Se fue el antipoeta: Nicanor Parra perdió la vida el 22 de enero, a los 103 años, en su casa de Santiago de Chile. Homenajeamos al poeta chileno, un autor sin parangón, rescatando el siguiente texto de Raúl Zurita, publicado originalmente en La Tempestad no. 45 (noviembre-diciembre de 2005).
Todos queremos a Nicanor Parra. En torno a su obra se está produciendo un consenso cada vez más rotundo. Es una buena noticia. Se trata de uno de los más grandes poetas vivos, cuya obra interpreta algo antes inexpresado de nuestra vida y del mundo, y que acerca profundamente la poesía a la vida. Es así, y sin embargo hay algo perturbador, algo que cuadra del todo. Hablamos de un nudo ciego que subyace en la antipoesía, refractario a toda institucionalización, al que de pronto pareciera querer dársele un rictus mortis adelantado, como si no fuese posible asumir lo subversivo y desmembrador que la obra de Parra conlleva sin convertirla antes en un osito de peluche. Es el ensalzamiento y el entierro. Por una parte se la admira, por otra se la despoja para hacer de la propuesta más revolucionaria de la poesía de los últimos tiempos algo ni más ni menos aceptable que lo podría ser la carcajada inoportuna de un colegial en medio de la misa. No habría problema, salva que ese colegio es horroroso, el colegia es un abusado y ya hace tiempo que sabemos que la misma es un ritual sangriento. La antipoesía es sobretodo ese salvo.
Es esa insobornabilidad la que se quiere evitar a toda costa y, si creemos en los automatismos colectivos, es lógico que así sea porque sus implicaciones exceden con creces lo literario. Nicanor Parra ha realizado una obra cuya consecuencia final es tan desestabilizadora, tan contraria al sistema de propiedad y al modelo que nos rige, que nadie ha querido realmente asumirla. Su expresión más rotunda está en su última obra: Lear Rey & Mendigo (2004), que sintetiza la totalidad de la propuesta antipoética, uniendo la formulación de Marcel Duchamp de designar como arte todo aquello que el artista decide que lo es con la crítica radical a la usura en el Canto XLV de Ezra Pound. Al leer el Lear lo que se nos reitera es que el horror, el horror en general: la vejez, la senilidad, la locura, está escrito en la existencia y que por eso la tragedia es el arte sacro por excelencia, el único irrefutable. Al escribirlo sin embargo lo refutamos. Al leer a Shakespeare, Parra lo afirma, al escribirlo lo desmonta: nos dice, nos acaba de decir, que absolutamente todos los hombres son Shakespeare ¡porque el lenguaje es Shakespeare! Y en una sola partícula de ese lenguaje que los hombres hablan están contenidas todas las obras maestras del mundo. Ese descubrimiento es tan crucial como el de Joyce cuando nos muestra que la Odisea es el relato de un día en la vida de cualquier ser humano. En dos palabras: que ése es el profundo comunismo de las palabras. Que ellas nos hacen a todos de todos; a todos, todo.
Pero lo que eso implica es intolerable porque significaría la abolición de todo sistema coercitivo ya no en el plano teórico sino en el de las sociedades concretas. La proposición de Parra fue gradual: primero se limitó a lo “artístico”, a lo literario – la antipoesía en su sentido ya clásico– que puso en jaque todo lo que se entendía por literariamente “superior”. Luego, con los Artefactos, se trató de la aniquilación de los emblemas consagrados de la cultura, entre otros del libro, al que literalmente se le hace estallar (la edición de 1972 consitía en una caja con cientos de tarjetas postales destinadas a colarse por debajo de las puertas de las casas, como si fueran las esquirlas de una granada), suprimiendo de paso cualquier idea de jerarquía al poner en el mismo plano el chiste, la política, el alto lirismo, la pornografía, todo.
Los artefactos apelan de ese modo a la democracia irrecusable de habla, a su propiedad comunitaria y compartida. La eliminación de las jerarquías del habla junto a liberar toda la potencia creativa del lenguaje, todo su poder desacralizador y a la vez encantatorio, nos hace ver un terreno común donde los seres humanos, al igual que sus palabras,carecen de jerarquías y por ende son profundamente iguales. Las desautorizaciones que suelen hacérsele a los artefactos –que son simples chistes, por ejemplo– han tenido siempre e común la idea de una jerarquía del lenguaje, que se proyecta como un reflejo de la división “natural” de los hombres en clases. Pero precisamente ése es el papel simbólico y democratizador que cumplen los artefactos: liberar a las palabras obreras, aquellas que cotidianamente fundan la vida de los seres humano, de la sumisión que les imponen las palabras sagradas.
Las consecuencias de los antipoemas se encuentran así en los artefactos, y estos a su vez constituyen un caso restringido de lo que, como decíamos, es la creación de Nicanor Parra más única y original, precisamente aquella que tiene menos antecedentes, y cuya escritura significa ni más ni menos una subversión de todo aquello que el neoliberalismo actual entiende por historia, por cultura y finalmente por libertad. Lo que la escritura de esa obra propone es la compartición comunitaria para la pluralidad de lo humano de todas las fuerzas que yacen mermadas, coartadas, esclavizadas bajo el concepto de propiedad. El habla absorbe las llamadas “grandes” obras y estas a su vez no son sino modulaciones particulares, meros acentos permanentemente absorbidos, reelaborados, regurgitados, de los lenguajes de las tribus de los que nacen y en los que se hunden. Dante, Platón y Joyce son destellos de ese mar del habla sin más ni menos derechos que el diálogo de dos lavanderas a la orilla del río o de dos estudiantes en un bar. Es lo que la escritura parriana ha entendido. Su revolución no es más ni menos que eso.
Ya la portada y la contraportada del Lear demarcan esa oposición con una claridad inequívoca. En la portada están impresas sólo tres frases: un nombre: Nicanor Parra, el título de la obra: Lear Rey & Mendigo y las señas editoriales. Pero ello no es soportable y la contraportada se encargará de inmediato de volver las cosas a su lugar. En ella se nos dice que se trata de una “traducción” del King Lear de William Shakespeare. Perfecto entonces: era eso, y aunque se diga que Parra “ocupará un lugar de honor en una Enciclopedia biográfica de traductores inmortales” (Piglia), de lo que se trata es de dejar claramente establecida la noción de propiedad y el sistema de subordinaciones que trae consigo. En rigor no hay mala fe, no verlo así en el tiempo en que la propiedad se ha vuelto metafísica es prácticamente imposible y sin embargo es exactamente lo que la antipoesía ha hecho. En la portada Nicanor Parra cumple con su parte; en la contraportada el sistema cumple con la suya.
Prisioneros entonces de un mundo paralelo y nauseabundo, creemos ser dueños lo que está siendo escrito, de lo que está siendo hablado y de ahí la obsesión (y esa sí picaresca) por los derechos de autor, por la propiedad intelectual, por la noción de autoría. Parra nos recuerda la incancelada imagen de un sueño plural y negado: el sueño sin fin de la soledad.
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