viernes, 17 de agosto de 2018

“La mujer singular y la ciudad”

Leonard y yo estamos tomando café en un restaurante del Midtown.

   –Bueno –empiezo–, ¿cómo va la vida últimamente?

   –Como si tuviera un hueso de pollo atascado en la garganta –dice–. Ni me lo puedo tragar ni lo puedo expulsar. Ahora mismo, me conformo con no ahogarme con él.

   Mi amigo Leonard es un gay inteligente e ingenioso, sofisticado en lo que respecta a su infelicidad. La sofisticación da energía. Una vez, un grupo de personas leímos las memorias de George Kennan y nos reunimos para hablar del libro.

   –Un hombre civilizado y poético –dijo uno.

   –Un defensor de la Guerra Fría lleno de nostalgia –dijo otro.

   –Pasiones frágiles, ambiciones fuertes y una incesante percepción de sí mismo en el mundo –dijo un tercero.

   –Éste es el hombre que lleva toda la vida humillándome –apuntó Leonard.

   La visión que Leonard tenía de Kennan renovó en mí el interés por el revisionismo histórico –el drama casero de ver el mundo cada día de otra forma a través de los ojos de los agraviados– y me recordó por qué somos amigos.

   Leonard y yo compartimos la política del daño. La sensación, en nuestro interior, de haber nacido en una injusticia social preestablecida. Nuestro tema es la vida no vivida. La pregunta que ambos nos hacemos es: ¿habríamos inventado la injusticia si no hubiera estado ahí ya –él es gay, yo soy la Mujer Singular– para regodearnos en el agravio? Nuestra amistad se centra en esta pregunta. La pregunta, de hecho, define la amistad –le otorga su carácter y su lenguaje– y me ha ayudado a comprender la misteriosa naturaleza de las relaciones humanas corrientes más que ninguna otra relación íntima que yo haya tenido.

   Leonard y yo quedamos una vez a la semana desde hace más de veinte años para pasear, cenar e ir al cine; en su barrio o en el mío. Salvo por las dos horas de la película, raramente hacemos otra cosa que hablar. Uno de los dos siempre dice: «¿Por qué no compramos entradas para una obra de teatro, un concierto, un recital?», pero parece que ninguno de los dos es capaz nunca de organizar la velada por anticipado. Lo cierto es que ni él ni yo tenemos con nadie conversaciones tan gratas como las que tenemos entre nosotros, y no queremos renunciar a ellas siquiera por una semana. Lo que nos atrae con tanta fuerza el uno al otro es cómo nos sentimos cuando estamos hablando. En una ocasión, dos fotógrafos distintos me retrataron el mismo día. La de las dos fotografías era yo, sin duda, pero, a mis ojos, el rostro en una de las fotografías parecía fracturado y fragmentado, y en la otra, de una sola pieza. Lo mismo nos ocurre a Leonard y a mí. La imagen de sí mismo que cada uno proyecta en el otro es la que tenemos en la cabeza: la que hace que nos sintamos coherentes.

   ¿Por qué, entonces, podría preguntar alguien, no nos vemos más que una vez por semana, no disfrutamos más de la vida juntos, no extendemos el bálsamo de la charla cotidiana? El problema es que los dos somos propensos a la negatividad. Sea cual sea la situación, siempre vemos el vaso medio vacío. O es él quien está asimilando la pérdida, el fracaso o la derrota, o soy yo. No podemos evitarlo. Nos gustaría que fuera de otra forma, pero así es como vemos la vida: y tal y como vemos la vida es, indefectiblemente, como la vivimos.

   Una noche, en una fiesta, tuve un desacuerdo con un amigo que es famoso por su habilidad para debatir. Al principio, respondí con nerviosismo a cada uno de sus argumentos, pero pronto me acostumbré al vaivén de la conversación, encontré mi equilibrio y defendí mi postura mejor que él la suya. La gente se agolpó a mi alrededor.

   –Ha sido maravilloso –me decían–, maravilloso.

   Me volví hacia Leonard entusiasmada.

   –Estabas nerviosa –me dijo.

   En otra ocasión, fui a Florencia con mi sobrina.

   –¿Cómo ha ido? –me preguntó Leonard.

   –La ciudad es preciosa –le dije–; mi sobrina es genial. No es fácil estar con alguien veinticuatro horas al día durante ocho días, pero lo hemos pasado muy bien juntas y hemos caminado muchísimo por la orilla del Arno; es un río muy hermoso.

   –Qué triste –dijo Leonard– que se te haya hecho pesado estar tanto tiempo con tu sobrina.

   En otra ocasión fui a pasar el fin de semana a la playa. Un día llovió; el otro, hizo sol. De nuevo, Leonard me preguntó cómo había ido todo.

   –Me ha sentado fenomenal –dije.

   –¿La lluvia no te ha desmoralizado? –preguntó él.

   Pienso en cómo debe sonar mi voz. Mi voz, eternamente crítica y haciendo siempre hincapié en los defectos, en lo que falta, en lo que no es como debería. Mi voz, que tan a menudo incita a Leonard a parpadear y a apretar los labios.

   Al final de cada velada que pasamos juntos, uno de los dos, llevado por el entusiasmo, sugiere que nos veamos durante la semana, pero ese impulso raramente dura lo bastante como para materializarse. Lo decimos de corazón, por supuesto, al despedirnos –no hay nada que deseemos más que volver a vernos inmediatamente–, pero mientras subo en el ascensor a mi apartamento, empiezo a sentir en mi piel los efectos de una noche cargada de ironía y juicios negativos. No es grave, son sólo heridas leves –miles de punzadas diminutas me acribillan los brazos, el cuello, el pecho–, pero en algún lugar de mi interior, en algún sitio que ni siquiera soy capaz de identificar, empiezo a encogerme ante la perspectiva de volver a sentirme así demasiado pronto.

   Pasa un día. Después otro. «Tengo que llamar a Leonard», me digo, pero una y otra vez la mano se queda inmóvil cuando está a punto de levantar el teléfono. Él, claro está, debe de sentir lo mismo, porque tampoco llama. El impulso que no se materializa se convierte en falta de coraje. La falta de coraje fragua y se convierte en tedio. Cuando el ciclo de sentimientos encontrados, falta de coraje y voluntad paralizada llega a su fin, el deseo de volver a vernos apremia y la mano que está a punto de levantar el teléfono por fin completa la acción. Leonard y yo nos consideramos amigos íntimos porque nuestro ciclo sólo tarda una semana en completarse.

   Ayer salí del supermercado que hay al final de mi manzana y, por el rabillo del ojo, vi al mendigo que normalmente hay frente a la tienda: un tipo blanco y pequeño que siempre tiene la mano extendida y la cara atravesada de capilares rotos.

   –Denme algo de comer –gimoteaba como de costumbre–, es lo único que quiero, algo de comer, lo que les sobre, algo de comer.

   Mientras pasaba a su lado, oí una voz justo detrás de mí que decía:

   –Oye, hermano. ¿Quieres algo de comer? Aquí tienes.

   Me di la vuelta y vi a un hombre negro, bajo y de ojos fríos que, de pie frente al mendigo, le ofrecía una porción de pizza.

   –Eh, tío –se excusó el mendigo–, ya sabes lo que…

   La voz del hombre se volvió tan fría como sus ojos:

   –Has dicho que querías algo de comer. Aquí tienes algo de comer –repitió–. He comprado esto para ti. ¡Cómetelo!

   El mendigo retrocedió visiblemente. El hombre se dio la vuelta y, con un gesto de profundo disgusto, tiró la pizza a una papelera.

   Cuando llegué a mi edificio, no pude evitar contarle a Jose, el portero –tenía que contárselo a alguien–, lo que había ocurrido. Jose abrió los ojos de par de par. Cuando terminé, dijo:

   –Oh, señorita Gornick, sé muy bien de lo que habla. Mi padre una vez me cruzó la cara justo por eso. –Entonces fui yo la que abrió los ojos de par en par–. Habíamos ido a ver un partido y un vagabundo me pidió algo de comer. Así que compré un perrito caliente y se lo di. Mi padre me dio un buen bofetón. «Cuando hagas algo, hazlo bien», dijo. «No se le compra a alguien un perrito sin comprarle también un refresco».

En 1938, cuando le quedaban pocos meses de vida, Thomas Wolfe le escribió a Maxwell Perkins: «He tenido una “intuición” y he decidido escribirte para contártela […]. Siempre que pienso en ti, recuerdo cómo me sentí el Cuatro de Julio de hace tres años, cuando viniste a buscarme al barco y fuimos a la cafetería que hay en el río a tomar una copa, y después subimos a lo alto de aquel rascacielos y a nuestros pies vimos desplegados la rareza, la gloria y el poder de la vida y de la ciudad».

   La ciudad, por supuesto, era Nueva York –la ciudad de Whitman y Crane–, ese legendario contexto para el mito de la creación del joven con talento que llega a la capital del mundo como si fuera un retablo laico de la anunciación, a una ciudad que ya lo espera; cruza el puente, camina con decisión por el bulevar y sube a la cima del rascacielos más alto, donde por fin será reconocido como la figura heroica que sabe que es.

   Ésa no es mi ciudad. Mi ciudad es la ciudad de los británicos melancólicos –Dickens, Gissing, Johnson, especialmente Johnson–, aquella en la que no vamos a ningún sitio, sino que ya estamos allí; nosotros, la gente normal y corriente que vaga por estas miserables y maravillosas calles en busca de un yo reflejado en los ojos de un desconocido.

   En la década de 1740, Samuel Johnson paseaba por las calles de Londres para curarse de una depresión crónica. El Londres por el que Johnson caminaba era una ciudad pestilente de cloacas abiertas, enfermedades, pobreza y miseria, iluminada por antorchas y llena de hombres que se degollaban los unos a los otros en mitad de la noche en callejones desiertos. De aquella ciudad, Johnson dijo: «Cuando un hombre se cansa de Londres, es que se ha cansado de la vida».



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