Si en su novela previa, Interruptus (2016), Josemaría Camacho (Ciudad de México, 1979) exploró los límites de la novela negra con un ejercicio metaliterario, en Después de matar al oso pardo (2017) presta atención a un tipo de relato que también es comercial pero con una tradición menos establecida, el de la superación personal. Dos catástrofes se anuncian desde el primer capítulo: el choque de un avión, un ERJ 135, en las faldas del Pico de Orizaba (como en Interruptus, aquí Veracruz vuelve a ser el foco tonal de una realidad siniestra); pero también la práctica de algunos conglomerados editoriales, pedir libros por encargo, los “bestsellers”, como si en sí mismos fueran, también, un género literario.
Siempre atento a la verosimilitud que permite que una voz hable, Camacho hace que su protagonista-narrador, Marcial, explique en la primera línea: “Escribo esta historia porque el editor en jefe de una casa editorial monstruosa quiere su nuevo bestseller de superación para el verano y ya casi no quedan sobrevivientes del Holocausto –ni veteranos de Vietnam– suficientemente cuerdos como para hilar una narración coherente. Hay que buscar héroes un nivel más abajo”. ¿Pero leemos una novela de aeropuerto, entonces? Sí y no: el tono más bien cínico acompañará al relato de Marcial de cabo a rabo, poniendo de cabeza, precisamente, la narración heroica. Con todo, se hacen concesiones al relato que se permite anécdotas interesantes (el primer capítulo relata el siniestro aéreo, también hay momentos para lo erótico…), sólo para dar paso a reflexiones más o menos epistemológicas, también planteadas con ese tono desapegado de un estricto descreído. Una de las preguntas que se asoman en esta novela filosófica: ¿hay heroísmo si uno, sencillamente, sobrevive? Bajo el riesgo de volverse demasiado esquemática, la novela visita distintas estaciones (encarnadas en un grupo de personajes) para explorar la manera en que nos enfrentamos a situaciones límite: el pensamiento mágico, la fe religiosa (desenmascarada, o ridiculizada, por Marcial como la práctica de intercambiar culpas por absoluciones), la creencia a secas, y la ciencia (también desenmascarada como otra forma de fe).
Pero precisamente cuando la novela parece estancarse en un recorrido ideológico (como si fuera una versión un poco más entretenida de un problema escolástico en el que se revisan distintas posiciones sobre un problema ético), Camacho da giros de trama en los que se aprecia que está al tanto sobre los ritmos exigidos por el thriller o la novela de crimen. Con todo, la prosa exhaustiva (que evoca a veces la precisión de un reporte pericial, pero también la corrección ascéptica de un bestseller), la narración pasa-páginas o los elementos de “intriga”, están claramente al servicio de una reflexión ética, por no decir espiritual. ¿No es refrescante encontrarse con una novela de ideas difíciles? Difíciles no por complejas, sino porque obligan a cerrar el libro para pensar en uno mismo y cómo nos estamos responsabilizando, o no, por nuestra manera de vivir. Y bien, ¿no es ello precisamente lo que caracteriza a un buen libro de superación personal?
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