La sinopsis de Safari (2016), el más reciente filme de Ulrich Seidl, es apenas una anécdota: turistas austriacos y alemanes que van de cacería a África. La película es, por supuesto, un texto abierto que se ha interpretado como una apología ecológica y una condena al maltrato animal. También es posible pensar el documental del austriaco como un señalamiento de las estrategias capitalistas, heredadas del pasado imperialista y colonial, de explotación y esclavismo que encubre la actividad turística.
Seidl es un atento examinador de la Europa contemporánea: así lo demuestra En el sótano (2014), su documental sobre austriacos que, al realizar sus más oscuros deseos en el nivel inferior de sus casas, ejemplifican el pensamiento de Freud. Con el filme de ficción Paraíso: Amor (2012), primera parte de una trilogía, Seidl inició sus meditaciones sobre África. Esta cinta aborda el turismo sexual en Kenia, edén de las “sugar mamas”, término coloquial con el que se conoce a las mujeres de edad madura que pagan por servicios de compañía y sexo a hombres negros.
No debe pasarse por alto que Namibia, país del suroeste africano que sirve como escenario a Safari, fue colonia del Imperio Alemán, que perdió sus territorios al final de la Primera Guerra Mundial. El documental sigue a varias familias de habla alemana: una pareja de ancianos que se aburre bajo el sol; un matrimonio que instruye a sus hijos en la cacería de antílopes, jirafas y zebras; una más que administra una villa turística con una extensa colección de cabezas de animales que sirven como decoración y avalan su poder de conquistadores. Alguien tiene que atender las necesidades de estos turistas: los sirvientes namibios, que aparecen intermitentemente, cuya presencia se acentúa conforme avanza la película, se encargan de guiar las excursiones, cargar los cadáveres (a veces inimaginablemente enormes) de las presas, despellejarlas, cortarlas y limpiar el desorden de la carnicería.
La puesta de cámara de Seidl es específica. Se puede decir que el tono de su discurso proviene de ella. El director siempre filma buscando la simetría del encuadre, a menudo panorámico, a través de los elementos que lo componen. Este formalismo extremo y artificioso, que se ha convertido en su sello personal, tiene un contrapeso: los planos registran con normalidad, con pocos movimientos y sin ángulos extraños –que en el cine clásico denotan la perversión–, los comportamientos de los personajes.
Safari es, también, un ejercicio de metaficción que deja al descubierto los procedimientos del director. En el filme se puede ver, por ejemplo, cómo una familia se prepara para crear una imagen que registre su triunfo en la cacería: en primer plano una cebra muerta, acomodada para lucir en la fotografía; detrás de ésta, una pareja de cazadores abrazados que sostienen un arma; en tercer plano, la sabana africana. El encuadre, por supuesto, busca la correspondencia exacta entre las proporciones laterales y superiores de la pantalla. Esa naturalidad encubierta resulta perturbadora. Seidl no filma la violencia con arrebatos, tampoco la convierte en espectáculo, simplemente observa, con sus parámetros, a quienes la ejercen.
Poseedor de una mirada poco complaciente, comunmente ignorada en las premiaciones de los festivales de cine, Seidl muestra en su documental una escena que resulta más perturbadora que las secuencias en las que se dispara a los animales: los trabajadores comen con furia los restos. La imagen resume los vacíos del filme, que no son precisamente una debilidad. El cineasta austriaco se concentra en registrar la crueldad europea, aunque no concede mayor espacio a la vida de los trabajadores namibios. Ellos, al parecer, siguen siendo un misterio por descubrir en películas de otras latitudes.
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