Más que un tema es una figura que ha tenido, durante mucho tiempo, cierto atractivo, la del escritor viril. Incluso en el cine la hemos visto representada, y no sólo en los relatos biográficos de escritores como Ernest Hemingway, J.D. Salinger (el año pasado, por ejemplo, se estrenó Rebelde entre el centeno, de Danny Strong) o Thomas Wolf (de 2016 puede verse El editor de libros, sobre la relación entre Max Perkins y el novelista). No es tanto la virilidad, por supuesto, como la flexibilidad del personaje para tirar hacia la hagiografía del rebelde, disidente o marginal (¿podemos incluir aquí la melancólica Descubriendo a Forrester de Gus van Sant?) o el relato de aventuras (incluso si son de poca monta, como las representadas en Jóvenes prodigiosos, adaptación de la novela de Michael Chabon, o disparatadas, como la de la comedia de pacotilla Pena ajena).
Por lo mismo, tal vez no deba sorprendernos que sigan en marcha los planes para adaptar Los detectives salvajes, la novela de Roberto Bolaño, a la pantalla (el proyecto de David Pablos, que podría resultar en una serie de televisión, fue anunciado desde 2016). El escritor maldito, entre la auténtica disidencia y lo ridículo, sigue teniendo algo de enigmático, así como los entornos mugrientos en los que prospera. A veinte años de la publicación de la novela de Bolaño, su peso en las letras mexicanas también sigue siendo palpable. En este sentido pongo atención a La rebelión de los negros, la primera novela de Javier Raya que entre el homenaje y la derivación vuelve al tema así como a las estrategias narrativas de Bolaño. Debe decirse, además, que la novela de Raya también parece encajarse en esa zona gris de la literatura parasitaria y referencial, que en el mejor de los casos tiene –en nuestra lengua– a exponentes como Ricardo Piglia (invocado a cada rato en La rebelión de los negros), pero también a escritores como Enrique Vila-Matas (para no alejarnos demasiado del catálogo de Anagrama). Así, Raya se permite conjurar vanguardias (si en Los detectives… fue el realismo visceral, acá es el neotropicalismo) o apegarse a una estructura atómica que demasiadas veces recuerda a la primera y última parte de la novela del escritor chileno, conformada por entrevistas donde personajes inspirados en personas concretas narran en torno a un centro. Ese centro, en el caso de la novela de Bolaño, fueron Belano y Ulises Lima; acá, son los “miembros” de un gremio de escritores fantasma.
Entre los personajes de la novela de Raya pueden encontrarse nombres reconocibles de su misma generación, como Alejandro Albarrán o Marina Azahua, entre otros. En voz de Verónica Gerber, también vuelta personaje, leemos una apreciación sobre La rebelión de los negros (entendido aquí como un libro ficticio, a la Necromonicón de Lovecraft, El rey de amarillo de Chambers e incluso La Biblia Vaquera de Carlos Velázquez): “Podría comenzar agradeciendo la superación del síndrome Bolaño, una tara mucho más común y mucho más dañina que la ambliopía, pero un análisis serio mostraría que la enfermedad no ha cedido del todo. Este síndrome es bien reconocible en los escritores –especialmente hombres– de la generación de Raya; curiosamente, la sintomatología es parecida a una miopía o ceguera parcial con respecto a otras tradiciones literarias fuera del canon bolañesco y sus tópicos: odio feroz o fingido al establishment literario, encarnado en la figura de Octavio Paz; veneración por poetas apasionados pero a la postre repetitivos; una afectación general del tono y de la estructura narrativa que en Roberto Bolaño es construcción y precisión, pero que en la caterva de sus émulos es jerigonza y artilugio…”.
Más allá de su condición derivativa sí hay un retrato interesante en La rebelión de los negros que dice bastante sobre el tiempo que ha pasado no sólo desde los setenta (cuando se desarrolla Los detectives…), sino, de manera acelerada, en las últimas dos décadas. Y es que, cuando se asoman, son menos las ocasiones en que los personajes de Raya están recubiertos por un aura maldita y más en las que se aprecia un síntoma de clase, la del cognitariado que escribe para cobrar; menos, pues, una generación literaria con señas particulares, como una condenada a la generación de contenidos. ¿O es esa la seña particular? Es, sí, la pregunta que se encuentra en el centro de La rebelión de los negros.
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