La “república luminosa” a la que se alude en el título de la nouvelle más reciente de Andrés Barba es un extraño constructo social, del que se sabe muy poco, creado por una extraña, a veces violenta, pero interesante comunidad de niños. En un poblado tropical, San Cristóbal, a mediados de los noventa, aparece un grupo de treinta y dos niños al que lentamente se le van sumando infantes de la localidad. Aunque han pasado algunos días en el pequeño poblado, tras algunos episodios violentos son expulsados hacia la selva que cerca a San Cristóbal para, de pronto, desaparecer.
Imágenes recurrentes vuelven a este tópico de la literatura (la comunidad de los niños que le da la espalda a los adultos): aunque se alude a los casos históricos de los niños salvajes así como a la leyenda del flautista de Hamelín, el lector también tendrá en mente la miríada de narraciones sobre comunidades improvisadas –en internados, en campamentos, en lugares de ensueño– habitadas estrictamente por menores de edad, así como algunos relatos que subrayan la imposibilidad de esas comunidades (como El señor de las moscas o La cruzada de los niños). Es una senda que Barba ya había explorado en otra de sus miniaturas, Las manos pequeñas, publicada hace una década. Pero si allí la atención estaba en la manera en que la violencia se deslizaba, serpenteante, en la comunidad disciplinada de un orfanato para niñas, la República luminosa (2017) parece poner su atención en otro lugar.
También en esta novela breve hay algo que serpentea, y es el relato mismo que esquiva lo lineal para dar reportes memorísticos tomados de distintas fuentes, sean supuestos documentales, columnas de opinión, estudios académicos o partes periciales. Toda esa documentación subraya la extrañeza del episodio ocurrido en San Cristóbal, ya anunciada desde la primera línea: “Cuando me preguntan por los 32 niños que perdieron la vida en San Cristóbal mi respuesta varía según la edad de mi interlocutor”. Habla uno de los testigos principales, y único narrador, quien en su momento había sido “un joven funcionario de Asuntos Sociales de Estepí”, cosa que tiene su importancia pues opone dos sistemas para tensar el relato: la visión del burócrata que reconstruye el relato (oponiéndose a distintas fuerzas sociales pero también a otros aparatos como la prensa) y ese otro lugar salvaje e indómito, el de los niños que se han rebelado contra el mundo que, precisamente, permitió la creación de sistemas como la burocracia.
A diferencia de Las manos pequeñas, más engolosinada con lo siniestro, parece que en la República luminosa estamos ante una idea: la posibilidad de otras maneras de organizarse, de un impulso que podría ser utópico o no, pero en todo caso que crece a la sombra del mundo conocido. Es esta idea –donde se sugiere, también, la creación de una nueva lengua, selvática y barroca, creada para entorpecer la comunicación, la nueva lengua de los niños– la que hace valiosa a esta novela breve (y que, incidentalmente, tiene puntos de contacto con otro relato largo destacado, “Cuaderno”, uno de los cuentos incluido en Las moradas, de Nicolás Cabral).
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