¿Quién ejemplifica mejor el espíritu del punk en sus cuarenta años de historia? En esta época de listas, basta hacer la pregunta en la web para que aparezcan los nombres. En el lugar común, Sid Vicious suele aparecer en primer lugar, seguido de Joe Strummer y Joey Ramone. Mucho después viene Johnny Rotten. La cubierta del libro The Official Punk Rock Book of Lists (Amy Wallace y Handsome Dick Manitoba, 2007) da cuenta de ello: el cantante de los Ramones y el bajista de los Sex Pistols comparten ilustración junto a Kurt Cobain e Iggy Pop, dejando en el fondo a John Lydon, verdadero nombre de Rotten. En cualquier caso, los Pistols son la banda más asociada a este género, su cliché más memorable.
No deja de ser curioso que las listas y los documentos premien la muerte prematura como requisito para que los incluidos tengan una mejor posición en el trono del punk. Julien Temple lo resalta en su documental The Filth and the Fury (2000), al notar cómo los Pistols armaron una revuelta musical en tan sólo dos años para después ser consumidos por las diferencias creativas entre Rotten y Malcom McLaren y el posterior deceso de Vicious. El punk, se infiere, no está vinculado sólo a la anarquía, sino a la anarquía juvenil de corta duración. En ese sentido, se entiende que Lydon-Rotten no sea colocado como el rostro de los movimientos musicales más vibrantes de los últimos cuarenta años, el punk y el postpunk. A sus sesenta y dos años, ha anunciado mantequilla británica, sale en talk shows, apoya el Brexit y reafirmó su ciudadanía estadounidense votando por Trump. Pero efectivamente, es el rostro del (post)punk, su voz más reconocible, y su contradicción más grande.
El enojo también es energía
Antes de Lydon-Rotten, el primer visionario punk fue Malcom McLaren. A principios de 1976, el antiguo dueño de la tienda de ropa Sex reunió a una banda de adolescentes con un inicio afortunado. Un puñado de entrevistas (como la de NME que incluye la famosa cita de Mick Jones: “Actually, we’re not into music. We’re into chaos”) precedería la granada llamada “God Save The Queen”. Lo demás es historia sabida. Durante unos meses, Sex Pistols fueron el símbolo punk, su momento más alto y su final. La carga altamente politizada de sus letras significó un punto de inflexión para miles de jóvenes a los que las canciones hippies no les decían nada. Es clásica la estrofa final de “God Save The Queen”; el “no futuro” al que aludía era la precariedad y la flexibilidad laboral que vivían muchos de los jóvenes en Inglaterra –en 1975, había más de 1.5 millones de desempleados, la mayoría de la base manufacturera– incluidos los punks. De ahí que la música haya sido tan importante para una generación sin expectativas. La decadencia del Imperio británico y el quiebre del Estado de bienestar se evidenció en la insuficiencia de trabajos, la derrota de los partidos de izquierda, la inflación constante y los diversos conflictos en fábricas (huelgas de obreros, en su mayoría) que sumaron problemas a los beneficiarios del establishment. En ese sentido, “God Save The Queen”, censurada y tachada de herética por la gran mayoría de la radios inglesas, sería el aglutinante perfecto al malestar social.
El segundo visionario fue Rotten. Lo podrido, además de sus dientes, era la forma en cómo cantaba y el atuendo que contrastaba con las camisas de satín, los pantalones acampanados y los tonos amanerados de cantantes como Freddie Mercury o Robert Plant; la actitud de John tenía más que ver con la energía violenta de David Bowie, sólo que sin el tono sexualizado y la imaginería catastrofista sci-fi de Ziggy Stardust. En Rotten únicamente había realismo sin expectativas. Representó a la perfección la definición que Jon Savage hace del punk en England’s Dreaming (2002): un término utilizado entre los policías cuando detenían a un delincuente: “You, dirty punk”. Ser un punk implicaba ser tachado de desertor escolar, ser el más ruin entre los tipos más ruines, ser una persona que ha tomado malas decisiones. Lydon había sido echado de la secundaria a los 15 años y se rodeaba de gente que no tenía trabajo o a la que simplemente le gustaba vagar por los barrios bajos londinenses. No era como Joe Strummer, hijo de un diplomático, que incluso vivió en México; o como su compañero Glen Matlock, de familia acomodada a la que no era difícil comprarle un instrumento musical. Con todo, llegó a colocarse en los reflectores de las personas más influyentes en la Inglaterra de 1977. Savage ayuda a dimensionar la importancia de Lydon: “Los Sex Pistols fueron un símbolo del año: el rostro de Johnny Rotten era una imagen arquetípica que se oponía a la de Margaret Thatcher e (…) Isabel II”.
Lo cierto era que para mediados de ese año, los Sex Pistols habían transformado el ethos punk en negocio redondo con un puñado de ingredientes: energía nihilista bastante atractiva, una simpleza basada en una limitada técnica musical y el Do It Yourself como lema de vida. Si bien mucha de la estética punk germinó en territorio estadounidense con tipos como Richard Hell, los Ramones, Patti Smith o los New York Dolls, su contraparte inglesa lo convirtió en una revuelta que no sólo refrescó el panorama del rock, sino que se volvió tema de discusión en todas las esferas para replantear la grandilocuencia a la que se había llegado.
Meses antes habían despedido a Glen Matlock y reclutaron a Sid Vicious en el bajo, encarnación de esa transgresión domesticada. Lo único por hacer era tomar otro camino o morir. Lydon dio el primer paso: asistió a Capitol Radio, conocida estación londinense que planeó un programa especial llamado “The Punk and his Music”. El plan era poner sonidos punks y charlar con los conductores. Resultó que Lydon era una persona amena, culta, de gustos sofisticados. Todos aquellos que esperaban escuchar bandas estridentes quedaron decepcionados con el DJ: Lydon llevó canciones de Tim Buckley, Can, John Cale, Capitan Beefheart, Neil Young y Peter Hammil. Lou Reed era lo más cercano al espíritu punk. A través de otras coordenadas musicales distintas a las empezadas por Malcom McLaren, el aún cantante de los Pistols, confiesa el crítico Simon Reynolds, “expresó su frustración respecto a lo predecibles que eran casi todas las bandas punk e incluso confesó sentirse engañado por la falta de diversidad e imaginación en el género”. El tiempo le daría la razón. Hace un par de años, dio su versión de aquella visita, que, involuntariamente dio inicio al postpunk: “Esa noche empezó, en cierta medida, la liberación. La apertura. La mía, al menos. El término punk debería haber involucrado a todo y a todos, no solamente a los que llevaban alfileres de gancho y camperas de cuero, porque cualquier tarado podía conseguir eso”.
En eso Lydon tuvo razón. Hoy no es raro ver los alfileres y la moda punk en museos y galerías o en bandas que ni siquiera suenan a punk. Por ello, renegar del punk a través de los elementos de música disco era fue un acto doblemente transgresor.
Nueva imagen, nuevo caos
Menos sucio, más honesto y diverso, eso era el postpunk. Reynolds dice que el postpunk no fue tan cohesionado como su predecesor, empezando por la falta de figuras icónicas, pero fue más revolucionario en diversas formas. Si bien Lydon, héroe sobreviviente de la vertiginosa era de 1976-77, logró sacudirse de la muerte prematura del punk, su apariencia se volvió más discreta: un traje y zapatos de vestir. Esta imagen engañosa estaba detrás del proyecto que sucedió a los Sex Pistols.
En julio de 1978 empezaron los ensayos de lo que en un principio tendría el nombre de Public Image, y que más tarde añadiría la palabra “limited”. Lydon reclutó a Jah Wobble, amigo de la infancia que llevaba relativamente poco tiempo tocando el bajo y que estaba obsesionado con el dub jamaicano. La tercera parte del grupo la integraría Keith Levene, primer guitarrista de The Clash, y responsable del sonido abrasivo y vanguardista de la banda. Jim Walker sería el primer baterista de los muchos que han pasado.
Como nunca lo fue en los Pistols, Lydon buscó que la nueva banda trabajara en igualdad creativa: Levene haciendo riffs y disonancias que engordaban la producción, Wobble metiendo un groove extraño debajo de aquellas melodías frías, Walker introduciendo bases disco que contrastan con las armonías lúgubres y nihilistas de Lydon. A principios de agosto Public Image Limited (PiL) tenía su nombre definido.
En su momento, PiL tuvo tantos reflectores como los Pistols, sólo que sin recurrir a los ritmos machacones y la provocación gratuita. Donde los protegidos de McLaren habían triunfado con una saludable actitud despreocupada y retadora de los grandes mitos del rock (el progresivo, el rock sinfónico y el rock de estadio), PiL dio un paso más: escupió a sus antiguos compañeros y representante, así como a todo el culto punk.
No es difícil imaginar que el gargajo que se escucha en los primeros segundos de “Attack” –incluida en el debut de PiL, First Issue– tenga como dedicatoria a Malcom McLaren y sus ex compañeros. En lugar de la brevedad que caracteriza al género de tres acordes, las piezas de aquel álbum duraban el doble o el triple, con guitarras atonales y beats disco. Todo el movimiento punk recibió una bofetafa que en su momento se sintió como una traición. Desde la cubierta había una mofa ácida a su cultura y parafernalia: en su parodia de las portadas de las revistas de espectáculos o los tabloides amarillistas británicos, Lydon se mostraba como una celebridad prefabricada, artificial, cosa que estaba en contra de la postura antisistema que se había convertido en sello característico. Desde la primera canción (“Theme”) el estilo de PiL marca distancia del Nevermind the Bollocks (1977), el primer y único disco de Sex Pistols. La pieza central del álbum, “Public Image”, bien puede ubicarse como la más lograda declaración de intenciones del grupo. Las letras de Lydon no pueden ser menos explícitas: “Nunca escuchaste una palabra de lo que dije / Sólo me viste por las prendas que uso… No soy el mismo que cuando comencé / No seré tratado como una propiedad”.
Como una afrenta directa a McLaren, al caos sin propósito de los Pistols y a la cultura basura del punk, el enfoque de Lydon con PiL tendría sus momentos más agresivos y destacados con el álbum siguiente, Metal Box (1979), considerado superior por la crítica especializada; uno de los cinco mejores discos de aquel año, según NME. Sin embargo, a 40 años de distancia, aún resuena aquella formación inicial post Pistols. Eso que dice Reynolds sobre el elemento más valioso postpunk bien puede aplicarse a aquel primer PiL: la convicción de que la música debe mantenerse siempre en constante evolución.
PiL se presentará el 6 de noviembre en el Pepsi Center.
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