El sorteo de almas es tremendo. Una fuerza plenamente azarosa nos coloca como se le viene en gana a lo largo de la aventura humana. Da la impresión de que si yo hubiera nacido en la Edad Media mi muerte hubiera sido chusca. Llega el Caballero Negro, me mata por miope, fin. Sin embargo, solapado por el nudo entre siglos, aquí estoy frente a mi Word tecleando estas palabras sobre el asombro que me ha provocado releer diez años después a Yukio Mishima.
No quiero pormenorizar acerca del elegante suicidio ritual del autor que acompaña cuantos textos se han escrito sobre él. Quiero hablar de las primeras dos partes de la tetralogía que sirve de colofón a su obra: “El mar de la fertilidad”. Esto es: Nieve de primavera y Caballos desbocados. Ambos, poderosos tabiques de páginas, libros como me gustan: con gusto a grillete.
Nieve de primavera es una historia de amor que deviene tragedia. El protagonista es un adolescente insoportable y caprichoso que no sabe lo que quiere hasta que lo ve perdido. Impetuoso, infantiloide y ególatra, toma todo tipo de malas decisiones alrededor de la mujer amada. Tras quinientas páginas de contradicciones emocionales y delicadas descripciones de la naturaleza, Kiyoaki muere sin logro alguno.
En Caballos desbocados se inserta una narración breve que nos habla del ocaso de los samuráis, “La Liga del Viento Divino”. El asunto se resume así: Japón siente que está quedándose atrás en comparación con las grandes potencias mundiales y decide convertirse en República. En este entorno, aquellos samuráis que por designio divino veneran al emperador dejan de tener sentido. Se les prohíbe andar en la vía pública con espada y se les prohíbe usar el corte de cabello característico. Esto, vaya, pasó y es dolorosamente injusto. La Liga se enfrenta al gobierno en un ataque suicida. Sus sables poco tienen que hacer en contra de las metralletas exportadas. La batalla ronda en lo épico, es emocionante y cruel. La línea final del capítulo 9 es desgarradora, nos habla del eterno desequilibrio entre naciones, géneros y siglos.
Kiyoaki reencarna en un joven campeón de Kendo con ímpetus suicidas que quiere replicar dicho episodio, asesinando a los dueños de compañías y empresas millonarias del Japón de inicios de siglo veinte.
En esto no hay spoilers, sólo mi más puro asombro de lector entera y humildemente extasiado.
A pocos escritores les favoreció tanto el desquiciante azar antes referido. Todo en Mishima es sabio, vedado, misterioso y paciente. Japonés, en una palabra. Esta violencia suspendida que uno encuentra en cualquier ejemplar del bello paisajismo oriental se vivifica en los párrafos con que Mishima va trenzando sus tramas. No hay frenesí en Mishima pero todo es revoltoso. Cada capítulo termina donde debe terminar y sugiere tormentas por venir. Siempre está borrascoso en los cielos narrativos de Mishima. Es de esos autores que te enseñan a narrar conforme los lees y es su influencia positiva. La lección podría ser llamada: la violenta paciencia de contar algo.
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