Resultaba difícil imaginar que, a esta altura de su carrera, Richard Linklater iría a medirse con el cine de Hal Ashby, ese representante dislocado y un tanto irreverente de aquello que por los años setenta se llamó New American Cinema. Reencuentro (2017), el filme más reciente de Linklater, se coloca sutilmente entre The Last Detail (1973), de la que es una especie de secuela tangencial, y la posterior y muy tremendista Coming Home (1978). De la primera, Linklater toma el ánimo conversado, el ritmo neurótico de los acontecimientos, la estructura de road movie en la que las personalidades y los acontecimientos van tomando, desde el punto de partida hasta el de llegada, formas impredecibles. De la segunda queda una preocupación por el trauma (bélico) y el desconcierto que genera la ausencia (física). La diferencia entre Linklater y Ashby (quien a medida que se extinguía la última gran década del cine norteamericano fue desapareciendo de las discusiones cinéfilas o teóricas al punto de volverse un cineasta del que rara vez se habla o se escribe) radica en ese elemento que –como decía Kant del tiempo– todo el mundo sabe qué es, aunque nadie pueda definirlo con exactitud: el tono. Donde Hashby era grave, solemne hasta la exageración, Linklater es distendido, despreocupado, casi displicente. Ambas actitudes, en lo referente al “tono”, provocan que los personajes de Ashby y Linklater hablen de manera muy diferente. Sentenciando los unos, opinando los otros. Ambas actitudes necesitan, también, de la conversación. Y tanto en el cine de Hashby como en el de Linklater siempre se conversó mucho.
Linklater lleva su cine de slackers al corazón de la tragedia norteamericana contemporánea: la política exterior bélico-expansionista y sus monstruosas consecuencias sociales e individuales. Doc (Steve Carell), Sal (Bryan Cranston) y Richard (Laurence Fishburne) volvieron de Vietnam con distintas cicatrices físicas y psicológicas. Más de veinte años después de aquel regreso, Doc va a contactar a Sal y a Richard para que lo acompañen a recoger el cadáver de su hijo, un soldado muerto en extrañas circunstancias en Irak, para trasladarlo después al cementerio de Arlington en Virginia. Es un viaje breve que, por supuesto, irá complicándose, y que Linklater utiliza como excusa para volver a montar esos laboratorios ambulantes y parlantes que permiten asistir a la formación y la elaboración de ideas –de muchas ideas– en tiempo real. Esa cualidad de pensar el mundo en el que se inserta, ese deslumbrante poder para interpelar la realidad de manera casual, es lo que transforma en Linklater en uno de los pocos cineastas contemporáneos capaces de colocar el lenguaje en semejante grado de exposición y protagonismo sin caer jamás en la retórica pomposa o en el rígido academicismo del teatro filmado. En las películas de Linklater se habla mucho, todo el tiempo, pero sin olvidar que la traducción en palabras de un estado de ánimo o una actitud frente a la realidad requiere siempre de determinada complicidad con el que escucha. Aquí, una vez más, esa complicidad se logra a través de los actores. Se podría afirmar que hace tiempo no se veía por aquí una película tan bien actuada como Reencuentro (con un punto altísimo en Bryan Cranston), pero quedarse con eso podría llevar a la falta imperdonable de hacer pasar esta película extraordinaria por un simple prodigio de egos. Linklater ha hecho “hablar” a un sentimiento que muy probablemente no sea “nacional”, pero sí colectivo. Ha llevado su cine de personajes conversadores al lugar más incómodo que podría haber encontrado y, una vez allí, los puso a desplegar esas charlas mundanas y sumamente inteligentes que acumulan detalles y puntos de vista hasta que logran consumir por completo el hecho que las ha desencadenado, para devolverlo convertido en otra cosa más compleja, más abierta, mucho más interesante. El mérito es doble porque una jugada de semejante riesgo no era esperable dado el camino relativamente “cómodo” que había tomado su cine desde Escuela del rock (2004). Linklater no sólo asumió ese riesgo sino que, en el camino, hizo una gran película. Una de esas a las que sólo el tiempo coloca en su justo lugar.
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