En la recta final de 2017, Sexto Piso publicó La efeba salvaje, el segundo volumen de relatos de Carlos Velázquez (Torreón, 1978). El trabajo narrativo de Velázquez ganó su cuota de lectores debido a un estilo picaresco norteño cocinado en un mejunje de historias y personajes que de tan reales resultan excéntricos, pero sobre todo al aparente desenfado con el que ejerce el oficio de contar historias en libros como La biblia vaquera (2008) y La marrana negra de la literatura rosa (2010). El texto de Velázquez siempre rebosa en el habla popular, en el lenguaje alternativo –que no slang– gestado en los diferentes asideros de la clase media mexicana. Platicamos con él acerca de su libro de relatos más reciente, sobre el desvío artístico que parece anunciar La efeba salvaje, acerca de sus influencias estéticas y, también, del estado de la creación y la crítica literaria en México.
El resucitador de caballos, el último de los relatos publicados en La efeba salvaje, se desmarca del conjunto narrativo porque está escrito en un registro distinto: los otros cinco cuentos están regidos por las mismas reglas del universo contenido en La biblia vaquera y en La marrana negra de la literatura rosa: tragicomedias marginales pasadas por la sartén de la sabiduría pop del norte de México y las desventuras aspiracionales clasemedieras; sin embargo El resucitador de caballos está escrito en clave western –que no es lo mismo que norteña– y no ofrece pasajes pícaros. ¿Anuncia este cuento tus futuros intereses narrativos?
De pequeño tenía un sueño recurrente que me marcó más de lo que imaginaba. Soñaba que un brujo se brincaba al patio de mi casa. Un día después de uno de estos sueños salté al patio de mis vecinos y encontré un muñeco hechizo fabricado con medias de mujer. No sé por qué lo incineré. Fue mi primer impulso. Lo hice sin pensar. En automático. Ése fue mi primer acercamiento a la brujería. Años después vino el mito de Robert Johnson, una historia que no he podido trascender. En La biblia vaquera aparece La condición postnorteña, un texto que alude al músico. El argumento de la novela que estoy escribiendo, El corrido del Santo Madero, insiste sobre el mismo tema: la figura del diablo. Sin proponérmelo la temática de mi obra se ha ido desplazando hacia lo sobrenatural. El resucitador de caballos, como todo lo que escribo, parte de varias premisas: en principio surgió porque en 2004 leí un cuento de Sam Shepard llamado El domador de caballos; al terminar de leerlo me dije que algún día me gustaría escribir algo así. Sin embargo, como bien lo señalas, mis textos tienden a ser sardónicos. En La condición posnorteña el acercamiento con satanás se produce de manera picaresca. La segunda premisa que inspiró El resucitador de caballos fue Jim Morrison: desde niño soy fan de los Doors, a niveles enfermizos. En la secundaria me apodaban “El Morrison” porque no paraba de hablar de los Doors; entonces, siempre quise escribirle un cuento a Jim, como homenaje. Pero todos sabemos que hacer este tipo de cosas es peligroso, corres el riesgo de quedarte por debajo de lo que homenajeas. Por lo tanto tomé al alter ego de Jim, Mr. Mojo Risin, como personaje para esta historia. Morrison presumía que de niño el espíritu de un niño había entrado en su cuerpo, fue así como nació Mr. Mojo Risin. Esto dio pie a que me clavara en las posibilidades de la reencarnación. Eso me reveló la historia, un cuento sobre un caballo que resucita. Es un western porque atañe a Shepard, es decir: nace de una estela, y creo que hasta la fecha es lo mejor que he publicado.
En la obra de “escritores del norte” como Jesús Gardea o Daniel Sada se percibe, sobre todas las cosas, la voluntad de experimentación formal –a falta de otro término más adecuado y menos sobado–, a partir de lo vernáculo. ¿Crees que este tipo de búsquedas poco comunes (muy poco comerciales) se han dejado de lado?
En los años noventa no se leía a Gardea ni a Sada. Aunque muchos autores ahora los presuman como influencia. Sada comenzó a ser reconocido a partir del Premio Herralde, antes de eso era una autor de culto, con pocos lectores, profundamente leales. Yo creo que debemos aprender muy bien la lección que ha surgido de las carreras de ambos. Transitaron caminos muy arduos y muy ingratos; el escritor del presente debe aprender de los errores que ellos cometieron. La experimentación es el alma de la literatura, sin esta todo sería literatura de aeropuerto. Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Sada, es una obra producto del boom, la novela totalizadora. Y a la vez el primer intento por dar nombre a la gran novela del norte. La experimentación ahora apunta hacia otro rumbo. Se ha olvidado el acto primordial: narrar. Es muy sencillo perder el rumbo. Por un lado están los experimentos curiosos y por el otro lado la exageración tipo Mi lucha, de Knausgård. El escritor del presente tiene ante sí unos de los retos más arduos en la historia de la literatura: encontrar el equilibrio entre estos dos polos. Es decir: puedes ser todo lo experimental siempre y cuando privilegies el campo semántico, y también entender que el narrar diarreicamente es perjudicial para la literatura. Jamás voy a preferir Mi lucha a En busca del tiempo perdido.
¿Es posible que los escritores más jóvenes, del norte del país, estén más interesados en adherirse a la mentada “literatura del narco” (un género supuestamente comercial)?
Respecto a la literatura del narco que se ha expandido como el noir: el problema es que funciona toda en base a formulas y nadie ha sido capaz de transgredir esas fórmulas. Entonces ocurre una literatura repetitiva hasta el hastío. Y lo peor: crea autores autómatas, escritores que quedan incapacitados para escribir otra cosa que no sean novelas negras. Por lo tanto tenemos una literatura estancada, tanto en lo formal como en lo comercial. Y encima cierto equívoco persiste alrededor del tema: creer que Élmer Mendoza es un autor de novelas del narco y lo que escribe Luis Humberto Crosthwaite es literatura norteña sólo perjudica. Da pie a que el cliché siga alimentándose.
Ahora que dices que Porque parece mentira la verdad nunca se sabe es un producto del boom, ¿podrías hablarme de tus distancias (cercanías y lejanías) respecto de las distintas tradiciones literarias mexicanas? ¿Tienes afiliaciones o simpatías con alguna búsqueda narrativa previa o contemporánea?
Siempre me he considerado ajeno a la literatura mexicana. Casi no he acudido a Jorge Ibargüengoitia, por ejemplo, sólo he leído su libro de relatos, pese a que se insiste en relacionarme con él. Sin embargo, creo que esta percepción es engañosa. Sin José Agustín, Élmer Mendoza y Fernando del Paso yo no existiría como escritor. Pero fuera de algunos autores que se pueden contar con los dedos de las manos, mi acercamiento a la literatura nacional ha sido pobre. No por desdén o desidia. Desde joven quedé eclipsado por la literatura gringa y me he alimentado de ella todos estos años. Mi formación está anclada en la narrativa gringa y en ciertos autores en español, que tampoco son muchos: el argentino Fogwill, el principal. La explicación radica en las brillantes palabras del poeta José Eugenio Sánchez: “¿Como norteño con quién te vas a identificar más, con Barry Gifford o con García Ponce? Obvio no con el que se la pasa acariciando gatitos”. Creo que con unos de los autores con el cual me siento más emparentado es con Sergio González Rodríguez, su manera de teorizar el norte ha sido siempre una guía para mí. Sin Huesos en el desierto no existiría El karma de vivir al norte. Su búsqueda es uno de los eventos que más me han interesado de la producción reciente de nuestras letras nacionales.
¿Qué debería estar discutiendo la literatura mexicana?
De un tiempo ha la fecha he insistido en la crisis por la que atraviesa la literatura mexicana, tanto en lo editorial como en lo creativo. Estamos en un bache. La mala calidad se ha vuelto el común denominador y el escritor mexicano no tiene aspiraciones. Si dices que quieres destronar a Bolaño, la gente se ríe de ti. Lo acomodaticio es lo que impera. Creo que debemos de tomar por ejemplo la música de los sesenta: cuando Jimi Hendrix sacaba un disco y enseguida Dylan se lanzaba a tratar de superarlo. Lo mismo ocurría con los Beatles y los Stones, que vivían una lucha a muerte. En el campo literario mexicano del presente nadie quiere pasar por encima de nadie y eso ha conseguido que nuestro panorama no sea sano. Por un lado están los que en nombre de la teoría y la experimentación se conforman con ostentar su condición de raros, y por el otro los que no tienen empacho en imitarse hasta el cansancio, como ocurre con la novela policiaca, el noir y la narconarrativa. Es bastante extraño que la actitud chingativa del mexicano no se vea reflejada en la literatura. Vas a un encuentro literario y si te metes con otro escritor, no en lo personal, sino en lo formal, se te tacha de problemático y se te veta. No hablo de ser políticamente incorrecto sino de que no existe ya la posibilidad de disentir, de cuestionar sin hacerte de enemigos. Una literatura sin competencia no llega lejos. El discurso que impera es el de “qué bonito escribes”, “qué chida tu editorial”, “no le hables a ese porque está feo”, y eso da lugar a una buena sesión de té, pero no engendra libros de calidad. Creo que lo que debería preocupar a nuestras letras es la calidad. Ahora se alaba un libro porque está bien escrito, cuando yo lo considero el menor de los requisitos, pero claro, ante la gran cantidad de mierda que se publica…
¿Qué deberían estar discutiendo los escritores mexicanos?
El problema de la crítica en México es bastante agudo. Estamos urgidos de un relevo generacional de críticos que jamás ocurrió. Los que surgieron en mi generación, los nacidos en los setenta, rápido se metieron en el problema del conflicto de intereses, incursionaron en el campo narrativo o en la burocracia. La figura del crítico como tal desapareció. Entonces no existen más los observadores de la literatura mexicana y eso es algo muy grave. Por encima del juicio y la objetividad impera la lucha de grupos, las mafias, los gustos y las afinidades, el típico “ese güey me cae gordo”, sin importar la creación. La víctima de todo esto ha sido la literatura, que sufre de un aparato crítico deficiente. Y por otro lado existen los narradores que se empeñan en erigirse como árbitros de este campo de batalla, gente que sin contar con un aparato crítico o con algún tipo de autoridad se lanza a hacer antologías, lecturas arbitrarias de lo que ocurre en el medio. ¿Qué ocurre entonces? Distorsión y falsas perceptivas. Una vez más: lo que se sacrifica es la calidad de los productos literarios. Ya no puede uno confiar en la labor de los reseñistas, por ejemplo: lees una reseña que habla maravillas de un libro y resulta que es deficiente, que está inflado por tanto comentario alabatorio, pero que en realidad es un fiasco. Por supuesto que todavía quedan algunos críticos insobornables, que están en peligro de extinción. Creo que lo que deberían estar haciendo los críticos es crítica y punto.
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