jueves, 18 de enero de 2018

Lugar de las cosas escondidas

Nos bajamos de una patrulla en Las Aguas de la Zona Azul. Tal vez sea lo habitual, o puede que el coche tuneado delante de nosotros llame más la atención, lo cierto es que casi nadie voltea a vernos. Con todo, sentimos la triste ufanía de volver a la adolescencia momentáneamente. Qué cool ser sateluco a los dieciocho, o quién sabe; más padre aceptar la chavorruquez a tiempo. La policía nos sorprende en la Acrópolis de Lomas Verdes intentando meternos. Más tarde entendemos que en realidad no hace falta, que a la vuelta hasta despacha una taquería. En el fondo deseamos aventuras, de otra manera no escogeríamos Naucalpan para este paseo.

Todas las imágenes son de Jorge Pedro Uribe

Nos vemos en el Metro Panteones, menos complicado que Cuatro Caminos. De ahí un Uber nos lleva hacia El Conde cuya zona arqueológica no podemos visitar porque no abre los sábados, igual que el museo dedicado a los tlatilcas. Damos un recorrido por el pequeño mercado, después por las vías de la antigua estación del ferrocarril. Se respira aburrimiento, más que melancolía. Vagones funcionan como viviendas, incluso uno como escuela primaria, el paisaje recuerda un poco a la Huaca. Entonces nos acercamos a San Bartolo, de espacios públicos enrejados y escasa sombra, acabamos guareciéndonos en el restaurante bar Río Duero. Sabroso el chamorro, y a treinta pesos los cinco tacos de suadero. “No está tan feo por acá.” Tampoco súper bonito. No es una cuestión de estética, sin embargo: nos encontramos en la región de Tlatilco, “lugar de las cosas escondidas” en náhuatl, de lo más vetusto en el Anáhuac: el Preclásico Medio con olor a caldo de gallina. El mesero no sabe a qué ciudad castellana se refiere el mural, será soriana; los manteles colorados, no muy finos. ¡Salud!

Con entusiasmo de cerveza subimos a los Remedios, adonde el santuario de la famosa Virgen que, según se asegura, colocaron los conquistadores en el Templo Mayor de los tenochcas una vez consumado el asedio, en el mero adoratorio de Huitzilopochtli. Es posible que allá arriba, y no en Popotla, se haya replegado el ejército cortesiano luego de la Noche Triste, en territorio otomí, alrededor del gran ahuehuete que aún señorea el atrio. En el claustro admiramos exvotos: “Gracias por hacerme la niña más feliz del mundo”, dice el más simple, una pinta en la pared. Principalmente agradecimientos por haber salvado la vida, propia o de un conocido, pasado con éxito un curso escolar, salido con salud de alguna operación. En las proximidades retiembla en sus antros la tierra, y un sacerdote bendice un automóvil; nos topamos con un muro lleno de imágenes viejas, las pone afuera de su casa una familia de ocho, no se consideran cronistas, más bien sólo venden las fotos. “Antes nos dedicábamos al maíz”, ahora a los abarrotes. Nos hacen pasar un momento, agradecemos la hospitalidad y tras breves minutos alcanzamos el acueducto construido en el siglo XVII. Unas niñas se ríen, que qué hacemos unos gringos en su pueblo. Fingimos no oír, al rato soltamos en seco español: “¡Qué altos se ven los arcos!”. Uno de nosotros decide andarlos por arriba, a más de quince metros en su altura máxima. Desde abajo observamos conturbados, como si se fuera a caer en cualquier momento. No ocurre, thank God, y así llegamos al segundo caracol, que ya habíamos visto en una pintura de O’Gorman. Es originalmente un respiradero para las aguas subterráneas.

Otro Uber, ¿y si ahora vamos a la casa del arquitecto Senosiain? No nos permiten siquiera la entrada al fraccionamiento, claro, ni cita tenemos. De este modo terminamos en la Acrópolis, haciéndonos los jovencitos, lo cual ya no somos desde hace unos años, cuando empezamos a considerar que existen rumbos feos y otros no tanto. Qué remedio, pobres almas tuneadas, no muy finas. “¿Y si nos dan un aventón a la Zona Azul?” Funciona.

Jueves 18 de enero de 2018



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