La representación del mundo infantil en el cine tiende a dos polos. El edulcoramiento, por un lado, propio de las películas de Hollywood, cuyo mayor exponente ha sido Steven Spielberg, tanto en su faceta de director como de productor con películas como E.T., el extraterrestre (1982) y Los Goonies (1985); en Europa, por el otro, se tiende a la intelectualización de la niñez, como se aprecia en películas emblemáticas como Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948) y El listón blanco (Michael Haneke, 2009). Lograr un punto de vista enraizado en los sentimientos infantiles requiere de una sensibilidad peculiar, de un acercamiento que permita entender y observar las contrariedades de los niños, principalmente de los sentimientos que genera la desilusión. Al trabajar con infantes los creadores le imponen a éstos un punto de vista. Esto se puede resumir con la forma en la que se emplaza la cámara, la altura a la que se sitúa y la distancia entre la lente y el objetivo.
Con Verano 1993 (2017), la catalana Carla Simón logró un abordaje inusual donde el personaje principal –Frida, de seis años, que se muda con sus tíos después de la muerte de sus padres– no es un instrumento para denunciar la conducta de los adultos ni tampoco para enunciar las características de un contexto social o histórico, como sí ocurre en los ejemplos antes mencionados. Frida (Laia Artigas) es la protagonista absoluta de la ópera prima de Simón, sin importar su edad. “La historia está inspirada en mi propia niñez. Yo también perdí a mis padres y después me fui a vivir con la familia de mi tío, a la que considero mi propia familia. La película, sin embargo, es una reelaboración de recuerdos y sentimientos. No todo lo que se ve en el filme es verídico, podría decir que muy poco corresponde con la realidad”, confiesa la directora, a la que luego de un primer borrador de su historia se le sugirió un acercamiento menos apegado al diario personal. “No quise que predominara un tono poético, abstracto, sin un orden definido. Lo importante es que la historia sea entendida por todo el público. Lo primero que hice fue revisar álbumes fotográficos para traer a mi memoria los escenarios y las sensaciones de cuando era niña. Todo eso fue muy útil, pero apenas un primer paso. Lo interesante de todo este proceso es entender que, en general, la memoria suele ser muy selectiva y normalmente las vivencias difíciles se olvidan. También platiqué mucho con mi familia para despertar las emociones del pasado”. “Me interesa el mundo infantil desde siempre”, dice Simón, que estrenó su película en el Festival de Cine de Berlín, “desde que era muy joven he trabajado con niños en campamentos de verano y, además, desde hace varios años doy talleres de cine a pequeños”. Esa es una primera pista para meditar en la facilidad con la que Artigas, que fue elegida por la directora de casting del filme de entre cientos de aspirantes, encarna a Frida.
Verano 1993 inicia con la imagen de unos fuegos artificiales en el cielo nocturno y el bullicio en la calle, un ritual que indica el fin y el comienzo de una etapa. Pronto se ve a Frida despidiéndose de sus abuelos, mirando cómo éstos se hacen pequeños mientras avanza el auto que la conduce a su nueva vida. Desde el primer momento la cámara se ajusta a su perspectiva. La película se centra en el choque que produce el cambio de la ruidosa Barcelona a la tranquilidad de la provincia, donde está al cuidado de Marcia, esposa de su tío, y en compañía de Anna, su prima, a la que supera en edad. La afinidad entre Simón y Artigas, que se traduce en una actuación sorprendente por parte de la pequeña, es evidente. “Nunca les di instrucciones precisas a las niñas de lo que tenían que hacer o no. Jugamos mucho durante la filmación. No utilizamos marcas en el set, por ejemplo, que es algo común en las películas con adultos. No se puede decir que la película funcione como una coreografía, porque el movimiento no fue controlado. El trabajo de Laia es muy bueno. La elegimos porque guarda cierta relación conmigo, su contexto familiar también es particular. Tiene una mirada ambigua, con la que expresa inocencia, aunque también cierta oscuridad”.
En la película hay una oposición entre la luz y la oscuridad, resultado del trabajo fotográfico que trasplanta las emociones de Frida a las impresiones lumínicas de los espacios en los que se desarrolla. Este ir y venir, del colorido brillante del día en la campiña y de su inquietante oscuridad nocturna, indica los cambios de su sentir. La película tiene dos secuencias dignas de análisis. La primera es aquella en la que Frida y Anna juegan en el patio de la casa que habitan, contiguo al bosque. El juego consiste en lo siguiente: Frida, que está tendida tomando el sol, simula ser la mamá de Anna; ésta, por otro lado, debe insistir a su “madre” para que juegue con ella y aceptar sus negativas cariñosas. Frida, evidentemente, juega a tomar el lugar de su propia madre, a la que representa como una mujer exhausta y débil que no para de fumar. La actuación de estos síntomas, que sugieren no sólo la actitud sino el padecimiento de la progenitora, cuya enfermedad sirve de trasfondo a la historia, son una muestra del talento y la versatilidad de Artigas. La ausencia de la madre es vista también en otra secuencia, donde Frida se maquilla y viste como adulta, una conducta común en los niños. La exageración de su performance es filmada por Simón con el mismo estilo naturalista que prima en todo el metraje, con una distancia medida que permite observarla y repentinamente adoptar su punto de vista.
El segundo movimiento a resaltar está fincado en el diálogo, en el orden literario y simbólico. Cuando Frida recibe la visita de sus abuelos y su antigua cuidadora, le confiesa a ésta que su tía la obliga a lavar y hacer otras actividades de aseo en la casa. Se trata de una mentira, por supuesto, aunque el sentimiento es legítimo: la niña, que se siente relegada, tiene celos de la pequeña Anna –en dos escenas intenta deshacerse de ella como en los cuentos de hadas: dejándola sola en el bosque y, después, llamándola para que se meta en un río hondo–, y también de su tía, ahora madrastra, que la regaña y, como es natural, pierde los estribos ante sus rabietas. La vecindad de estos episodios de la película con la historia de La Cenicienta es interesante. Simón, que comenta con humor que aunque la historia es biográfica nunca trató de deshacerse de su prima, expresa: “Es curioso porque durante la presentación de la película en diversos lugares nunca habían comparado mi película con La Cenicienta. Es verdad que lo que dice Frida tiene que ver con esa historia. Una confesión: cuando era niña me encantaba la película de La Cenicienta (la versión de 1950), creo que fue la primera cinta Beta o VHS que tuve. En secreto me sentía muy identificada con ella, aunque no existiera una lógica para establecer esa comparación”. Este nivel de identificación, que el psicoanálisis ha estudiado en los cuentos de hadas (historias que con diferentes variantes son parte de las tradiciones orales y del folclor de los pueblos antiguos), no sólo es plasmado en Verano 1993, también es sentido en la película, donde la muerte es una presencia importante. Esa es, precisamente, una de las características principales de los cuentos milenarios, donde la mayoría de los héroes son huérfanos. Su supervivencia depende, a veces, de la muerte de otros personajes, según estableció Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976). El autor austriaco apoyó la idea de que la lectura (o el visionado) de estas historias ayuda a descargar la energía psíquica de los niños que experimentan sentimientos de envidia y abandono a lo largo de su crecimiento.
En Lipstick (2013), la directora catalana ya había dado signos de narrar estas experiencias. Este cortometraje, de apenas diez minutos de duración, presenta a dos hermanos pequeños que disfrutan jugando mientras su abuela duerme. Sus juegos se interrumpen cuando uno de ellos se da cuenta de que la abuela ya no se mueve. La niñez enfrentada a la pérdida es motivo de una reflexión sobre la ausencia, un hecho traumático del que se excluye a los niños, principalmente en sus representaciones culturales más estereotipadas. Los padres de Simón murieron a consecuencia del sida cuando ella era una niña. “Yo me enteré de la causa de su muerte a los 12 años, mucho tiempo después de lo ocurrido. Tampoco viví el temor de saber si estaba o no contagiada de VIH, como le pasa a Frida en la película, específicamente en la secuencia en la que se lastima las rodillas y sangra, generando temor y rechazo entre la gente”. El tratamiento de este tema es lo que separa a Verano 1993 de las películas de Rossellini o Haneke, en las que hay niños en los personajes principales, donde éstos sirven como un pretexto para reflexionar sobre el lugar y el tiempo que plantean los filmes. “La película no es una reflexión sobre el sida en la España de los noventa, al menos no de forma literal. Es un contexto que está de fondo en toda la película, vinculado al tema de la muerte, la desaparición y la forma en la que nos enfrentamos a la pérdida. Mis padres fueron víctimas de una época concreta y muy difícil, donde se vivió un momento de libertad hasta entonces inédito. Luego de la muerte de Franco la gente, principalmente los jóvenes, pudieron hacer lo que siempre habían soñado. Eso trajo cosas muy buenas, pero también otras muy desafortunadas, como el uso sin control de drogas. Es comprensible que la represión que durante tantos años vivió la población se traduzca en consecuencias funestas, incluso tantos años después de lo ocurrido. España fue el país de Europa donde hubo más muertes a consecuencia del sida”.
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