lunes, 22 de enero de 2018

Políticas de identidad

A finales del año pasado Literatura Random House publicó la traducción al español de El ferrocarril subterráneo, la sexta novela de Colson Whitehead, original de 2016. Es una buena oportunidad para volver a discutir sobre la autonomía de las artes, supuesta o no, como se ha hecho recientemente a propósito del cine (a veces en mancuerna con el espectáculo y la prensa de pacotilla). Aunque en el cine las políticas de identidad desde las que se discute este tema se han decantado por la sexualidad, la inequidad de género y el abuso, en la literatura (a veces subsumida a discusiones sobre crítica cultural) no sólo se ha planteado la cuestión sino que carga con una larga historia. Las estaciones son varias, está la estética clásica, donde la moral y la belleza eran una misma; está la discusión sobre el arte sacro, pasando por la literatura del Holocausto o escrita a su sombra -¿se debe leer a Céline? Y si sí, ¿cómo debe leérsele? Etcétera.

Si la modernidad trajo consigo la cuestión de la supuesta autonomía de las artes hoy lo que vemos es una duda constante sobre la manera en que los artistas (como los escritores) abordan el material que usan para sus obras. Whitehead, de la generación de Franzen y Foster Wallace (¿liberales, postirónicos, convencidos de que la pureza del corazón está en la duda?), fue durante mucho tiempo reacio a casarse con temas de identidad. Su primera novela, La intuicionista (1999), aunque tuvo algunos elementos de políticas de identidad (la protagonista es la primera mujer negra en participar en una extraña institución) parecían estar allí más para sazonar o aterrizar el universo fantástico de su novela, como lo hacen también los elementos de thriller –la novela se desarrolla en una metrópolis donde los elevadores son el centro dramático, el campo de batalla de dos corrientes filosóficas (los inspectores intuicionistas y los empiricistas).

Tras haber pasado también por la estación de la novela apocalíptica (con la cómica Zona uno, de 2011), no debería sorprender demasiado que un escritor de su “calibre” (el lenguaje de contratapa se apurará en señalar a su novela como el “acontecimiento literario del año en los Estados Unidos”) ahora haya escrito una novela sobre esclavismo, un momento histórico de los EEUU que regresa, como parábola o fantasma reprimido, cíclicamente. Con todo, la crítica se ha tomado el tiempo de preguntar si realmente ha escrito una novela sobre esclavismo, como hizo Thomas Chatterton Williams para la London Review of Books, dadas las estrategias elegidas por Whitehead. Pues, en efecto, esquivando el sentimentalismo, la voz desapegada de Whitehead ofrece ocasionalmente elementos semi-fantásticos, literalizando el nombre de la agrupación abolicionista que le da título a la novela. Así, si en el Intuicionista una red vertical de elevadores recorre las entrañas de una ciudad, en El tren subterráneo aparece una especie de ucronía utópica en la que, en efecto, existe realmente un tren bajo tierra que ayuda a esclavos a escapar del sur hacia el norte de los EEUU. El mecanismo convive también con los horrores más o menos conocidos del esclavismo que aquí aparecen sucesivamente: torturas, latigazos, eugenesia, persecuciones… Lo extraño es que la crítica haya señalado a esta estrategia –introducir elementos fantásticos en períodos históricos– como lo que mina la “autenticidad política” de la novela, convirtiéndola en una fábula o una parábola problemática. ¿Pero está realmente allí el problema? ¿Es un problema?

Tal vez sea un prurito modernista el que me lleva a preguntarme, con cierta incomodidad, si no deberíamos prestar más bien atención a esa lengua fácil de traducir, industrial, que parece plagar a las novelas cuya principal preocupación es el bendito tema. Del primer capítulo: “Estas fantasías la consolaban cuando el peso que soportaba amenazaba con romperla en mil pedazos”.



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