viernes, 27 de abril de 2018

Entre la denuncia y lo banal

Los estudios culturales siempre han encontrado en productos populares, de distintos tipos, una rica cantera de material para interpretar, glosar o diseccionar. No es para menos: en su entronque con las preocupaciones de las políticas de identidad ya no sorprende que se estudien problemas por la manera en que se han representado, filtrados de manera inconsciente o no, en distintos géneros y medios. Como el relato de fantasmas anglosajón decimonónico, a lo largo del siglo XX el relato extraño continuó una tradición que sigue vigente en el cine y la literatura populares del día de hoy; una senda que no ponía tanta atención a la invención formal como la economía de estilo o la intensidad en atmósferas, y debajo de la cual bullían preocupaciones tan sociales como psicológicas.

Ejemplifiquemos algunos casos y cómo siguen impactando en nuestro presente. Famosamente, Robert W. Chambers (quien, aunque al final de su vida escribió novelas románticas pero también históricas, es mejor recordado por sus relatos más raros o sobrenaturales) hizo que la ficción especulativa se encontrara con atmósferas siniestras e inquietantes. Su libro más famoso sigue siendo el conjunto de relatos El rey de amarillo (1895); aunque autónomos, los cuentos que componen este título se relacionan entre sí por una obra que es capaz de volver loco a quien lo lea. Pero tal vez más perturbadoras sean las fantasías criptofascistas o abiertamente racistas que pueden encontrarse en algunos de sus relatos, como la representación de hombres chinos en “El creador de lunas” o el futuro imaginado de “El reparador de reputaciones”, una narración que se desarrolla en un EEUU supuestamente próspero, de 1920: “Sacamos buen provecho de los últimos tratados con Francia e Inglaterra; la exclusión de los judíos nacidos en el extranjero como medida de autopreservación, el establecimiento del nuevo Estado negro independiente de Suanee, el control de la inmigración, las nuevas leyes de naturalización, y la gradual centralización del poder en el ejecutivo contribuyeron en su conjunto a la calma y prosperidad nacional”. El espectro del racismo norteamericano, obviamente, estaba presente en el imaginario mucho antes del ascenso de Trump al poder.

Chambers, quien ha tenido un eco importante en narrativas populares contemporáneas (como la primera temporada de la serie True Detective), fue uno de los héroes literarios de H.P. Lovecraft, un referente innegable para el imaginario contemporáneo pero que no libró los prejuicios típicos del anglosajón protestante de principios del siglo pasado. Si la lectura de Lovecraft durante mucho tiempo fue relegada a los márgenes, todavía fue más lenta la atención a su odio racial. En el largo ensayo que le dedicó en 1991, H.P. Lovecraft: contra el mundo, contra la vida, Michel Houellebecq llamó la atención a este hecho y no sólo le dedicó dos significativos apartados, sino que dio con el momento biográfico en que “las opiniones racistas se transformaron en una neurosis racista completamente desarrollada”: el encuentro de Lovecraft con Nueva York, un crisol racial que lo desenmascaró como un inepto para la vida práctica. El impacto de sus penurias económicas, un divorcio y el odio a los inmigrantes, puede notarse en varios de sus relatos (en este sentido vale la pena revisar las notas que ha hecho S.T. Joshi a dos de los cuentos en los que el caballero de Providence plasmó sus experiencias en la gran ciudad, “Él” o “El horror de Red Hook”). Houellebecq va más allá: “Incluso se podría argumentar que la figura fundamental de su cuerpo de obra –la idea de una ciudad grandiosa, titánica, en cuyos cimientos reptan repugnantes seres pesadillescos– brotó directamente de su experiencia en Nueva York”.

Descubrir que un escritor predilecto (y no sólo en el ámbito del relato extraño, algo parecido tendría que decirse sobre figuras como Mark Twain o Borges) no estuvo siempre a cierta altura moral o política no es precisamente un balde de agua fría, pero sí tiene un tono de aguafiestas, ¿no es cierto? Con todo, debe decirse que el pensamiento crítico y creativo han enfrentado estos problemas de maneras interesantes: volviendo a ellos, tematizándolos o ensayando en su rededor, como lo han hecho escritores como Junot Díaz o Pam Noles (vale la pena leer su ensayo “Shame”, sobre la representación de minorías en la cultura popular).

Algunas cintas de horror hechas bajo el estricto y ascéptico lenguaje hollywoodense, como la reciente Un lugar tranquilo, también han sido tratadas (al menos por cierta crítica) de manera ingeniosa, como lo hizo Richard Brody en “The Silently Regressive Politics of A Quiet Place” (o “Las políticas silenciosamente regresivas de Un lugar tranquilo”): “en cuanto a filmes de horror se trata, es la antítesis de Déjame salir (2017), en la medida que su ámbito simbólico es aparentemente inconsciente y notablemente reaccionaria”. Y sí, vista de cierta forma, la película con la que debutó John Krasinski como director puede ser interpretada como una cinta pro-armas, pro-familia, y cuyo tema es la incapacidad de los blancos de decir lo que quieren decir por temor a ser atacados por criaturas negras de oídos demasiado sensibles…

Si en algún momento (como lo hizo George Orwell con 1984 o Rod Serling con La dimensión desconocida ante el Macartismo) la ciencia ficción y otros géneros populares sirvieron para que la imaginación se enfrentara a la censura política, hoy abiertamente señala los peligros de las fantasías totalitarias, tecnócratas, misóginas o racistas (a propósito valdrá la pena leer a Ursula K. Leguin). A este esfuerzo se suman cintas como la mencionada Déjame salir de Jordan Peele, que desde las coordenadas de los “científicos locos” hace una denuncia de la naturaleza escurridiza del racismo contemporáneo. Parece natural, ahora, que Peele prepare una adaptación, como serie televisiva, de la novela Lovecraft Country (2016) de Matt Ruff. La novela, que está en proceso de ser traducida al español por Javier Calvo (la publicará Destino), como El rey amarillo de Chambers, está conformada por “episodios” vagamente unidos por una mitología que le debe, sí, mucho a Lovecraft, pero que también se toma el tiempo de representar los horrores demasiado reales de la segregación racial que se vivieron en los EEUU bajo las leyes de Jim Crow.

Pero hay que decirlo: aunque parece una novela políticamente progresiva, también es estéticamente conservadora (el modelo antológico usado por Chambers es ideal para el serial televisivo fácil de consumir). En entrevista, Ruff cuenta cómo es que se le ocurrió escribir su novela: “Como mi novela anterior, Lovecraft Country inició como una idea que quería vender para que se hiciera serie de televisión. Quería hacer un programa como Los expedientes secretos equis, en los que personajes recurrentes tenían aventuras paranormales cada semana”. ¿No es inquietante la desfachatez con la que se maquila entretenimiento? Hay una línea peligrosa entre tematizar problemas y banalizarlos.



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