve un intrincado y angustiante juego de espejeos y muñecas rusas, la forma de la novela de Shelley hoy tiene algo de convencional, al evocar las estrategias de la novela realista decimonónica. El relato de Shelley inicia como una narración de segunda mano: leemos las cartas que el capitán Robert Walton le envía a su hermana durante una expedición polar, y es a través de ellas que conocemos tanto el testimonio de Victor Frankenstein como el de su monstruo. El uso de epístolas, bitácoras y diarios personales en las novelas ya es una estrategia común –sin ir tan lejos, Drácula (1897) de Bram Stoker, emula esos géneros pero también los telegramas y los artículos periodísticos para darle a su extraño relato la apariencia de estar anclado en la realidad. Pero a pesar de estas formas y de sus ideas filosóficas y científicas, Frankenstein… no puede negar su lugar en la historia del relato fantástico o extraño.
Y es que el joven Frankenstein tiene más en común con los magos y nigromantes de arcanos conocimientos que con los científicos modernos. Las obras de Cornelio de Agripa, Paracelso y Alberto Magno tienen un curioso impacto en su formación: “…la realidad quedaba al margen de mis sueños y me enfrasqué, con la mayor diligencia, en la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. […] Mis visiones no se limitaban sólo a eso. Conjurar fantasmas o demonios era factible, según afirmaban con ligereza mis autores favoritos, y yo me había propuesto conseguirlo encarecidamente”.
El proverbial resultado de las investigaciones (o conjuros) de Frankenstein tiene algo de mágico. No sólo se refiere el científico al resultado de su experimento como un demonio o un vampiro en repetidas ocasiones a lo largo de la novela, sino que cuando el monstruo cobra inteligencia para superar no sólo físicamente a su creador, lo hace a través del dominio de la palabra (de la misma manera en que el golem, de acuerdo al mito, cobra vida, a través de la palabra divina; la cercanía familiar entre ambos monstruos es innegable, si bien en el caso de Frankenstein el lugar de la “magia” es ocupado por la ciencia). ¿Pero es este aire familiar con lo fantástico lo que hace a la novela un clásico?
Hay que insistir: su importancia, y es casi obvio decirlo ahora, está en otra parte, en los problemas que planteó. A pesar de los deseos humanistas de Shelley (“…describir las pasiones humanas con exhaustividad…”) la novela es recordada por abrir la puerta a preguntas sobre otras formas inteligentes de vida y la responsabilidad, o no, que tenemos con ellas. Algunos momentos de la novela, como el pasaje donde descubrimos que el monstruo no sólo alberga sentimientos sino que es autodidacta, tienen todavía eco en la actualidad (¿qué pasaría, en efecto, si a una máquina consciente se le programara con las Las cuitas del joven Werther, Las vidas paralelas y El paraíso perdido?, ¿cómo se expresaría un “bot” que sólo tuviera esa cantera de referencias?). Ahora parece natural que esas preguntas se planteen, en la ficción, a través de un subgénero específico, pero hemos visto ya que las mismas preguntas y problemas transhumanistas han prosperado en otras cumbres literarias. ¿No pueden rastrearse las mismas inquietudes, por ejemplo, en “La metamorfosis” o en “Las preocupaciones de un padre de familia” de Kafka?
Intentar comprender la inteligencia y los sentimientos de entes realmente extraños sigue siendo una de nuestras pasiones. ¿Pero es una inquietud noble? ¿No delata, también, el silencioso deseo por superar esta frágil existencia humana? En efecto, esa es la tragedia del moderno Prometeo.
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