miércoles, 31 de enero de 2018

Una moral melancólica

Luz y tiempo

La Cineteca Nacional sigue exhibiendo La rueda de la maravilla (2017) el filme más reciente de Woody Allen. Se trata de la segunda película en la que colabora con el cinematógrafo Vittorio Storaro, conocido por su trabajo en Apocalipsis ahora (1979), el filme de Ford Coppola, realizador con quien también trabajó en uno de los segmentos de Historias de Nueva York (1989). Por supuesto, Nueva York ha sido una de las geografías exploradas de manera exhaustiva por el cine de Allen y ahora, tras su período, digamos, turístico (Vicky, Cristina, Barcelona; Medianoche en París; Para Roma con amor…), vuelve a él en clave melancólica. La cinematografía de Storaro en este sentido ha sido clave para proyectos recientes de Allen. Si en 2016 pintó en Café Society al Hollywood de la década de los treinta como una tierra de colores caquis, arenosos y dorados, con La rueda de la maravilla la fotografía de Storaro oscila entre los vivos colores de la hora mágica que pasan del rojo intenso hacia los azules apagados de las primeras horas de la noche. Apegándose a la mecánica con la que se cuentan chistes o anécdotas, Allen armó uno de los pequeños dramas en los que ha reincidido a lo largo de su carrera (matrimonios difíciles, preocupaciones morales, crimen y culpa; en suma, el pantone ético humanista) y se apoyó en la iluminación de Storaro para otorgarle un peso dramático a sus escenas. Así, de la perezosa tarde ambarina de una mujer aburrida o aturdida con su vida (Kate Winslet interpreta a Ginny, casada con un hombre sencillo y sin demasiadas ambiciones, como su nombre indica, Humpty, interpretado por Jim Belushi) rápidamente puede dar paso, de una línea de diálogo a otra, a un soliloquio desesperado (momentos en que, generalmente, la luz se vuelve azul o grisácea).

Por supuesto, estos cambios abruptos de iluminación –y debe apuntarse, el filme toma lugar en la Coney Island de los cincuenta, llena de las luces de las atracciones– siguen también las convenciones del teatro dramático. Tiene su lógica: el filme está contado desde el punto de vista de Mickey, un joven dramaturgo interpretado por Justin Timberlake. ¿No recuerda esta estrategia, por ejemplo, al uso del coro trágico que apareció en Poderosa Afrodita (1995)? Aunque la luz de Storaro no está allí para hacernos reír, sí vuelve extraños ciertos momentos, subrayando siempre que estamos viendo una tragedia clásica, sólo que ambientada en un espacio nostálgico. Pues, en efecto, si La rueda de la maravilla vuelve al Coney Island y Brooklyn de los cincuenta y si Café Society observa al Hollywood (pero también al Nueva York) de los treinta, en medio de ambas películas podemos ubicar Días de radio (1987), que también se desarrollaba –en parte- en Coney Island, pero a finales de los treinta y mediados de los cuarenta. Algo puede desprenderse de aquí: a pesar de sus aspectos tragicómicos, parece que las décadas de mediados del siglo pasado fueron tiempos que pueden recordarse de manera entrañable. ¿Fueron épocas menos complejas? No necesariamente, pero al menos ya han pasado, cosa que –en la memoria– siempre las ilumina de manera distinta.

La cuestión del monstruo sexual

Tal vez por necesidad material ahora veremos a la obra de Woody Allen de manera distinta: Café Society fue la primera cinta, en varias décadas, en la que trabajó sin su coproductor ejecutivo Jack Rollins y, separado de Sony, su trabajo está siendo distribuido por Amazon Studios (hasta ahora). Será interesante ver cómo será vista su obra en esta época, cuando incluso uno de los crímenes que han obsesionado al presente tienen cabida en el cine fantástico (la marquesina aún exhibe La forma del agua de Guillermo del Toro y pronto llegará al cine comercial La región salvaje de Amat Escalante, dos películas que retan las convenciones de la ciencia ficción y que giran en torno a monstruos con vida sexual). Mientras tanto, el cine de Allen mantiene el pulso: ya sea desde la comedia o el drama, las grandes preguntas morales (y las pequeñeces humanas) siguen relatándose con el mismo extrañamiento de siempre.



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